viernes, 2 de marzo de 2012

NO SOY POLO POLO




En primer lugar, el martes no recuerdo lo que escribí el lunes; y en segundo lugar, quien escribe las Arenillas es otro del que camina por las calles a las doce del día y entra al sanitario del café de la Casa de la Cultura, porque ya se está orinando.
Admiro a los hombres que son como Octavio Paz que representan durante veinticuatro horas el papel de grandes personajes. Respeto a aquéllos que siempre están construyendo frases célebres a manera de versos inolvidables. Idolatro a los hombres que son uno entre el que come papaya y el que elabora textos literarios.
Digo esto porque, a veces, me topo con amigos o conocidos que me paran en la calle y me dicen: “te tengo una historia buenísima para tus Arenillas”, y me cuentan las “historias buenísimas” en intento de que yo las escriba acá.
No puedo hacer eso. No puedo porque a quien se lo cuentan es a mí, el Alejandro de todos los días, otro muy diferente del que escribe las Arenillas.
El Alejandro de las Arenillas “funciona” diferente. Yo, Alejandro “el no arenillero” me levanto a las cuatro y media de la madrugada y me acuesto a las ocho y media de la noche. El Arenillero es diferente, tan diferente que no me atrevo a intentar definirlo. Yo soy feliz caminado por las calles de Comitán, llevo una dieta estricta que me impide entrarle a los chorizos, al chicharrón prensado y las butifarras. ¿El otro? No sé cuáles son sus gustos, cuáles son sus modos. Imagino que es un ser etéreo que no come, que no camina. A veces creo que vuela. Y tan lo creo que, por las tardes, me acerco a la ventana y miro el cielo buscándolo. Una vez alcancé a ver algo como una capa. Después Mariana me dijo que era más probable que esa capa fuera de Superman. Ella no cree que el Arenillero vuele. Ella dice que él monta bicicleta todos los días. ¡Mirá!, dice ella, ¡allá va! Yo volteo a ver la calle y sí, en efecto, miro que un viejo, como de cincuenta y cuatro años (mi edad), pedalea como si lloviera y da vuelta en la esquina, ahí donde la mujer pone su puesto de arroz con leche.
El Arenillero tiene un ritmo diferente al mío. Él “funciona” a base de silencios y camina con ritmo de vuelo de gaviota. ¿Yo? Yo nunca he visto cómo vuela una gaviota y todo el día ando metido en el ruido del patio de la escuela, de los altavoces de las tiendas comerciales y de la plática de los mercaderes. A veces tengo cierta envidia del otro, del que escribe esta columna. Le tengo envidia porque él vive alejado de voces altisonantes. Tiene la capacidad que tenía la madre Sara de “salir del aire”. La madre usaba un aparato en su oreja para oír. Cuando estaba fastidiada del rebumbio del salón, con niños trepados sobre los pupitres, ella le bajaba el sonido a su aparato y sonreía, agradecida, tal vez, con la llegada del silencio que es como un aleteo.
Y digo que tampoco soy Polo Polo porque él cuenta que asiste a reuniones y nunca falta el tipo que le pide que cuente un chiste. La otra tarde (¡Dios mío!), un compa, en una reunión, me pidió que yo le “contara” una Arenilla. Juro que así lo dijo, así lo pidió. ¿Qué podía decirle? Rió, levantó su vaso con güisqui y dijo, con voz de galleta de animalito, que le gustaba leer mi columna. Lo dijo como si yo fuera Espinoza Paz y él estuviera dispuesto a acompañarme con la guitarra.
Admiro a aquéllos que son uno con el creador. Yo, disculpen, soy dos: uno ¡el que escribe!, y otro ¡el niño que le gusta leer revistas de monitos y le gusta comer mangos ataulfo y se siente a gusto cuando está solo, solo!