viernes, 30 de septiembre de 2011

LOS QUE NO CUENTAN


Con un abrazo respetuoso para la familia Figueroa Jasso
por la ausencia física de don Rami.



Desperté por el ruido, ¿o fue por el nombre fragmentado de la mujer? A la hora de abrir los ojos, recordé, en medio de la niebla inconsciente, algo como un vendaval de campanas y de cadenas chocando entre sí. ¡Tuve la certeza de que ese alud me había despertado! Luego dudé porque apareció el nombre. Me senté sobre la cama. Yo, que no sudo, sudaba copiosamente. Mi corazón latía como émbolo atormentado. Agucé mis oídos. Ya no estaba el ruido. Al contrario, ahora el silencio cancelaba todos los ruidos. Eran las dos de la madrugada. El nombre sí estaba presente. Eran fragmentos regados en el piso, como cucarachas, pero tenían una consistencia como de roca.
Fue tal mi desasosiego que no volví a dormir. Mientras la madrugada llegaba pensé en el nombre. Ya no lo recordaba con exactitud, pero era el nombre de uno de los personajes de mi novelilla “Yo también me llamo Vincent”. Personaje que ya no aparece en la versión final. Apareció en algún momento de la creación y comenzó a tomar cuerpo, pero luego desapareció. Desapareció porque una amiga (a quien le di a leer la versión antes de publicarla) me cuestionó la importancia de dicho personaje. Después que lo comentamos me di cuenta que mi amiga tenía razón: ese personaje no aportaba algo al desarrollo de la trama; al contrario ¡confundía! Entonces, con la arrogancia del creador, eliminé el personaje. El texto ganó con esa eliminación.
Tal vez esto fue lo que me despertó: ese desasosiego. ¿Cuántos personajes no han visto la luz porque el escritor los ha eliminado, por una u otra razón? Pensé, de inmediato, en el peso específico de El Quijote y de muchos personajes de la literatura. ¡Ah, cuántos personajes inolvidables!
¡Que nadie diga que son personajes ficticios! Las vidas de los hombres y mujeres “reales” han sido tocadas por esos personajes “inventados”.
Continuaba sudando, a pesar de que ya tenía despierto más de una hora. Ese personaje femenino ¿me reclamaba su muerte prematura? ¡Qué absurdo! Ni siquiera recordaba su nombre. Sin embargo, algo como un residuo quedó en mi cerebro. La prueba fue ese insomnio y ahora esta Arenilla.
Ahora pienso en todos los “abortos” que han provocado los escritores; pienso en todos los personajes que pudieron ser y no fueron; pienso en que, tal vez, algunos de esos personajes pudieron ser importantes si hubiesen sobrevivido. Incluso pienso en los que permanecen adentro de gavetas y que nunca han recibido la luz del Sol. ¿Saldrán algún día? ¿No será que, en medio de todos ellos, existe un personaje que puede modificar alguna vida real? ¡Oh, Dios mío, pienso en que, tal vez, alguno de ellos puede, para bien, cambiar el mundo con sus palabras, con sus actitudes! ¿Quién puede asegurar que algunos de ellos no habría sido otro Quijote, por ejemplo, si los escritores lo hubiesen dejado crecer? No es raro hallar en la vida real historias de niños que no prometían y se convirtieron en adultos maravillosos.
Esa madrugada, cuando salió el Sol, prendí la computadora y busqué el borrador de la novelilla. ¿Por ahí habría quedado algún vestigio? ¡Nada! ¡Nada! A las siete de la mañana le envié un mensaje a mi amiga: por casualidad ¿guardaba el original que le di? Dos minutos después llegó la respuesta: ¡no!, ya lo había tirado a la basura. Otro mensaje: ¿se acordaba del nombre del personaje? Cinco minutos después: ¡no! También lo había botado de su mente.
Bueno, pensé, eso ayudaba al proceso de eliminación. Si no recordábamos su nombre significaba que no era importante. Pero entonces ¿qué significaban esos fragmentos regados en el piso de mi espíritu?
Ya tiene más de diez días que ocurrió. Sin embargo sigo dándole vueltas al asunto. Esto es como el Limbo donde -contaban los viejos- iban a dar los no bautizados. ¡Pero no! Ese personaje sí lo bauticé. El problema es que en algún instante extraviamos el nombre. Ese extravío lo causó su desaparición. Los autores, así como dan vida, ¿también son asesinos inclementes? ¿Esto es reflejo de la Creación?
Ahora estoy seguro que fue el ruido el que me despertó esa mañana: el ruido de mi mente, de mi corazón. ¿A dónde van a dar los muertos? ¡Quién sabe a dónde irán! Los muertos del panteón literario, ¿adónde van?

miércoles, 28 de septiembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS JÓVENES SON LA LUZ DE CUALQUIER HORA




Querida Mariana: me emociona la juventud, por esto disfruto mucho la presencia de los jóvenes. En ello no debés mirar una nostalgia por mi juventud perdida (perdida en el tiempo y en la confusión imperante de mi comportamiento desordenado). ¡No! Vivo con gran emoción mis tiempos de adulto mayor (bah, qué eufemismo para tratar de desviar la idea de que ya estoy viejo). Vivo a gusto mi edad y, por nada del mundo, desearía volver a ser joven. Me siento bien a mis cincuenta y cuatro años; me sienta bien esta etapa de la vida que es como el inicio de la tarde sosegada.
Te cuento esto porque el sábado pasado me acerqué a un grupo de jóvenes que tenía las alas de la vida prendidas en su sonrisa y en su corazón. Era un grupo de cinco muchachos, cuatro niñas bonitas y un muchacho con manos de surco. Con esto que te digo ya caíste en la cuenta que conozco al muchacho. Lo conozco porque en dos ocasiones ha estado en Comitán, tocando ese prodigio de instrumento que se llama marimba. Alexander Cruz ya lo conoce medio mundo y medio mundo reconoce su talento como ejecutante de marimba. La forma en que toca sólo tiene una palabra para designarla: ¡viento! Sus manos, brazos y cerebro son huellas de esa línea que hace crecer el agua. Cuando Alexander toca el mundo retoma su cara de papalote o de hoja de eucalipto en medio de un ventarrón. Sus manos fluyen como fluye la tela ante la sugerencia del aire. Nunca había estado cerca de él. Como la juventud me contagia me permití una bobera, le dije que si esa misma habilidad la sostenía en lo demás de su vida su novia debía ser una niña bendecida. Todos rieron y quedaron viendo a Iveth. Supe entonces que ella era su novia y que, como siempre, había cometido una imprudencia. Pero, querida Mariana, lo bonito de estar entre jóvenes es que el vacío siempre encuentra un puente, un puente que tienden ustedes mismos para que los viejos, como yo, no resbalemos (nuestros huesos se quiebran ante una caída). Rieron, disfrutaron mi derrapón. Gaby y María de los Ángeles Zepeda, de igual manera, soportaron que me metiera tantito en su vida. ¿Son gajo de algún árbol de San Cristóbal de Las Casas?, pregunté. Ellas sonrieron, me contaron que tocan el violín y entonces entendí porque abrazaban esos estuches con tanto afecto, tanto como si abrazaran el cielo que protege la nube llena del otoño. Marcela Escobedo, quien toca la viola, también sonrió y dejó que yo jugara con la manida idea que provoca la palabra. Por esto, para que yo no insistiera en mi ignorancia, ella, con magnanimidad, me explicó que la viola es un instrumento un poco más grande que el violín y su sonido es más grave e imitó el sonido. Yo, mi niña bonita, estaba fascinado con ellos. Marcela me dijo que se presentarían en el Teatro de la Ciudad, dos horas después. Resultó que esa noche presentaron la Ópera Bufa: “Marimba, la gran arrecha”, con música de Federico Álvarez del Toro y texto literario de Dolores Montoya-tramoya. Gaby auguró lleno completo, así que, sentenció, debía llegar diez minutos antes que comenzara la función para que yo encontrara asiento.
Fui y disfruté el espectáculo, de la misma manera que lo disfrutaron todos los espectadores que llenaron el teatro. ¡Maravilloso! Y supe que había sido mi privilegio conocer a los artistas antes de su acto. Ahí, sobre el escenario seguían siendo la misma sonrisa de Dios. Las tres niñas de las cuerdas estaban frente a Federico y ante la menor provocación de la batuta demostraban por qué, en algún instante, eligieron esos instrumentos para abrazar el corazón del aire. Y en la marimba, ¡ah, en la marimba!, Iveth y Alexander jugaban a deshilar el viento.
Pd. Sí, niña mía, me gusta estar con los jóvenes. Me gusta estar con vos y agradezco tu tolerancia. Los jóvenes son los más tolerantes del mundo porque descifran el mundo para nosotros, los viejos, en intento de decirnos que el futuro es de ustedes y que nosotros, nosotros, no podemos bordar el horizonte porque ya estamos parados encima de él.

lunes, 26 de septiembre de 2011

DESDE LA VENTANA




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como las bolsas del mandado, y mujeres que son como la caja fuerte de un viejo avaro.
La mujer mandado soporta todo. Está hecha de plástico o de costal. Es modesta a decir ¡ya basta! Su rutina se concentra en la línea que va de la cocina al súper o al mercado. Sirve para personaje de telenovela barata; de nube de guión donde “la chacha” conoce al “joven” multimillonario y éste, renunciando a su sangre azul, quiere mezclarse con los colores tierra.
Después de una jornada intensa, se recuesta en un catre, abre las piernas como si jugara los juegos que juegan los amantes de las películas ¡y sueña! ¡El sueño es su premisa! Sueña que, en una torre de cajas de cartón, ella es la caja de arriba, la que está a punto del vuelo (aunque ya sabemos en qué termina la historia: el destino tira la torre y ella, ¡ella!, es la primera que cae y se da un somatón de canción de Los Tigres del Norte).
Pega, en las paredes de su cuarto, con diurex, carteles de sus artistas favoritos: Arjona y Julión Álvarez. ¡Sueña! Sueña en la toalla con que el cantante se limpia el sudor; sueña en el peluche que los amantes regalan el día del amor; sueña en el corazón de los pasos no contados; sueña en la luz que sale de una lámpara de neón; sueña en los audífonos del niño que toca la guitarra eléctrica.
Sale, los domingos, por la tarde, con sus amigas, a dar vueltas en el parque. ¡Sueña! Sueña con el equilibrio de los pájaros que se paran en los cables de luz; sueña en las botas de los que caminan sobre pisos regados con el matiz del invierno; sueña con palabras que huelen a luna o a foco de vestidor; sueña con el cuello de los avestruces; sueña con el rímel de las mesas donde hay frutos.
Se pinta los labios con rojo achiote y se pone polvo rojo talco en sus mejillas. ¡Sueña! Sueña con las plumas que rellenan las almohadas de las cabras y de los cabrones; sueña con la mirada de una cadena de oro; sueña con los señalamientos de la carretera del sueño; sueña en todas las interrogantes enredadas en las manos de los indignados; sueña con la sombra de quienes soportan la luz de las doce; con el color trigo que crece en el cabello de las que se despiertan a las doce del día.
Juega con la tierra, con el polvo, con un pedazo de jerga (dije ¡jerga!). ¡Sueña! Sueña con los hilos de luz que se reflejan en el agua; sueña con los residuos de vida que dejan olvidados los pepenadores; sueña con el reloj que nunca marca las horas, con la distancia que existe entre la ausencia y el olvido.
La mujer mandado se mira al espejo, se sienta en el borde de la cama, se pone las medias y, con un diurex, trata de enmendar los hoyos. Es que las medias “se corren”, de la misma manera que la vida “corre” de las manos de la mujer mandado. Todo se le diluye entre los dedos, el amanecer, la tempestad y el destino. ¡Sueña! Sueña con la nada, con el vacío. Y, a veces, sólo a veces, logra llenar sus vacíos con un sueño donde sueña que sueña otro sueño lleno de sueños.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una farmacia, y mujeres que son como una droguería.

sábado, 24 de septiembre de 2011

"YO TAMBIÉN ME LLAMO VINCENT", UNA NUEVA TENDENCIA EN LA LITERATURA CHIAPANECA


Nota: El doctor Sarelly Martínez escribió un comentario acerca de la novelilla breve "Yo también me llamo Vincent". Él, generoso, lo compartió conmigo y yo lo comparto con los lectores de este blog.


Yo también me llamo Vincent, una nueva tendencia en la literatura chiapaneca

Sarelly Martínez*

De Alejandro Molinari admiro su pulcritud y elegancia en la escritura, pero sobre todo, su buen humor. Si tuviera que buscar un parecido, diría que me divierte tanto como su tocayo Baricco.
Acabo de leer Yo también me llamo Vincent y, pese a que cuenta una historia triste, disfruté aquí una anécdota, allá una buena frase, que dan, en conjunto ,un libro ligerito, sabroso, para disfrutarlo entre cervezas y botanas comitecas.
Es difícil, enormemente difícil, saber manejar el humor. Molinari lo hace con elegancia y destreza. La única arenilla que pondría sería ese constante recordatorio de Comitán: de los apodos, que ya sabemos que son variados e ingeniosos pero reiterativos, de la gente moldeada con plastilina y que a fuerza de repetirlo se ha hecho eterna y prototípica.
Aunque a partir de lo local se expande el universo, preferiría que no hubiese tanta referencia a Balún-Canán. Se cae, a veces, en el lugar de siempre, solo con algunas anécdotas nuevas, propios de una Rial Academia de los Cuchumatanes. Ese sería el único asuntillo que objetaría y sólo por objetar, pero yo sé que una de las muchas cosas que a Alejandro le da aliento, ánimos y gozo de escribir, es precisamente la referencia a esa tierra inasible, amada y cósmica.
Yo también me llamo Vicent me llegó por la generosidad de Alejandro. Sin conocerme me envió su novela –o no sé si la remitió traspapelada entre el montón de correos de sus amigos–. Como sea. Eso habla de su corazón ancho y abierto, para la botana, para el traguito y comentarios como el mío.
Y ese teclazo generoso ha marcado, sin duda, una nueva tendencia de la literatura chiapaneca: tirar palabras por la red a mansalva, para regar con frases alegres, renovadas o marchitas a los escasos lectores.
Los quejitas, que se dicen víctimas de las políticas culturales y de la red asfixiante de amigos escritores –con sus clubes exquisitos– ya no tienen más pretextos: que den un teclazo a su obra, que no la guarden para el próximo siglo, que reciban nuestros amargosos comentarios ya, ahora, en esta tierra y no en la venidera.
¿Por qué a fuerzas se debe ver impresa una obra, muchas veces soporífera, pestilente y mala? ¿Cuántos árboles, esfuerzos y dinero se necesita para ver concretadas sus cien, doscientas páginas? Basta, digo, darle el teclazo final para sacar al autor de su oscuro anonimato al más reluciente parnaso literario.
Stephen King puso en marcha el experimento de distribuir sus libros en internet con The Plant. Sus lectores debían pagar un dólar y baste decir que fue un éxito. Incluso muchos lo acusaron de querer hacerse rico (¿más?) a través de este nuevo mecanismo.
Pero en Chiapas, en donde nadie vive de vender palabras, mucho menos las literarias, lo que podemos ver en la distribución de obras en internet no es sino mero altruismo y el afán verdadero y desinteresado del autor por entablar una comunicación rápida, eficaz y económica con la esmirriada clase lectora
En realidad me estoy metiendo en un tema que no deja más que sinsabores y que ya se gastarán hartos caracteres cuando se haga práctica común y el estado decida, entonces, entregar becas en función del número de descargas de libros que presente un autor. Pero esos serán otros tiempos.
Volvamos a Yo también me llamo Vincent. Y volvamos al humor, porque en ese contar la historia con candidez, casi con inocencia, se dispara la ironía.
Es imposible no encontrar en Molinari la presencia de un maestro del buen ánimo, como lo es Óscar Bonifaz, un personaje que ha escondido su obra para exaltar la de su amiga eterna, Rosario Castellanos.
La diferencia más notable que percibo entre Molinari y Bonifaz, sin embargo, es que el primero pone la anécdota al servicio de la obra. Bonifaz es diferente: busca la anécdota, la persigue, la atosiga, y una vez decapitada persigue otra, otra y otra hasta enlazar una obra anecdótica de, por supuesto, Comitán.
Aparte de ese regusto, de esa alegría que me dejó Yo también me llamo Vincent, me atrapó el ritmo agradable, con sorpresas por aquí y fauleos por allá; con el alter ego de Molinari, ansioso por regresar al ombligo del mundo, porque en otro lugar se siente atrapado, lleno de nostalgia y deseos de retornar mas que por la casa, por la gente a quien extraña, y por ese clima que debe ser el más agradable del planeta moribundo.
¿Qué hacer en una tierra así? ¿Convertirse en cantinero, fabricador de aguardiente, finquero, transportista, tratador de blancas? Su alter ego no tiene dudas: no importa a qué pero desea estar de vuelta con su gente. Y el oficio viene añadido: ser actor en el lugar más insólito de la tierra.
El lector asume que el alter ego se enfundó en la piel de un actor dislocado, pero creíble. El cuento, como decía el título de algún libro, está precisamente en creérselo, y a Alejandro Molinari no le cuesta nada mentirnos tan descarada ni tan alegremente.


*Dr. Sarelly Martínez: Doctor en Ciencias de la Información, por la Universidad Complutense de Madrid y Profesor de Tiempo Completo de la UNACH.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SE PASA DE LA AUSENCIA AL ¡VIVA MÉXICO!




Querida Mariana: los comitecos somos sobrinos de medio mundo de acá. Fernando Escárcega, en un texto maravilloso, recordó que a don Belisario Domínguez le decimos “Tío Belis”. A nuestro héroe le damos un trato más que afectuoso. Asimismo, a las mujeres que están detrás del mostrador en las tiendas escolares las llamamos “tías”. En mis años de secundaria, los amigos pasábamos a la casa de Tía Elena a comer cazueleja con un vaso de temperante y en el local de Tía Petra disfrutábamos las tostadas más ricas del barrio de San Sebastián y puntos intermedios. ¿De dónde nos viene esa urgencia de enlazar afectos? Muchos hijos de mis amigos me dan, también, ese trato afectuoso. Es un poco como si dijeran que me reconocen como hermano de sus padres.
Por esto no fue extraño que un día de septiembre, en los años setenta, “tío Quique” apareciera en mi vida. Medio mundo de Comitán le daba el trato de tío.
Te cuento: mi amigo Javier vivía frente a la casa de él. ¡Era dieciséis de septiembre y Javier y yo, con sillas sobre la banqueta, nos disponíamos a ver el desfile! El alboroto de la gente y el sonido de los tambores y cornetas nos avisaron que el contingente de las escuelas se acercaba. Vi que Javier saludaba a alguien, elevé la vista y miré al famoso “Tío Quique” en uno de los dos balcones de la planta alta de su casa. El señor tenía puestas unas cananas que le marcaban una equis en el pecho, y ostentaba un sombrero de ala ancha, al estilo zapatista. La mano izquierda la tenía empuñada sobre el corazón y en su mano derecha enarbolaba una bandera mexicana. ¡Quedé sorprendido! (desde entonces y hasta hoy). Era como la imagen rescatada de algún libro de Historia de México. Un hombre rescatado de tiempos en que el mundo era color sepia.
Pregunté quién era y me respondieron que era el famoso “Tío Quique”. Al paso del tiempo conocí algunos detalles de su vida. Los datos que me daban lo envolvían en un aura de mito. “¡Está chifladito!”, dijeron muchos; “La Luisa Loca es una de sus muchachas”, dijeron otros. Éstos aseguraban que en la casa del tío había muchachas de la “vida alegre”. Nunca comprobé la certeza de los dos asertos. No lo consideré esencial. Lo que sí me dejó intrigado fue la versión de Alfredo acerca de la existencia de murales en los interiores de los cuartos. Él juraba haber estado en la casa una vez y juraba haber visto esas pinturas. Me describía el inmenso colorido de los fondos y cada una de las poses de las modelos, algunas vestían telas vaporosas y otras, de manera sugerente, mostraban sus pechos. Decía que las bocas de las mujeres eran como un vaso de temperante y que sus ojos eran como reflejo del Lago Aguatinta, de Montebello. Alfredo juró que esa tarde se deslumbró ante la visión de esa “Capilla Quiquina”. Se impresionó ante la presencia de una mujer, de carne y hueso, que estaba reclinada sobre uno de los murales. La silla acojinada estaba junto a la pared, en tal forma que la mujer sentada parecía ser parte del cuadro o lo contrario: salida de la pintura para materializarse. Alfredo decía que el cuarto era grande y con paredes altísimas. En una de éstas había un tragaluz, en forma circular, por donde se colaba la luz. Esa tarde, los rayos de Sol caían directamente sobre la mujer. Su piel -Alfredo repetía una y otra vez- era un campo de trigo que invitaba a recostarse sobre él.
Así que, según algunos comitecos, tío Quique, además de ser un espíritu zapatista redivivo, era proveedor de un servicio esencial para los calenturientos del pueblo. Pensé entonces que medio Comitán adulto había emparentado con tío Quique en la misma forma que eran parientes de tía Lola y tía Maty, dueñas de los prostíbulos más famosos de Comitán. ¡Dios mío, cuántos tíos y tías teníamos los habitantes de este pueblo!
¿Le decíamos tíos a todos aquéllos que proveían servicios? ¡Claro, esto era antes! Ahora sería un despropósito decir que vamos a comprar galletas con “Tía Aurrerá” o a comprar una torta con “Tío Hipocampo”. Nuestras relaciones interpersonales han cambiado. Ya no tenemos los referentes directos de las personas y de sus nombres. Los calenturientos iban antes con Tía Lola, ahora acuden a “La Zona”. Esto, que parece una intrascendencia, nos marca una ruptura en la tradición y en la identidad.
Anteriormente, un referente gastronómico era Tío Jul. Un día tal luz desapareció y hoy andamos extraviados por los caminos de “Burger King”. Los tíos han sido cambiados por “reyes” de dudosa sangre azul.
Con la ausencia de tío Quique se nos fue un referente histórico. Mucha gente se burlaba cuando el viejo aparecía en su balcón, convertido en un personaje que nos recordaba que México es la suma de símbolos revolucionarios, entendidos éstos como elementos de cambio.
El otro día, niña bonita, pasé por el frente de su casa, miré hacia los balcones (la casa, por fortuna, aún permanece inalterada en su fachada) y traté de imaginar la figura de tío Quique, en medio del bullicio del tráfico actual. Entiendo que Óscar Bonifaz (en su novela: Una piedra en mi zapato) rescata para el imaginario colectivo la imagen del tío, de su tío. En medio de la ficción aparecen rasgos de su personalidad real. Alfredo se fue a vivir al Norte del país y ahora no sé a quién preguntar si los murales existieron. Si fue cierto que una mujer (en la pintura) tenía una mano abierta donde se posaba el águila de nuestro escudo nacional, simbolizando acaso que la mujer era la patria y que las manos de ella son su sostén.
Manolo me dijo un día que nuestra costumbre de decirles tíos y tías a nuestros cercanos está definida en nuestro gentilicio afectuoso: cositía.
La tarde que Alfredo me contó lo de los murales, le pregunté qué había entrado a hacer a la casa. ¿Había tenido relaciones sexuales con alguna de esas mujeres? ¿Cuánto cobraban? ¿Cómo eran los cuartos? Él, en voz baja, como si me revelara el gran secreto, dijo que su papá lo había llevado para saludar al tío. El viejo sacó dos sillas y las colocó al centro del cuarto y ofreció una copa de rompope para su papá y un vaso de tascalate para él. La mujer del color de trigo mantuvo los ojos cerrados y las manos sobre su regazo durante el tiempo de la visita. Alfredo me contó que otra mujer caminaba por el corredor, se acercaba al vano de la puerta, sonreía y se retiraba para volver minutos después con su carita de ardilla pintada de rojo achiote. Todo era como un juego, como una puesta en escena. Según Alfredo esas mujeres mostraban tal dignidad que su oficio parecía ser el de modelos de pintores famosos como Renoir. ¿Tío Quique era muralista? Alfredo trató de ubicar los rostros de las mujeres en los muros pero no logró hallarlos.
Quizá, pensó, sus rostros están inmortalizados en otros murales, en otros cuartos.
Pd. Los niños de los años sesenta recibimos libros de texto gratuitos con una portada del artista González Camarena. El cuadro se llama: “Alegoría de la patria”. Una mujer bellísima, piel de tabaco, sostiene en una mano la bandera y en la otra un libro, un libro de donde mana un afluente, un afluente de luz que riega los campos de la nación. No quiero ser irreverente, Mariana mía, pero tío Quique simbolizó una imagen cercana a la que mirábamos en los libros de texto. Nos daba identidad, nos recordaba la seriedad de sabernos hijos de la patria. Ahora, los escolares no tienen asideros patrióticos. Sus libros de texto tienen portadas que cada vez se alejan más del sentido de la patria. Los niños de mi generación aprendimos a leer con oraciones tan sencillas como “Mi mamá me ama, mi mamá me mima”. Y no sólo nuestras madres nos amaban, también las tías y los tíos comitecos de esos tiempos nos amaban y nos mimaban. Ahora ¿quién ama a nuestros niños? ¿Quién ama a la patria? ¿Quién eleva la mirada y se encuentra en el balcón a un viejo “chifladito” enarbolando la bandera?
Tal vez Alfredo inventó la historia de los murales; tal vez la historia de las mujeres también fue inventada. Tal vez en este pueblo inventamos historias. Tal vez inventábamos una idea de patria que estaba cercana a nuestro corazón. ¿Ahora qué patria estamos inventando para nuestros niños y para nuestros jóvenes? ¡Ay, Mariana! ¿Quién iba a decirnos que, en el futuro, tío Quique nos haría falta?

viernes, 23 de septiembre de 2011

DESDE EL TECHO DEL MUNDO




Imaginá que te llamás azotea, imaginá que sos una azotea. Claro, podés ser azotea de edificio de diez pisos o de una modesta casa donde cuelgan la ropa para secar. De una o de otra manera estarás llena de aire y de viento. Tu mirada no tendrá límites (a menos que vivás en Nueva York y seás techo de un edificio de cuarenta pisos en medio de edificios de más de cien). Pero lo anterior es un sueño porque a lo más que podés aspirar es a ser techo de una construcción de Tuxtla o de Arriaga o de Tapachula o de Palenque o de Comitán o de San Cristóbal de Las Casas o de San Juan Chamula.
Procurá que tu piso tenga cierto desnivel para que no te llenés de agua cuando llueva. Siempre es conveniente no ser horizontal al ciento por ciento, una cierta pendiente en la vida produce un gusto de tobogán o de resbaladilla. Debés consentir que sobre tu cuerpo coloquen la “cochina” del gas estacionario y alguna antena parabólica de televisión de paga, más el inefable “rotoplas”. También es posible que sirvás como patio de chunches viejos y no será raro que sobre tus piernas o sobre tu pecho pongan ladrillos, tejas galvanizadas con roturas, bicicletas oxidadas y uno que otro pedazo de tejamanil.
Nunca podrás ver las baldosas de la planta baja o los rosales del jardín o los peces de la fuente, en cambio podrás ver todas las nubes y todos los azules de todos los cielos de todos los días de todas las noches de toda la vida.
Tu vocación será mirar hacia arriba, siempre hacia arriba. Serás pariente del Everest (pariente menor, pero pariente al fin); serás el punto de vista de todos los que visitan el cielo, desde las palomas hasta los aviones pasando por las golondrinas que buscan hacer verano.
Te visitará la sirvienta que cuelga la ropa en el tendedero; te visitarán los niños, en las mañanas, que suben a jugar escondidas mientras su madre está en el súper; te visitará el señor y la sirvienta, en la tarde, cuando la esposa está jugando cartas con sus amigas en el club; te visitará la hija universitaria con su novio cuando juegan a encontrar la Osa Mayor en noches de luna menguante; te visitará la abuela en noches de insomnio y de nostalgia; la niña que pide tres deseos; el político que no encuentra el hilo del sosiego; el escritor que escribe sobre abejas y panes que vuelan en laberintos.
Serás el sueño de la casa y su propio límite. La casa no podrá ir más allá de tus deseos. Si vos no soñás con volar, la casa siempre estará atada a sus cimientos. Si vivís en Tuxtla podrás mirar a la Torre Chiapas; si vivís en Cahuaré podrás mirar las garzas que se preparan a surfear en el Río Grande; si vivís en San Cristóbal podrás oler el aroma de los cotones chujs cuando ofrecen su copal al santo; si vivís en Cabeza de Toro podrás oír el aleteo de los poemas de Quincho; de igual manera, si vivís en el barrio de Guadalupe podrás tocar el sueño de un pueblo llamado Comitán. Por eso, digo, elegí ser techo de una casa que esté con los pies bien puestos en la tierra. Procurá que tu dueño siempre te maquille con chapopote para que, en tiempo de lluvia, ¡no te maldigan! Para que, al contrario, tus moradores siempre bendigan su paciencia y tu tiempo y todas las mañanas den gracias a Dios por tener un techo que los cubra y los proteja de las inclemencias del tiempo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

POR LOS OJOS DE LA PIEDRA




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que huelen “a limpia rosa temprana” y mujeres que huelen a viento.
La mujer viento trae todo lo que está en el aire. Es como esas mujeres que van de pueblo en pueblo vendiendo especias; como esas mariposas deshojadas que, en las esquinas, debajo de un farol, ofrecen el sueño de la oruga.
En sus alas carga el polen de todas las esencias. Mujer que trae las hojas secas del otoño; que trae el rumor de la gente en un concierto de Shakira; que lleva colgado el morral con rehiletes de hojalata; que se mira en un espejo con sombrero de copa; que baila sobre un piano de cola; que descompone un rompecabezas vestido con traje y corbata.
Cuando camina por las calles de Comitán convoca al sol y a la lluvia. Los hombres que la desean deben andar debajo de un paraguas o arriba de un tractor para desbrozar el trigo de su boca. Es tan impetuosa que sus amados le piden “stop” mientras son conducidos al cadalso o al encierro de un manicomio.
La mujer viento amarra globos y se avienta desde un primer piso a treinta centímetros del suelo; se sube a una Montaña Rusa y descuelga dos o tres estrellas antes de estrellarse en el piso; se convierte en un filamento de foco de 60 watts y se enciende ante su amado; levanta los brazos como si triunfara en un acto deportivo o como si se desperezara después de bañarse en la jungla del sueño. Ella camina como si no quisiera despertar las líneas que unen las losetas de los salones de fiestas; come con el recato de una flor que se despierta en la madrugada; orina como si no deseara desequilibrar algún ladrillo de la Torre de Pisa; duerme como si fuese una pared con epitafio en medio de una montaña.
Es contradictoria porque no discrimina ningún aroma a su paso. Lo mismo pepena el olor del agua estancada que el aroma de un muchacha virgen recién bañada; lo mismo arrebata el azote del humo de una quemazón de llantas, que el aroma de pino de la piel grafiteada. En su cabellera cabalga el cielo del Sumidero y el enigma de la cuerda del ahorcado. En sus pies está el ritmo delirante de un caballo por la pradera y el movimiento del ave que picotea sobre un tronco.
Huele a la leche del ojo sembrado en la entrepierna de las muchachas; huele al abrazo que da el viejo a punto de despedirse; huele a la nube que se descuelga en las lianas del agua; huele a los ojos del águila, a los rayos del Sol envueltos adentro de una olla de aire, al collar que circunda la trompa de los elefantes, a la nave del templo donde oran los desesperados. Huele al arco, al puente, a la campiña, a los labios de la tarde, a los cabellos de la esperanza. Huele a mirto, a copal, a la mesa de la cantina, a la enredadera, al huerto y al piercing sobre la lengua.
La mujer viento, cuando camina por las calles de Comitán, se mueve como un pájaro sin jaula o como un león con alas. Tiene en sus manos el secreto del voyeur y las ansias del que danza en medio de una rampa.
La mujer viento es la línea del fuego o del agua que nunca se fragmenta. ¡Bendita sea la hora en que los hombres la aspiran y se llenan de ella, con ella!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una ruina arqueológica y mujeres que son como el edificio que se construirá mañana.

lunes, 19 de septiembre de 2011

EL VUELO DEL ÁGUILA MAYOR




En los últimos tiempos, el grupo de marimba más famoso de Comitán es “Águilas de Chiapas”. Siempre se anunció anteponiendo el nombre de su creador: Límbano Vidal Mazariegos.
Un día don Límbano murió, murió sin recibir el homenaje que el pueblo y gobierno de Comitán le tenían preparado.
Por fortuna, don Límbano aceptó el homenaje que le rindieron en su pueblo natal: Socoltenango. Ahora, la Casa de la Cultura de aquel lugar lleva su nombre.
Cuentan que don Límbano acudió con gusto a recibir el homenaje en aquel lugar; cuentan que subió al escenario y, al lado de sus hijos, tocó el instrumento que lo hizo famoso; cuentan que su rostro adquirió el color del flamboyán. ¡Qué bueno que en el lugar donde enterró su “mushuc” recibió el abrazo de hijo querido!
En Comitán no fue posible. Hay avenidas por donde, de pronto, corre el agua de manera impetuosa y no es posible caminar.
En Comitán nos quedamos con la palabra atorada, con el abrazo extendido, con las nubes envueltas en papel de china; nos quedamos con ese resabio del que se contiene para decir “te quiero”.
Nos quedamos con el canto del cenzontle enjaulado. Teníamos preparado una enrama con esas flores que se llaman “eques”; teníamos dispuesto celebrar que en Chiapas el viento es afectuoso porque el sonido de la marimba seduce al aire y las manos de Límbano eran expertas seductoras.
El esqueleto de los chiapanecos no está hecho de huesos, está formado por teclas de hormiguillo, por esto, cuando alguien tropieza y cae no se oye el clásico “pongoch” de otras regiones; se escucha algo como el sonido del “rascapetate” cuando comienza a caminar.
Nos quedamos con la orquídea en la mano. Teníamos dispuesto celebrar que en estas tierras tenemos cántaros donde cobijamos el agua y Límbano era uno de los mejores cántaros para contener el agua del viento.
La música de don Límbano, con sus “Águilas de Chiapas”, bordó los mejores arpegios en los patios de las casas, en las fiestas familiares; en maravillosos conciertos al aire libre y en espacios cerrados. Al entrar a las casas llenas de juncia y de manteados y manteles blanquísimos, el corazón se llenaba de trementina al oír la marimba de don Límbano. La trementina del corazón ardía al contacto con la música.
Nació en Socoltenango, pero en el árbol de Comitán construyó su nido de luz. Nuestro horizonte es ahora una línea de aire puro y en mucho se debe a su música.
Un día, al maestro Límbano se le ocurrió morir. Por fortuna, el universo es infinito y conserva por siempre su magia. Nosotros, acá, nos quedamos con cierto “flato”. Ya no pudimos decirle en voz alta, en medio de la gente, en el lugar adecuado, que era el águila mayor. ¡Ahí será para la otra!

miércoles, 14 de septiembre de 2011

PARA INVENTAR UNA NACIÓN




En un país sin nombre, a Arcadio se le ocurrió inventar una bandera. Pero ¿cómo tener una bandera, sin antes nombrar a la patria?, preguntó su mujer, que era una mujer práctica; de esas que temprano dan de comer a los cerdos y a las gallinas; de esas que saben cómo se quiebran los cascarones sobre el borde del sartén; de esas que, por las tardes, cosen los calcetines con un huevo de madera; de esas que por las noches cosen sus roturas con las caricias de sus esposos. Arcadio, desde su mecedora, con una cerveza en la mano izquierda y un libro de poesía en la mano derecha, dejó de mover su pie para detener el movimiento de su cuerpo: ¿A poco vos y yo no fuimos nosotros, antes de tener un nombre?, preguntó y luego dio un trago a la cerveza. Se limpió la boca con la manga de la camisa y vio a su mujer, como esperando que ella dijera algo. Pero la mujer no dijo algo, fue a la ventana y vio cómo las nubes se confundían con la ropa tendida, con la ropa blanca que, como banderas, ondeaban en el aire, revoloteaban en medio del viento y de la sonrisa asfixiante de la tarde.
Un día antes, Arcadio había revisado varios libros de historia y de geografía. Supo que todos los países del mundo tenían banderas. Todas las banderas, sin excepción, se distinguían por los colores empleados. Quienes las habían inventado jugaban con las formas geométricas. Como si fuese un decreto, todas las banderas se sujetaban al diseño rectangular. Arcadio pensó que su bandera podía distinguirse en su forma. ¿Podía -su mujer- costurar una bandera circular o informe, como si fuese un trapo tijereteado?
Había descubierto que todas las banderas contenían formas geométricas que funcionaban como símbolos. Había una, bien bonita, que tenía una media luna. Arcadio se rascó la cabeza y sonrió cuando vio que algunos países empleaban ejemplares de la fauna. Había una con un águila y otra con un quetzal. ¡Era tan elemental!, pensó. ¿Acaso los diseñadores de banderas no tenían imaginación como para inventar formas más sofisticadas? ¿Cómo se vería una bandera con un unicornio al centro? ¡No! Esto sí era un absurdo. Su país carecía de nombre, pero no era un país imaginario. ¿Qué caracterizaba a su patria? El territorio tenía cierta semejanza con Marte. Sus valles eran pedregosos y llenos de polvo, un poco al estilo de esa tierra lejana donde vivía su compadre Pedro Páramo. Pasaban años sin que cayera una sola gota de agua. ¿Podía colocar una piedra como símbolo? Su mujer sirvió el caldo de pescado con verduras, puso una servilleta de tela a la derecha y un vaso al frente. Arcadio fue al refrigerador y sacó una botella de cerveza, la destapó y fue a sentarse. Metió la cuchara en el caldo y la llevó a su boca. El caldo estaba caliente, demasiado caliente, tal como a él le gustaba. Sorbió. ¿Cómo se vería una piedra al centro de la bandera?, preguntó, sin ver a los ojos de ella. Miraba el cielo recortado de la ventana, el vapor del calor de las tres de la tarde; miraba cómo una mosca hacía equilibrio sobre el borde del vaso. Sí, dijo la mujer, se vería bien. Nuestro país está lleno de piedras. La mosca cayó sobre la espuma. La mujer tomó la servilleta, con cuadros rojos y blancos, y sacó la mosca con los dedos pulgar e índice. La tiró. El perro despertó, vio a la mosca y volvió a cerrar los ojos. ¿Cómo se vería una bandera circular?, preguntó Arcadio. Sí, dijo la mujer, una bandera circular está bien.
Arcadio retiró el plato vacío. Sólo había dejado el esqueleto de la mojarra. ¿De qué color sería el fondo de la bandera? Sí, dijo la mujer, ¡color caca, está bien! Arcadio se sorprendió porque no había hablado. Pero -pensó- la idea no es mala. ¡La bandera ya estaba lista! Ahora sólo faltaba buscarle un nombre a su patria.

lunes, 12 de septiembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LAS MEJORES FICHAS SON LAS DEL DOMINÓ




Querida Mariana: ayer me pidieron redactar una breve ficha biográfica. Escribí en la última línea: “actualmente…”. Me di cuenta del desacierto y la eliminé.
Te cuento que hace dos meses revisé una antología publicada hace ocho años donde aparece un texto mío y se incluye una ficha biográfica. Comprobé que en la última línea de la ficha escribí lo que en ese entonces hacía y que no corresponde con la realidad. A la hora que leí: “actualmente…”, supe que eso era una falsedad del tamaño de mi inocencia. Desde entonces me comprometí a escribir fichas de manera intemporal, eliminando actividades presentes y privilegiando los actos pasados. Conforme el pasado se hace más lejano ¡se consolida!, se convierte en algo más creíble. ¿Cuántos católicos se atreven a poner en duda los milagros de Jesús? ¿Cuántos creen que Juan Pablo Segundo sí realizó el único milagro que se le atribuye y que es elemento sustancial de su canonización? Dentro de cien años, ya siendo Santo, cientos de fieles creerán el prodigio.
Hubo un tiempo en que escribí fichas donde, en lugar de consignar mis actividades presentes, jugué con actividades futuras.
El juego me demostró la inexistencia del presente para las fichas biográficas y la enorme posibilidad del pasado y del futuro. Ayer revisé una ficha escrita hace doce años. En la última línea encontré lo siguiente: “Escribirá una novela que la crítica considerará un hito en la literatura chiapaneca”. ¿Mirás cómo está vigente? Y, sin duda, seguirá vigente por los siglos de los siglos.
Por esto, ayer escribí una ficha que juega con esas posibilidades. En la última línea escribí: “Hará que la piedra se convierta en liana de sueños”, y me fui a dormir tranquilo. Hoy, en la mañana, le leí la ficha a Artemio y me dijo que es una tontería lo que hago, es como si escribiera horóscopos y éstos son estúpidos (¿mirás, cómo pasó de tontería a estupidez, en un instante?).
Entonces, tomando un té de menta, coincidimos en que, después de todo, las fichas son inservibles por ociosas. Las fichas tienen cierta semejanza con los guiones de telenovelas: sólo hablan de las cosas positivas. Como en “Los Ricos también lloran” o en “Cuna de Lobos” o cualquier telenovela boba, los biografiados se muestran buenitos buenitos. Si alabanza en boca propia es vituperio, los hacedores de fichas biográficas somos unos vituperables de primera.
Ahora entiendo a Saramago cuando se aventó un lugar común de esos intachables: “El hombre nace, crece y muere”. Tal vez, de ahora en adelante, convenga hacer este tipo de fichas: “Nació, creció y, un día, morirá”, y se puede llenar el lapso que va del crecimiento al punto final con ese tipo de elucubraciones y deseos futuristas. Total, siempre quedarán como posibilidad y cuando ocurra el deceso, los lectores podrán decir: “Ah, pobre mortal, murió antes de cumplir sus anhelos”. Parece, niña bonita, que esto es el destino de todos los hombres. Nunca alcanza la vida para lograr los anhelos. Siempre andamos queriendo más, más.
Pd. O tal vez un ejercicio interesante sería pedirle a la muchacha que esté sentada en el parque que elabore nuestra ficha. Acercarnos a ella y, sin previo conocimiento, pedirle favor que juegue a imaginar cómo somos. Después de escrita y publicada imaginar que esa ficha nos describe a la perfección y jugar a que somos los de esa ficha y no los que pensamos ser.

viernes, 9 de septiembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO ESTAMOS LLENOS DE AROMAS




Querida Mariana: cada pueblo del mundo tiene una forma especial de celebrar. ¿Será que en otras partes también adornan los pisos como lo hacemos en Comitán cuando hay un guateque? Los comitecos acostumbramos regar con juncia los suelos de nuestros zaguanes, de nuestros corredores y de nuestros patios. ¡Con decir que, a veces, hasta las banquetas y las calles las llenamos con juncia!
Lo hacemos en acto inconsciente, porque está en nuestros genes. Así como acariciar es un acto reflejo del ser humano, los comitecos extendemos los brazos de forma natural a la hora que regamos la juncia. Nuestras manos están acostumbradas a que las metamos adentro de los costales y las saquemos llenas de esas frágiles líneas verdes con aroma de viento.
La juncia, por principio físico inmutable, crece en medio del aire. Cuando le llega la edad de hacerse vieja se descuelga seca por las lianas del viento hasta caer en el suelo.
Pero los comitecos, quién sabe desde cuándo, tenemos la manía de trepar a los árboles a cortar la juncia antes de tiempo, la cortamos para adornar nuestros suelos, para decir que tenemos gusto en el corazón.
La juncia que, momentos antes, se columpiaba en los árboles y miraba el paso de las aves se inclina ante nuestra soberana alegría y queda regada sobre la más modesta de todas las superficies: el suelo. Ella cede su vida para que nosotros vivamos. Aún le restaba tiempo para acariciar el viento, pero nosotros le arrebatamos sus últimos gajos.
No sólo se ve afectada en su altura sino también en su dignidad. Los hombres regamos la juncia con generosidad, tapamos cada resquicio, a fin de que sea como una alfombra maravillosa. ¿Y todo para qué? Al principio, la mirada y el espíritu se sorprenden ante ese prodigio que se derrama ante nuestros pies, pero, al final, termina siendo ignorada. La gente, a mitad de la fiesta, patea lo que antes fue asombro, lo patea para que no resbale a la hora que zapatea al ritmo de la marimba. Mientras los marimberos somatan más duro sobre la madera, más vejada resulta la juncia.
Mientras los niños juegan con ella, hacen trencitas o, botados en el suelo, juegan a bañarse debajo de una lluvia de juncia, ésta se dedica a poner trampas para que los bailadores resbalen.
No sé, mi niña bonita, si en París o en Praga tienen la costumbre de regar pétalos u hojas secas o frescas; no sé si los pisos los cubren con fresas o con albaricoques; no sé si, además de las alfombras rojas, en Cannes acostumbran regar con nubes el camino por donde pasan las estrellas. No lo sé. Lo único que sé es que acá, en nuestro pueblo, regamos con juncia el paso del hombre común en una fecha especial.
De igual forma que la mujer Chiapacorceña tiene el don de mover la jícara para compartir el pozol, así, la comiteca posee el don de regar la juncia, a una o dos manos. El movimiento con dos manos es menos delicado, es un poco como si se sacudiera la falda; pero el movimiento a una mano es sublime, comienza desde el centro del cuerpo y se extiende hacia la periferia, en un trazo que recuerda el instante en que Dios regó el polvo de estrellas en el universo. Por esto, y no por otra cosa, es que los ajenos admiran la mano de la mujer comiteca: la mano para preparar los guisos, la mano para ordenar los chunches de la casa, la mano para cortar los frutos, para sembrar, para acariciar, para prender la brasa del fogón. La niña que acompaña al abuelo a regar la juncia en el patio de la casa, no sabe que en ese ligero movimiento está recibiendo la lección más plena de la vida: ¡la de la pasión!
Porque pasión y no otra cosa es lo que impulsa a los comitecos a treparse a los árboles para podar los pinos. Pasión es lo que los mueve a sembrar en el suelo lo que es sueño del cielo. ¿Cómo, ¡Dios mío!, los comitecos logran enhebrar esos deslumbres que dan forma a los mapas del cielo?
Querida Mariana, los comitecos estamos hechos con el aroma de la juncia fresca. Por eso nuestro espíritu tiene algo de Montebello; por eso nuestra mirada tiene el color del quetzal y nuestras alas la velocidad del chupamirto.
Cuando camino por estas calles de Dios y escucho una marimba olvido lo que iba a hacer y camino con rumbo adonde el sonido me convoca. Como mi oído y mi corazón ya están alertas los ignoro y todos mis sentidos se concentran en el olfato. Mi nariz, como perro de caza, hincha sus fosas y alerta sus “papilas” olfativas. ¡Voy en busca del aroma!, que es como decir que voy en busca de mi niñez, de la casa vieja con pilares que se vestía de fiesta cada vez que los amigos de mi padre lo acompañaban a celebrar su cumpleaños.
¡No entro a las casas con juncia! Me gusta verlas de lejos. Sé que en el interior la vida se sublima y, por eso, a veces convoca los instintos más primarios. Cuando los enfiestados ya están alegres, he visto a bolitos confundir la alfombra con la cama, los he visto, como niños, recostarse y ponerse en posición fetal para dormir el sueño de los injustos. También, a veces, los bolitos confunden esa alfombra de juncia con un ring y se dan de cates. Y esto es así tal vez porque la juncia es el sueño del árbol y también su pesadilla. La juncia también se confunde, no se acostumbra a estar en el suelo.
Regar juncia es abrir la ventana del espíritu, es decirle al otro que nos da gusto su presencia, es dar gracias a la naturaleza por su sonrisa. Pero, una vez que es pisoteada, la juncia se convierte en un agua sucia. Los invitados la ignoran y ponen su atención en la mesa donde están los frijoles refritos con chile de Simojovel, la salsa verde, las cebollitas de cambray, los chorizos, el palmito, la olla podrida, las tortillas calientes, el hielo, la cerveza, el ron y las tabletas de manía. Los seres humanos siempre tiramos los aromas al cesto de basura cuando la tentación toca la puerta del gusto.
Los comitecos que están lejos añoran los aromas del jocoatol, del chicharrón de hebra, de los panes compuestos y de los tamales de bola, pero esa nostalgia se borra cuando llegan de vacaciones y en “El Foquito” intercambian esa imagen irreal por la realidad del sabor. ¡No hay disfrute más intenso que el del gusto! Por esto, los de afuera veneran a las mujeres comitecas, porque, dicen, dicen, ellas saben a chimbo o a salvadillo con temperante.
Pd. La tarde en que Elena se casó la vi entrar al templo con un vestido blanco que le daba en los tobillos, un tocado de hojas de menta sobre la cabeza y un collar hecho con juncia fresca. Cuando salieron del templo y los invitados aplaudieron y echaron porras y pétalos de rosa a la pareja, ella se acercó al grupo de amigos, llevó las manos detrás de su cuello, desanudó el collar y lo entregó a Rocío con las siguientes palabras: “No permitás que nunca se seque nuestra amistad”. ¿Mirás, la juncia sirve para todo y para todos?

LA SOMBRA DE LA LUZ




Esto de la conciencia es complicado. Durante más de cincuenta años me anduvo jodiendo. Quise ignorarla, pero no pude. No supe cómo hacerlo. Parece que la conciencia viene incluida en el paquete y los adultos se encargan de irla llenando de culpas y complejos. De niño, mi abuela Esperanza me advertía la necesidad de escuchar “a mi conciencia”; así, desde edad temprana, tuve “conciencia” de la conciencia. Una vez que sustraje un reloj de oro de la casa de una amiga (sólo por diversión, dicta ahora mi conciencia de adulto honesto), la susodicha me atormentó y no descansé hasta que la propietaria llegó a casa y me dijo que si no le regresaba el reloj me acusaría con mi papá. Conforme crecí dejé de hacerle caso, porque mi conciencia era ¡una exagerada! Si me masturbaba me decía que eso era malo; si tomaba trago ¡me acosaba!, y junto con la cruda me ponía brasas en mi cerebro.
Siempre fue una acosadora y me causó más tormentos que los infligidos por La Santa Inquisición (si no iba a misa también me imponía castigos que, cuando menos, duraban dos días).
Hoy entiendo que es la compañera más fiel que he tenido. ¡No me ha abandonado ni un segundo! Es tal su poder que, a veces, en la madrugada despierto lleno de sudor por sus gritos que, en la inconsciencia, me instalan en la conciencia.
Mi abuela también acostumbraba decirme que podía mentir a todo mundo ¡menos a Dios! Dios estaba en todas partes y como un Big Brother omnipotente veía todo lo que hacía. Ahora pienso que la conciencia se asemeja mucho a Dios, porque a ella tampoco puedo mentirle. ¿Cómo, si la condenada está dentro de mí y sabe todo lo que hago y lo que pienso? Mis temores y mis deseos están pegados a su piel. Mi conciencia durante muchísimos años fue una “caemal”, como mi tía Eugenia que miraba el pecado en cada puerta y en cada persona.
Ya no me atosiga como antes, porque un día me di cuenta que, contra mi certeza de ser hijo único, la conciencia es mi hermana gemela. Por eso un día decidí bautizarla y celebrar su cumpleaños. La bauticé con el nombre de Iluminada y aunque, al principio, me rezongó por no haberla bautizado antes, hoy nuestra relación es tersa.
Debo confesar a mis lectores que este acto resultó igual que el nombre de mi hermana ¡luminoso! Ella modificó su comportamiento. Sigue acompañándome a todas partes, pero, ¿cómo decirlo?, se ha vuelto más tolerante e incluso consentidora.
Ahora mismo Iluminada está acá a mi lado y lee esto que escribo y está contenta. Si coloco la palabra “pendejo”, sin razón, sólo como un mero juego, ella ya no se enoja, al contrario, está divertida, porque cree que es un atrevimiento publicar esto, sin lógica, en “El Heraldo de Chiapas”, uno de los periódicos más importantes del estado (ahora mismo, Iluminada dice que es ¡el mejor periódico de Chiapas porque acá escribe su hermano!). Yo también me he vuelto más tolerante y disfruto su compañía. Bastó reconocerla como mi hermana para sentirme bien.
Mis papás nunca me explicaron la presencia de esta hermana. Es bonito tener una hermana que siempre está contigo, que te acompaña a todas partes y se convierte en tu cómplice. Si miro a una muchacha bonita ahora mi hermana sonríe y me dice que soy un viejo picarón (¿lo ven? Antes me acusaba de perverso). Ayer me masturbé y ella jugó conmigo y fue tan bello que nunca apareció esa culpa de relación incestuosa. ¡Al contrario, somos tan cercanos que conocemos nuestros gustos y deseos a la perfección! Por eso digo que esto de la conciencia es complicado, porque no faltarán aquellos lectores que ahora no entiendan bien a bien lo que escribo en esta Arenilla.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

LOS TIEMPOS DE HOY QUE SON DE AYER




Deberíamos tener vergüenza, pero no la tenemos; por esto el país es la incertidumbre que es. Mientras en Europa el precio único del libro es tema superado desde hace muchos años, en México apenas se discute y, lo que es peor, se duda de su bondad.
Se duda porque en este país existen pocas librerías. Los conocedores del tema nos dicen que la mayoría de librerías está concentrada en la ciudad de México. ¿Cuántas librerías existen en Chiapas? Pocas, de veras muy pocas. Estas pocas librerías ¿poseen un buen catálogo? ¡No, imposible! ¿Para qué servirá el precio único del libro, digamos en Comitán, donde apenas hay dos o tres librerías “pishcules” (que significa: disminuidas)?
Nos debería dar pena, pero no nos da. ¿Es lo mismo vender un libro en la ciudad de México, donde están las grandes editoriales, que venderlo en Teopisca?, en el hipotético caso de que en Teopisca exista una librería. ¿El flete no cuenta? En fin, el tema debería ser: cómo prepararnos para el futuro que ya es hoy. Mientras en México se discute cómo hacerle para que el libro tenga un solo precio, en Europa y demás países avanzados comienzan a realizar estrategias para la distribución del libro digital.
En México deberíamos estar en lo mismo. Miles de usuarios llevan sus Ipads de acá para allá. El nicho de los universitarios exige una propuesta contemporánea.
Las bibliotecas ya están dando el gran paso. El primero fue el cambio hacia la estantería abierta. Antes (los jóvenes no pueden saberlo), las bibliotecas eran recintos cerrados, donde una bibliotecaria de seño adusto, con lentes y siempre con olor a naftalina, atendía a los usuarios detrás de un mostrador. Los libros estaban colocados en estantes fuera de la mano del lector. Ahora, las bibliotecas son digitales.
En Comitán nuestras bibliotecas, así como nuestras librerías, siempre han sido escasas y muy pobres (creo que en todo Chiapas es así). Uno llega a solicitar un libro y dicho libro no se encuentra. Hacer un trabajo de investigación con tales limitaciones ¡es una proeza! Hoy, poco a poco, tales desventajas se van diluyendo. Las carencias anteriores ceden paso a la inmediatez a través del Internet.
¿Por qué no crear Clubes de Lectura donde todos los libros estén a disposición de los usuarios cibernautas? Mediante una módica cuota mensual el usuario podrá comprar todos los libros que quiera para incorporarlos a su biblioteca personal en su Ipad. Los usuarios debemos exigir este derecho. Las empresas editoriales pueden aplicar, perfectamente, la conocida fórmula de negocios donde importa más la cantidad. Si se venden millones de libros los corporativos ganarán millones de pesos.
En México tendríamos que ver hacia adelante. Seguimos empecinados en ver hacia atrás. Los libros en papel no desaparecerán jamás, pero el futuro es del libro digital. Para la nostalgia funciona muy bien la biblioteca de estantería cerrada, pero para la demanda de estos tiempos la única posibilidad real es la biblioteca digital, donde están al alcance de la mano, de forma inmediata, millones de libros.
Los escritores chiapanecos deberían unirse para crear un portal de libros digitales donde estén a disposición de los lectores de todo el mundo todos los libros habidos y por haber.
Deberíamos tener mayor visión, pero no la tenemos. ¡Qué pena!

lunes, 5 de septiembre de 2011

domingo, 4 de septiembre de 2011

RAYMUNDO ZENTENO




No todas las ratas son ratas ni todas las palomas son blancas palomas. Parece que uno de los cielos de Raymundo es mostrar que todo el mundo puede encontrar su Ray. Si decimos que la zorra es astuta es porque los hombres le han otorgado esa categoría y por eso andamos repitiendo lugares comunes como el de que “la fulana de tal es una zorra”.
Tal vez algún día Raymundo logre que los seres humanos dejemos de otorgar a los animales vicios y virtudes que sólo corresponden a los hombres.
“Sos una araña panteonera”, decimos a una mujer frágil y jodida. “Esta muchachita es una chiva”; “pero ¡qué burro sos!”; son apenas unas cuantas plegarias con que llenamos nuestro libro de oraciones.
Raymundo Zopilote estuvo en Comitán. Un grupo de tiucas y de curgüatones lo esperaba ansioso. Ray, a pesar de tener una afección en la garganta acudió puntual a la cita (como es pariente de la Ray-o-vac siempre anda con la pila hasta arriba).
El director del programa “Radiombligo” llegó para decirnos que el zopilote no es el ave que todos creemos o que nos han dicho que es. Vuela, sí, ¡sí vuela!, pero vuela más alto que las águilas; come, pero no come carroña, al menos esa noche comió panes compuestos y se aventó una copita de posh tzimolero (el Nuka le ofreció la copita en intento de que aclarara su garganta y adormeciera tantito las alas. Pero no logramos adormecerlo, parece que los zopilotes están acostumbrados a permanecer con el ojo abierto toda la noche, tal vez por la vieja costumbre que esos carroñeros tienen de aullarle a la luna. Zope no durmió en el árbol comiteco. A las ocho de la noche se enfiló rumbo a la niebla de San Cristóbal y a la nata de Tuxtla Gutiérrez). Raymundo vino a decirnos que el zopilote canta, canta mucho mejor que el canario; y su plumaje es más colorido que el del quetzal.
Las tiucas y los curgüatones comitecos estuvieron fascinados con su visita. A final de cuentas, Ray también vino a contarnos que en todos los cielos del mundo hay aves y que el chiste de la vida es hallar las corrientes de aire más propicias para el vuelo.
Pero, tal vez, es bueno recordar que Ray no nació zopilote, y si cumplió su anhelo, es porque un día imaginó que podía volar alto y, en lugar de soñar con ser águila o aguilucho como lo hace cualquiera, él soñó con ser algo menos pretencioso. Y así, sin pretensiones, sin ínfulas, sin dárselas de mucha altura, ha logrado alcanzar cielos que a pocos les es concedido y a los que nunca llegan los que se creen águilas.
Ray vino a decirnos que es válido desear ser zopilote, rata, tlacuache (tacuatz, decimos en Comitán); vino a decirnos que cada uno tiene alas para volar por todos los cielos. Vino a decirnos que nuestra misión en la vida es trascender, dejar de ser simples hombres y convertirnos en animales alados. Ray nos dejó la idea de que la carroña no es el alimento de los zopilotes sino de aquellos hombres que creen que los cerdos (cuches, diríamos en Comitán) no vuelan y su destino es regodearse en el fango y comer achigüal.
Raymundo vino a decirnos que con el Zenteno se hacen centenas de panes españoles de centeno, porque la zeta crece en la humedad y no hay edad húmeda para crecer. Las tiucas y los curgüatones estuvieron felices mientras el zopilote anduvo revoloteando por acá. Cambiaron paradigmas. Los zopilotes no sólo acuden ante la muerte, también festinan la vida ¡y de qué manera!

sábado, 3 de septiembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS MILAGROS SON LUCES DE TODOS LOS DÍAS




Querida Mariana: el escritor Julio Cortázar dice: “Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue”. Coincido con el escritor: el milagro adquiere rostro de improbable cuando comenzamos a cuestionarlo, cuando preguntamos, por ejemplo: “¿Jesús realizó, en verdad, la Multiplicación de los Panes?”
Los perceptivos nos dicen que el milagro es cosa de todos los días, falta únicamente tener el ojo y el espíritu avizores.
En Comitán se da el milagro de manera frecuente, pero como los comitecos estamos acostumbrados a vivir en él ¡ya lo volvimos cosa cotidiana! Basta que ahora mismo dejés de leer tantito, mirés el cielo y respirés sus aires para reconocer, con humildad, que vivir en este pueblo ¡es casi casi fruto del milagro! Comitán es un árbol generoso que siempre, como abuelo consentidor, nos apapacha entre sus brazos de viento.
La Multiplicación de los Panes se sigue dando hoy en día. ¡Claro, no en forma tan espectacular como Jesús lo hizo, pero sí con prodigalidad! Recordemos que “no sólo de pan vive el hombre”. Compartir es el acto que logra el prodigio.
Vos sabés que desde marzo de este año, en Comitán se hizo el prodigio de la creación del Centro Comiteco de Creación Literaria. José Antonio Aguilar Meza, Presidente Municipal de Comitán, vio con agrado la iniciativa y dijo “¡Va, va por Comitán!”. Desde entonces, gracias al auspicio del Ayuntamiento, el Centro ha propiciado un viento con sabor a chimbo y a pan compuesto.
El famoso escritor Rafael Ramírez Heredia (“Rayo Macoy”) decía: “El escritor se hace con Taller, sin Taller o a pesar del Taller”. Un poco como decir que no existe una fórmula mágica para “hacer” escritores. ¿Cuál es entonces el chiste de un Centro de Creación Literaria? La experiencia en nuestro pueblo ha demostrado, en estos seis meses de funcionamiento, que existe un elemento esencial y mágico: la constancia. El escritor no puede hacerse sin disciplina. ¡El Taller permite esto! Los quince o veinte integrantes que asisten, llegan, miércoles a miércoles, de cinco a seis y media de la tarde, con un solo objetivo: hablar de literatura. Ya han circulado textos de Marguerite Yourcenar, de Julio Cortázar, de Pablo Neruda, de Jaime Sabines, de Elva Macías, de Octavio Paz, de Fabio Morábito, de Efraín Bartolomé, de… ¡uf, de muchos más cielos de nubes altas!
Pero este Centro es más, ¡mucho más! Algunos de los más importantes y talentosos creadores chiapanecos han asistido a compartir sus conocimientos y experiencias. Permitime la irreverencia: un poco jugando a ser Jesús, han realizado el milagro de la Multiplicación de los Panes (estoy seguro que de esta semilla que ellos siembran brotarán espigas de luz y, en el futuro, los jóvenes Talleristas continuarán el maravilloso acto de compartir).
¿Recordás todos los que han venido? Ya vino la poeta Socorro Trejo Sirvent a impartir un Taller de Poesía; asimismo la autora de obras de teatro y encargada de asuntos culturales del Ayuntamiento de Tuxtla Gutiérrez: Dámaris Disner, dio una conferencia magistral acerca de ese género literario tan escurridizo en nuestro medio. Ya vino Mario Nandayapa, vino con la mano abierta y legó muchos secretos que los Talleristas hicieron suyos; también Hernán Becerra Pino, con su plática que va de la ficción a la realidad en apabullante ritmo de oleaje. Pero no sólo ellos, por el Centro revolotearon Miguel Ángel Godínez (excelente narrador del Distrito Federal) y Marco Fonz (poeta de vida y palabras irreverentes). También la comiteca Briseida Guillén voló un ratito por estos cielos y compartió su gusto por el género epistolar que ella practica con gran acierto; de igual manera Roberto Culebro Jiménez, ensayista comiteco, abrió las puertas de su casa y de su intelecto y los compartió con generosidad. Porque ésta es la palabra que define al Centro: ¡Generosidad! Los mejores narradores de Chiapas, generosos, comparten su talento con los comitecos. Los propios integrantes del Centro, generosamente, llegan con la mente abierta y con el corazón dispuesto a recibir y a prodigar.
Si en nuestra patria, hoy convulsionada, no hubiésemos abandonado a nuestros jóvenes ¡otra patria nos cobijara! En Comitán ya existe una opción para quienes gustan de la literatura y del maravilloso acto de escribir.
Si hay “Casas Malas” (donde brillan las prostitutas); si hay Casas de Masajes; Casas de Dios; Casas de deportes; Si hay Casas de Salud (de las que curan el cuerpo y también donde expenden el “charrito”), ¿por qué no íbamos a procurar tener una Casa donde la Creación Literaria fuera una opción? El Centro Comiteco se une a la Casa del Arte y a la Casa de la Cultura en intento de decirles a los jóvenes que hay más caminos. La responsabilidad de los adultos sanos es proveerles a ustedes, los jóvenes, de opciones sanas, que sean contrapeso al mundo artificial que les procuran los perversos. Es bueno que en medio del abanico de puertas existan aquéllas que buscan el crecimiento del espíritu.
Y van a venir más escritores de primer orden. Aún faltan las conferencias magistrales de escritores como José Martínez Torres (Premio Nacional de Novela) y de David Tovilla (Premio Nacional de Literatura Erótica) y de Héctor Cortés Mandujano (Premio Nacional de Novela). ¡Y más, muchos más!
Apenas el miércoles pasado estuvo Raymundo Zenteno (el famosísimo Raymundo Zopilote, de Radiombligo). Vos viste cómo la sede del Centro fue insuficiente para recibir a todos los interesados y es que Raymundo va camino a convertirse en el Jaime Sabines de la narrativa, porque algún día llenará Bellas Artes igual que lo hizo el poeta. A pesar de estar afectado de la garganta, Raymundo voló desde Tuxtla a Comitán para cumplir con su promesa. Esa tarde no llovió en el pueblo, porque la naturaleza es sabia y reconoció que no debía afectar el vuelo de un Zopilote de la calidad de Raymundo. Quienes estuvieron esa tarde pasaron una hora y media llena de humor y sapiencia. ¿Se puede pedir algo más? Fue una hora y media ¡mágica!
Los talleristas trabajan en textos que han sido fruto del Centro. No quiere decir que el talento lo hayan pepenado ahí, ¡no, no! La certeza es otra: sin el Centro ¡esos textos no existieran! Los asistentes acuden con gusto, no cejan en su empeño; a pesar de su experiencia o inexperiencia todos llegan como aves dispuestas al vuelo. ¡Los cielos de Comitán son los cielos más altos del mundo! ¡El Centro es la puerta donde, como en un taller de oficios, se pegan alas con cera cantul, con esa cera que se despega jamás!
¡Era lo menos que podíamos esperar los comitecos en esta tierra que llenó de palabras el morral de Rosario Castellanos! ¡Todo por Comitán!
Pd. Y necesitamos más centros espirituales, mi muchacha bonita: centros para dejar la periferia, centros para hallar el punto nodal del alma. Poco a poco.

viernes, 2 de septiembre de 2011

PARA LOS QUE NO SE LLAMAN GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ O ERACLIO ZEPEDA




Hace años, los escritores que no se llamaban Laco o Gabo sólo tenían tres caminos: hacer una modesta edición de autor que circulaba entre los afectos, no más allá de un territorio perfectamente demarcado; enviar su original a las editoriales y esperar, por años, un dictamen; o incluir en su currículum una nota que decía “tiene una novela inédita”. Así pues, el noventa y nueve por ciento de dichos escritores permanecía inédito por los siglos de los siglos.
Quien tomaba el primer camino y hacía una edición de autor se convertía en una “gloria local”. Sus paisanos lo veían con respeto porque tenía libros impresos, pero en otras ciudades del estado de la república donde residía pocos lo conocían y fuera de su estado era un soberano desconocido.
Quien no se llamaba Laco o Gabo cargaba una piedra de frustración. Era así porque un buen porcentaje de escritores escribe ¡no para ser famoso sino para ser leído! La fama es una nube que se desinfla en cualquier instante y que aparece al conjuro de una serie de variantes azarosas que no están bajo el control de los autores.
Pero hoy, gracias a la tecnología actual ya no es preciso llamarse Gabo o Laco para ser leído en el mundo. Las Ferias de Libros, en todo el planeta, advierten un gran potencial en el libro digital. Ahora ya no hay necesidad de pasar por aquellas aduanas fastidiosas. El escritor actual que no se llama Laco o Gabo puede, perfectamente, hacer su libro digital y subirlo a la red.
Las grandes editoriales están encontrando un fabuloso nicho de comercialización en el libro digital. Actualmente se venden millones de libros en este formato que, si bien no posee la nostálgica esencia del libro de papel, cada vez tiene más seguidores en el mundo por la inmediatez. No importa el lugar del mundo donde uno se encuentre puede comprar un libro y tenerlo a disposición en minutos.
La tendencia a futuro será la creación de portales donde, sin el yunque de las grandes editoriales, se pueda subir un libro sin más pretensión que compartir el libro con todo mundo.
En los años setenta, en el Instituto Politécnico Nacional había un departamento donde vendían fotocopias de libros inaccesibles a la mayoría de estudiantes por su precio elevado, debido a que eran libros de importación. Hoy, el Internet funciona como ese maravilloso departamento donde, a muy bajo costo o de manera gratuita, todo mundo puede tener acceso a las novedades editoriales.
El escritor que desee ser como Laco o como Gabo aún tiene tres caminos, pero quien pretende compartir su arte tiene una diversidad de caminos cibernéticos. El otro día encontré un amigo que está enviando un libro de cuentos a través del Twitter. Es maravilloso ver cómo todos sus seguidores reciben unas pocas líneas todas las mañanas. ¡El mundo de hoy ha cambiado! Gutenberg ha crecido y camina por todo el mundo.
Algún escritor chiapaneco que no se llame Laco ¿soñó alguna vez con ser leído en Argentina o en Australia? El Internet ahora lo permite y, por vez primera, la obra de los escritores chiapanecos, a través de la maravillosa Red, puede ser leída en otros países y -potencialmente- por cientos de lectores de todo el mundo.
Todavía la fama está reservada para quienes se llaman Laco o Gabo, pero en el futuro esto no tendrá alguna importancia, porque miles de escritores podrán ser leídos más allá de Chiapa de Corzo o de Tuxtla Gutiérrez.