miércoles, 28 de marzo de 2012
POR LAS MADRUGADAS
En casa, conocíamos todos los movimientos del gato. Ayer amaneció muerto. Dormía encerrado, por acuerdo de los integrantes de la familia. Sólo se ponía contento cuando la tía Arminda llegaba a casa y le traía comida.
En la madrugada, el gato comenzaba a gritar como si fuera un comerciante ambulante; con voz de alud demandaba que le abriéramos para salir al patio. Todo mundo de casa despertaba y los mayores pedían, a gritos, que alguno de nosotros se levantara y, somnoliento, hiciera el ritual de abrir el candado para que saliera (parece, Alejandro, que tuviste un error en la escritura: escribiste “comenzaba a gritar” en lugar de “comenzaba a maullar”). El nosotros se reducía a Alfonso, Francisco y yo (los menores de casa). Tiempo atrás habíamos acordado que los mayores se encargaban de encerrarlo por las noches y nosotros, los menores, abríamos la puerta en las mañanas. ¿Por qué no seguíamos el rol que los mayores nos habían diseñado? El papá había dicho que los lunes, jueves y sábados le tocaba a Alfonso, martes, viernes y domingos a Francisco, y miércoles a mí (yo soy el menor). No seguíamos las indicaciones por la natural rebeldía que tenemos los niños frente a los adultos. Los mayores habían tolerado nuestra insurrección, tal vez porque les gustaba gritarnos en la madrugada y despertar a todos.
Los gritos del gato eran todas las noches y todas las mañanas (¿no vas a escribir maullidos? ¿O resulta que el gato no es gato? Si no es un gato, entonces ¿quién es? ¿Qué es?). Por las noches, sus gritos eran soportables, porque nunca lo encerraban después de las ocho. Apenas terminaba de cenar, ya la mamá y el papá lo cogían y lo arrastraban por toda la cocina hasta encerrarlo en la bodega. La mamá apagaba la luz y el papá echaba candado. “Buenas noches, minino”, decía la mamá y se persignaba mientras rezaba el ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. Pero, parece que sus rezos no fueron tan efectivos porque ayer ¡amaneció muerto!
Dos noches antes, Alfonso había dicho, mientras mamá nos servía el plato con avena, que renunciaba a abrirle la puerta al gato. ¡Nunca más lo haré!, dijo. Francisco, llenándose la boca con avena, dijo que también él renunciaba a levantarse en la madrugada. Ambos me quedaron viendo. La mamá dijo que ni lo pensaran, que el papá se enojaría. Fue entonces que Alfonso, en voz baja, mientras la mamá lavaba el vaso de la licuadora en la cocina, dijo que sería mejor que el pinche gato se muriera. Así lo dijo, y mientras lo dijo, sus ojos brillaron como brasas, igual que brillaban los ojos del gato cada vez que lo encerraban en la bodega. Luego preguntó, así sin ver a alguien, si el veneno de ratas también mataba a los gatos.
Conocíamos todos los movimientos del gato. Siempre se escurría por las piernas de la mamá cuando quería croquetas; siempre movía la cola cuando alguien llegaba a hacerle cariños. El papá decía que era un gato raro porque nunca lo oímos ronronear. Alfonso juraba que alguien le había cortado un trozo de lengua. Yo nunca lo vi. La verdad es que el gato me daba miedo.
Ayer, los de casa extrañamos sus gritos de madrugada. A las cinco y media todos nos despertamos con la asfixia del silencio. El papá y la mamá llegaron a nuestro cuarto, Francisco y yo nos levantamos, extrañados del silencio del gato. Cuando la mamá le dijo a Alfonso que se levantara él volvió la cara a la pared, dijo que el pinche gato no le quitaría más el sueño y volvió a taparse con la cobija.
Fuimos a la bodega. El papá quitó el candado y encontramos al gato muerto. La mamá se tapó la nariz con la mano y nosotros nos cubrimos la boca. El hedor era insoportable. Su cuerpo estaba lleno de mierda. El papá trajo kilos y kilos de cal y cubrió el cuerpo. ¿En dónde lo enterraremos?, preguntó la mamá. El papá lo metió en una bolsa negra y lo llevó a la cajuela del carro. Oímos el runrunrun del motor y la palanca de velocidades retorciéndose al entrar a la primera. Silencio. Luego los toques en la puerta. ¡La tía Arminda! La mamá nos obligó a encerrarnos. Por la hendija vimos a la tía con la bolsa de siempre. La mamá le dijo que el papá había ido a dejar al abuelo a la terminal. “¿Puedes creerlo, el tío Luis le mandó su boleto para que pase una temporada en su casa de Los Ángeles?”. La tía dejó la bolsa en el suelo y lloró, lloró mucho, como si algún pariente se le hubiese muerto. Alfonso nos vio y dijo: “¿No me van a dar las gracias?”, y luego fue a prender la televisión y vimos caricaturas. (¡Ah, ya! Ya le entendí, Alejandro. El gato era el abuelo, ¿no?, pero, entonces, por qué tenía cola y comía croquetas. ¿Por qué? ¿Por qué lo encerraban en la bodega? ¿El abuelo le había hecho algo perverso al hijo de niño y éste ahora se desquitaba? Porque el abuelo era papá del papá, ¿verdad? ¿O era de la mamá?).