miércoles, 7 de marzo de 2012

GABRIEL Y JAVIER


Con mi abrazo afectuoso para Javier Aguilar.


Ayer celebramos el cumpleaños de Gabriel y el de Javier. El de Gabriel fue estruendoso; el de Javier más modesto. Gabriel, en medio de fastuosas celebraciones, cumplió 85 años. Javier, aún joven, cumplió 56.
Al festejo de Gabriel estuvo invitado todo mundo. El rostro de Gabriel es conocido en Londres, en París, en Cartagena, en México, en Tuxtla, en Tokio, en Comitán y en Chamula. Millones de lectores han leído sus “Cien años de soledad”. A mí (disculpen), me gusta el título inglés de su novela más aclamada: “One hundred years of solitude”. Me gusta cómo suena el “solitude”. Como que le quita un poco de carga a la palabra española: soledad. Mario, con quien viví en la misma casa, cuando era estudiante de la UNAM, en la ciudad de México, le decía “Tía Solitude” a la dueña de la casa. Hoy entiendo que Mario, también, prefería la palabra inglesa.
Soledad es, tal vez, la palabra más triste de la lengua española. Siempre que escucho la palabra recuerdo la anécdota que me contaba Efraín acerca de su abuelo. Me contaba que cuando llegaba a la finca del tío Roberto, trepado en un caballo flaco, olía el excremento de las vacas y de los toros que estaban guardados en un corral de piedras. Al llegar a la casa grande, se bajaba del caballo y antes de saludar a los tíos o de lavarse las manos para ir a la cocina a desayunar el caldo de gallina de rancho, corría a la bodega donde guardaban el maíz. Empujaba la puerta y miraba el delgado hilo de luz que se colaba por un ventanillo superior y que era la única línea que iluminaba el interior húmedo del cuarto. “Abuelo”, decía en voz baja y seguía caminando por en medio de la penumbra. Siempre (me contaba) oía la voz de tiuca del viejo que le decía su nombre y lo esperaba con los brazos abiertos y el olor a mierda que siempre tenía embarrado en su silla de ruedas. Yo le preguntaba a Efraín porqué permitían que el abuelo estuviera abandonado como un objeto. En estos tiempos alguien acudiría a Derechos Humanos a denunciar este maltrato y meterían a la cárcel al tío Roberto, pero en ese tiempo ¡qué esperanza!
Ayer, a la hora que me uní al festejo de Gabriel y abrí el libro “Doce cuentos peregrinos” y leí el cuento: “Sólo vine a hablar por teléfono” y, al lado de la ventana, viendo las orquídeas, alcé mi vaso de agua en honor a Gabriel, pensé en el abuelo de Efraín y supe que él encarnó, quién sabe cuántos años, la palabra ¡soledad!
Pensé en Gabriel y no pude evitar pensar en lo solo que debe sentirse el hombre que es festejado en todo el mundo por millones de lectores. ¿Cómo será ser festejado en medio de tanto polvo, de tantos árboles secos y tantos cadáveres que se levantan a media noche a buscar objetos extraviados hace mil años?
Javier fue festejado de manera modesta. Él (no sé si en algún momento leyó “Cien años de soledad”) fue, en su adolescencia, un voraz lector de esos libros de cuarto de página que pertenecían a la Colección Marcial Lafuente Estefania, que narraban historias de vaqueros del Oeste. Siempre llevaba un librincillo de esos en la bolsa de su pantalón. Tal vez por esto, la vida de Javier ha transcurrido en paisajes menos solitarios, menos Garciamarquianos. Los paisajes de Javier han estado llenos de polvo, de un sol intenso y de balaceras. Pero, también, han estado llenos de cantinas donde entran los vaqueros desplazando las puertas abatibles y donde, al lado del pianista, están las coristas, con sus vestidos rojos y sus polleras blancas que ofrecen la posibilidad de subir al segundo piso, a través de escaleras endebles de madera, para entrar a un cuarto en donde, ellas, le quitan al hombre esa cáscara de soledad que es como la tiña, que es como el abrigo permanente. El cumpleaños de Javier fue celebrado de manera más modesta que el de Gabriel. ¡Cien años de luz para el escritor! ¡Cien años de luz para mi amigo!