sábado, 24 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA INFANCIA ES UNA LÍNEA EN EL AGUA





Querida Mariana: las manos de los niños son pequeñas, apenas alcanzan a rodear el contorno de un durazno, sin embargo, pueden aprehender el mundo. Los niños aprehenden el mundo como ningún adulto logrará asirlo después. Por esto los sabios dicen que la vida de los adultos se reduce a buscar la luz que extraviaron cuando dejaron de ser niños.
¿Qué recordás con más agrado del tiempo en que fuiste niña? Ahora que ya sos una adolescente ¿regresás a los patios de tu infancia? El poeta Jaime Sabines recomienda no regresar a los lugares donde uno fue feliz. ¿Acaso él nunca volvió a su casa, a su Tuxtla, a su Yuria, a la piel de sus mujeres, al río de trago de su adolescencia? Según Sabines, no debemos volver a rascar la pared de la casa del abuelo. ¡Yo digo que sí, que debemos volver a la luz de la felicidad! A Sabines, a veces, no hay que hacerle mucho caso, se avienta unos versos dignos del abismo. ¡Debemos regresar a los lugares donde fuimos felices porque con ello rescatamos la esencia que hay en el corazón de la piedra!
El otro día viví un instante grato: ¡regresé a la escuela donde estudié la primaria! Quince o veinte ex alumnos acudimos a la invitación de Luis Ignacio Avendaño Bermúdez. Luis Ignacio rindió un sencillo homenaje al principal promotor de la Independencia de Chiapas y, de paso, pepenó algunas nubes envueltas en la transparencia de la memoria. Todos los que esa mañana volvimos a ser los niños de la escuela primaria Fray Matías de Córdova recogimos trozos de aquel cielo de oro.
Ahora, como es tiempo de campañas electorales, salgo a la calle y leo algunos letreros pintados en las bardas: “Comitán va verde”. Esto no es ninguna novedad: Comitán ¡siempre ha ido verde! Quienes estudiamos en “La Matías” ¡lo sabemos!
Yo (lo confieso) nunca le encontré el chiste a los desfiles, pero, como era obligatorio ¡debía asistir! Mas en una ocasión (qué contradictorio), un desfile me otorgó uno de los momentos más sublimes de mi vida. Fue el dieciséis de septiembre de mil novecientos sesenta y siete. Fue una mañana soleada. La gente llenó las calles principales del centro de Comitán. En ese tiempo, Mariana mía, aún existía la “manzana de la discordia” y frente al Palacio Municipal había una calle donde caminaba la gente y pasaban los carros. En casa, mi mamá me despertó temprano para que me bañara y dejó mi uniforme de gala sobre la cama. ¿Sabés cuál era el uniforme de gala de los de La Matías? Casco verde, pantalón y camisa blancos, zapatos negros (bien boleados) y polainas verdes. Además, en el cinto portábamos una espada de madera. La hoja de la espada estaba pintada de blanco cromado y la empuñadura de color negro. Los maestros no lo sabían, pero nosotros usábamos esas espadas para jugar en la tarde. En ese tiempo leíamos historias de piratas y, con ayuda de esas espadas de madera, nos convertíamos en el pirata Barba Roja que asaltaba los grandes barcos que surcaban los mares de la India, llenos de especias.
Aquella vez del desfile, mi mamá me dio su bendición y dijo que iría a verme. Cuando llegué a la escuela ¡ya estaban reunidos todos mis compañeros! El desfile comenzó. Marchamos por las calles, como si fuésemos una indivisible hoja verde, una extensa sábana Irlandesa. Las personas, sentadas en pequeñas sillas sobre las banquetas, aplaudían cada vez que pasaba un contingente. A algunos les aplaudían más, a otros menos. El contingente de la Escuela Preparatoria siempre se llevaba el aplauso más prolongado. El Maestro Roberto Bonifaz era muy exigente y sus alumnos desfilaban con una marcialidad digna de cadetes del Colegio Militar. Nosotros, nosotros hacíamos lo que podíamos, pero esa vez cuando pasamos frente a la Presidencia y nuestro director, el maestro Víctor Manuel Aranda León, con su megáfono, nos ordenó desenfundar la espada y presentarla en lo alto, en saludo a la bandera y a las autoridades ¡una cascada de aplausos nos inundó! “Saludar ¡ya!”, había dicho el buen maestro y nosotros habíamos prolongado la luz. Lo hicimos con la marcialidad de los cadetes del Colegio Militar y con el orgullo de ser alumnos de la que considerábamos la mejor escuela de la ciudad. Nos aplaudieron como si fuésemos sobrevivientes del Escuadrón 201 de la Segunda Guerra Mundial. Jamás he vuelto a oír ese desborde de energía (qué bueno que los de La Prepa venían mucho atrás, porque se hubiesen sentido menos que cucarachas). Mientras nosotros avanzábamos con paso marcial y las espadas al aire, los aplausos eran olas que reventaban iluminadas en los acantilados de nuestro corazón. No pude evitar que mis ojos se llenaran de agua. Lleno de coraje y vergüenza, a la hora de regresar la espada al cinto, me limpié los ojos con la manga de mi camisa. ¿Imaginás lo que habría sucedido si mis compañeros se daban cuenta que lloraba? Sería la burla de toda la escuela al otro día. Ellos nunca podrían entender que mis lágrimas eran las mismas lágrimas que sueltan aquéllos que ganan una medalla de oro en los Juegos Olímpicos o aquéllos que obtienen el Óscar por la mejor actuación.
Pero no sólo esto recordé ahora que estuve en La Matías. Ese día, un grupo de madres de familia organizó una kermés, con venta de antojitos y de refrescos. La tienda escolar estuvo cerrada. A Carmelita le pregunté dónde estaba la tiendita y me dijo: “donde siempre”. Entonces, sabiendo que ella y yo hablábamos el mismo lenguaje caminé hasta donde, desde siempre, ha estado la tiendita. Recordé que era feliz cuando a mi grupo le tocaba atender la tienda escolar. Porque cuando fui estudiante, a cada grupo le tocaba atender la tienda una semana. ¡Era feliz! El maestro Luis Alberto nos llamaba a tres o cuatro alumnos (se supone que los más aplicaditos) y nos enviaba, con una lista, a comprar los dulces y galletas a una tienda del rumbo de Jesusito. Salíamos de la escuela y caminábamos por un Comitán desconocido. Desconocido porque a esa hora, entre semana, siempre estábamos “encerrados” en salones. ¡Éramos felices! Veíamos cómo se desarrollaba la vida mientras nosotros permanecíamos encapsulados. Uno de nosotros (el más responsable) llevaba el dinero y se sentía más importante que si fuera el gerente del Banco Nacional de México. Regresábamos y nuestra comisión era arreglar la mercancía para que estuviera lista a la hora del recreo, hora en que atendíamos la tienda.
La maravilla de la escuela residía, sobre todo, en el momento en que los maestros nos asignaban una comisión especial o cuando sucedía algún fenómeno que alteraba la rutina. Uno de estos instantes fue cuando José Castañeda Lince, Mr. México, llegó a nuestra escuela a hacer una exhibición. A mitad de la cancha improvisaron un templete donde subió el campeón y con las poses que acostumbran esos hombres llenos de nervios y de músculos nos mantuvo con la boca abierta. Otro instante imborrable fue cuando el Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, acudió a inaugurar el nuevo plantel (el edificio viejo estuvo a media cuadra de la iglesia de Jesusito y era una casa rentada. El grupo de ex alumnos que acudió esa mañana estuvo molestándome debido a que yo era el más viejo, el único sobreviviente de aquella escuela vieja. Yo no me sentí viejo, al contrario. Siempre llevo como divisa un verso de Sabines que dice que la juventud se da por contagio. Para que mirés, pepeno lo bueno de Sabines y desecho lo malo). Gaby Bonifaz y yo tuvimos comisión especial ese día, la comisión de Gaby fue importante (fue la encargada de entregar el ramo de flores al Presidente de la República), la mía fue modesta (debía ir al Hotel Los Lagos de Montebello y correr a la hora que avistara la caravana donde venía el Presidente y el Gobernador del Estado). En ese tiempo, yo era un gordito simpático (según yo), un gordo pesado (según muchos otros). A los lados estaba la gente ansiosa esperando el paso de las personalidades. Los alumnos de todas las escuelas de Comitán formaban una valla. Esperé en la esquina del hotel, hasta que el rumor tomó forma de grito: “¡Ya vienen, ya vienen!”. Entonces corrí por la calle, gritando: “Ya viene el Presidente, ya viene”. Corría orgulloso de mi misión de vocero oficial. Los alumnos de las otras escuelas no entendieron la trascendencia de mi comisión y me mentaban la madre y me gritaban palabras hirientes, de esas que suenan como: “Panzudo”, “Cuch”, “Tombolón”, “Potzolón”, mientras yo, acezando, seguía corriendo. Llegué con la lengua a mitad de la panza, busqué al maestro Víctor y le avisé. Él corrió a dar órdenes y yo me quedé, reclinado en una pared, orgulloso de haber cumplido. Cinco minutos después llegaron las autoridades y la escuela tomó su rostro de fiesta interminable.
Ahora, ya andando en los cincuenta y cinco años de edad, con pena confieso que sigo sin encontrarle el chiste a los desfiles; pero, a veces, cuando paso por el frente de la Presidencia Municipal, cambio mi modo desgarbado de caminar, saco las manos de las bolsas del pantalón, levanto el rostro y, como si marchara, vuelvo a ser aquel niño estudiante, alumno orgulloso de “La Matías”, cuyo uniforme ha sido siempre verde, verde ilusión, verde esperanza.
Ahora dicen que Comitán ¡va verde! Dios mío, los de “La Matías” lo hemos sabido desde siempre.

Pd. Alejandro Jodorowsky recomienda que, en lugar de decir Lo mío, debemos decir: lo que ahora poseo. Tal vez esto nos regresa la humildad de la niñez, de cuando no teníamos la aprehensión por los bienes materiales. Cuando niños no nos importaba tener sino ¡ser! Cuando fui estudiante tuve amigos cuyos papás eran ingenieros o doctores y también amigos cuyos papás eran albañiles o ladrilleros. Nunca a alguien se le ocurrió hacer una distinción. Sabíamos que el destino nos había encomendado una misión especial: ¡compartir esos instantes del camino! ¿Sigue siendo así, ahora? No lo creo, ahora veo que algunos caminan por calles de tierra y otros, como si fuesen artistas de Hollywood, caminan por alfombras rojas. El rostro de la infancia ¡también ha cambiado! Por esto, a veces, es bueno que alguien, como Luis Ignacio, convoque a regresar al agua limpia de los lugares donde fuimos felices.