miércoles, 14 de marzo de 2012

POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS




Enrique me envió esta foto que tituló: “300 años”. Mi mente tradujo el título: ¡Tres siglos! Y guardé la foto en el usb, porque un siglo es un titipuchal de instantes.
Los montones siempre me agobian. Si veo cientos de personas en un estadio ¡me da cosa!, y me retiro de inmediato. Lo mismo me sucede si miro montones de billetes, de monedas, de piedras, de árboles, de ojos o de piernas. ¡No soporto las aglomeraciones! ¿Quién puede soportar un duchazo de trescientos años?
Pero, más tarde, mi mente comenzó a darle vueltas a la fotografía e insistió en corregir: ¡no son trescientos años! ¡Es más! ¡Dios mío! Es más porque Enrique tiene 56 o 57, yo estoy “andando” en los cincuenta y cinco y los demás (Javier, Pedro, Memo y Jorge) no cantan mal las rancheras. Nuestras edades suman más de trescientos años. Ese mojol es como de treinta y tantos años. Y entonces, al hacer este desglose, el agobio tomó la cara de sorpresa, porque, igual que todas las demás palomillas del mundo, no nos conocemos de hace siglos, pero sí acumulamos más de cuarenta años; más de cuarenta años de vida compartida. ¡No son trescientos años, apenas son cuarenta y tantos! Me di cuenta que no hemos acumulado sino que, juntos, hemos allanado el camino. La amistad no es acumulación sino levedad.
A estas alturas no voy a tratar de definir la amistad, porque todo mundo sabe que es el agua más limpia de nuestros ríos. El viento que se enreda en los árboles no puede contener su aire sin ese pétalo que se llama amistad.
Estoy seguro que esta foto se repite en mil partes a todas horas. Javier, el otro día, me dijo que vio la foto de nuestra generación de Secundaria y le asombró ver que hay dos o tres muertos (más, sí Javier, más, pero recordá: ¡no me gusta el amontonamiento!). Recordamos la película “La Sociedad de los Poetas Muertos”, en el momento en que el maestro lleva a los alumnos de reciente ingreso a donde está la foto de la primera generación y les pide que se acerquen y escuchen. Los muchachos no comprenden, pero, mientras se acercan, el maestro dice: “Carpe diem”, como si fuese la voz de aquellos alumnos, ya muertos.
Enrique me aventó el baldazo de agua fría diciéndome que en esta foto están reunidos ¡tres siglos! (¡más!). Y yo, siempre huraño a los túmulos del tiempo, coloque los años en una línea recta y supe que nuestra amistad está colocada sobre una banda que comienza a principios del siglo XVIII y llega hasta estos años titubeantes del amanecer del siglo XXI; supe, entonces, que los años no se amontonan como si fuesen piedras de pirámide, sino que son piedritas para formar mandalas que se deshacen con el viento.
Sí, Javier, varios de la generación han muerto. Por esto, cuando los de la palomilla nos reunimos, sin saberlo, sin decirlo, hacemos un homenaje a míster Keating, de la Sociedad de los Poetas Muertos, y gozamos el instante, porque en la vida todo es “Carpe diem”.
Sé que esta foto se repite por millones en todos los países del mundo. Ahí están reunidos, en bares, en parques, en jardines, amigos que no han amontonado los años, sino que los han estado diluyendo en aguas comunes.
Sí, Enrique, cuando nos reunimos no hacemos más que hacer un homenaje a todas las palomillas del mundo que, a veces, se citan para llevar un ramo de flores al amigo muerto y luego van a la cantina y piden una cerveza y comen tripitas o carne salada o carraca con salsa bruja y caminan entre las mesas metálicas y meten una moneda a la rocola y escuchan una canción de La Tropa Loca o de Los Ángeles Negros o de Camilo Sesto o de Leo Dan y brindan por la vida, brindan por ¡la amistad!, por los instantes que se acumulan y forman siglos, muchos siglos.