viernes, 9 de marzo de 2012

REMEDIOS DE CASA




Tocaron. Dejé el libro sobre el sofá y salí a abrir. Un niño, con la vista levantada, preguntó: “¿Usted es Alejandro Molinari?”. Cuando dije que sí, el niño extendió la mano con un sobre. Adiós, dijo, y se fue por la calle donde ya corría el viento de las seis de la tarde. Cerré la puerta. Una mujer, de nombre Remedios, me pedía ir a verla. Debajo de la petición, aparecía su domicilio.
Paty me dijo que no fuera. ¿Sabía de quién se trataba? No, no la conocía. Ella escribió, con letra como de agua temblorosa: “Yo conocí a Gabriel García Márquez”. La posibilidad de conocer en Comitán a alguien que conociera a Gabo, me estuvo dando vueltas dos días. Al tercero subí a un taxi y le pedí al taxista me llevara. “Le va a costar cuarenta pesos la dejada”, y agregó que me dejaría a una cuadra porque era imposible subir más. Nos enfilamos con rumbo al cerro que acá en Comitán le llaman de “La Ametralladora”, porque, cuentan, en tiempo de los Carrancistas, ahí colocaron una ametralladora.
“¿Usted lo conoce?”, me preguntó doña Remedios limpiándose las manos con su mandil. No, dije. “¡Cómo!, ¿no es usted el escritor Alejandro Molinari?”, dije que sí, pero que no conocía a Gabo. Claro, traté de aclarar, he leído su… Ella me interrumpió. Con su mano me indicó que me sentara en el borde de la cama, a su lado. El cuarto era pequeño, con un ventanillo por donde se miraba una bugambilia que iluminaba el patio de tierra, donde dormían dos perros flaquísimos. En todos los rincones había un olor como de azafrán, como de sudor de mujer excitada. En la pared de enfrente (todas las paredes eran de tablas de madera, pintadas de color azul) la mujer tenía un oratorio, con una veladora prendida. Al lado de la imagen de bulto de San Caralampio estaba una foto del escritor, la que le tomaron la noche en que recibió el Premio Nobel. Está con su traje de manta blanca.
Ella no dejó que le preguntara. Se paró y fue por la foto de Gabriel y me dijo: “Gabrielito estuvo en mi cama dos veces. Yo soy Remedios, la bella. Usted ha leído su novela ‘Cien años de soledad’, ¿verdad?”. La mujer llevó la foto a su pecho y, como si fuese un bebé, comenzó a acunarla. Doña Remedios es de cara pequeña, con ojos como de zarigüeya y cabello ya todo blanco, casi casi tan blanco como el traje que usó Gabo el día que recibió el Nobel.
Le pregunté en dónde lo había conocido. Acá, dijo, y con su mano derecha acarició el colchón. “En esta cama, Gabriel y yo cogimos como locos. ¡Ah, es tan caballeroso, tan ardiente!”. Pero, le dije, Gabo nunca ha estado en Comitán. Ella me puso un dedo en la boca y dijo: “Es un secreto, él no quiere que se sepa. En cuanto me vio dijo que yo era la mujer más bella del mundo y que sólo porque estaba casado no venía a vivir conmigo. Por ahí tengo el libro con dedicatoria de su puño y letra, donde me dice que la del libro soy yo”. Apoyándose en mi rodilla, se levantó a buscar el ejemplar. Hurgó en una caja de madera, sacó unos trapos viejos, se sentó en el suelo y dijo: “No sé dónde quedó. Los niños, usted sabe, luego andan ‘revoltijeando’ todo”, y en cuanto lo dijo, abrió la puerta y llamó a los dos perros: “A ver, niños, díganme dónde dejaron la novela de Gabriel”. Los perros entraron y se echaron junto a la cama, a mi lado.
¿Cómo te fue?, me preguntó Paty cuando entré a la casa. Bien, dije. ¿Quién resultó ser? Una puta, dije, una puta que conoció a Gabriel García Márquez. ¡Una puta bella, muy bella! Paty me quedó viendo y dijo: “¡Qué amiguitas tenés!” y siguió deshilando un pedazo de manta blanca, casi casi tan blanca como la tela del traje que usó Gabo la noche que pasó a dormir con Remedios, la bella.