sábado, 16 de junio de 2012

CARTA A MARIANA, CON CARAMBOLA DE TRES BANDAS





Querida Mariana: ¿es válido preguntar por qué el paño de las mesas de billar es de color verde? El gran artista Gabriel Orozco diseñó una mesa de billar ¡circular!, pero le dejó el color verde del paño. En los años setenta, los estudiantes de la prepa íbamos al billar “Nevelandia”. El billar estaba al fondo de la nevería. Mientras las niñas bonitas tomaban un helado de limón, nosotros, los hombres, jugábamos billar, algunos “pul” y otros carambola. En ese tiempo no era costumbre que las mujeres entraran a los billares.
¿Por qué el paño de las mesas de billar no es de color negro, por ejemplo?
El billar, en los años setenta, era considerado, por los adultos, como la antesala del infierno. Los billaristas eran mal vistos, porque en el billar aparecían las apuestas y los jugadores fumaban, fumaban mucho. Todo parecía que estaba diseñado para ello. ¿Vos has estado cerca de una mesa de billar? Bueno, pues resulta que en las bandas, forradas de madera, hay ceniceros estratégicamente colocados. El billarista prendía su cigarro, daba una fumada y luego, mientras echaba tiza a la punta del taco, dejaba el cigarro en el cenicero. Los ceniceros estaban junto a los diamantes (que son puntitos de concha de nácar que sirven como puntos de referencia).
¿Por qué el paño de las mesas es de paño y no de otra tela, digamos, seda? ¿No se desplazarían mejor las bolas de marfil a través de una superficie de seda?
Yo iba al billar (a escondidas de mi mamá). Iba porque me emocionaba lo que ahí sucedía. Al entrar cerraba los ojos, no porque el humo del cigarro me molestara (yo también era un gran fumador), cerraba los ojos porque me fascinaba escuchar los ruidos que sólo un billar crea: el sonido de avalancha de las bolas en el pul y el sonido de viento de las bolas en la carambola. Querida mía, hasta en los juegos más elementales hay clases. Es una pena, pero así es. Por esto se dice que el tenis es un deporte para príncipes y el fútbol soccer (huy, a ver si no se enoja el Quique y compañía) es para clases sociales menos prestigiosas (la hija de Peña Nieto diría que es para la prole). Bueno, pues en el billar también hay clases, la broza juega pul y los más finos juegan carambola. La carambola exige un esfuerzo mental superior al del pul. Por esto digo que el jugador de pul mete un mazazo violento, mientras el jugador de carambola necesita hacer cálculos mentales sutiles (los diamantes son más requeridos por los jugadores de carambola que por los de pul, tal vez por esto los jugadores de pul nunca tienen paga para adquirir diamantes).
Permanecía con los ojos cerrados por un instante, maravillado con los ruidos de las bolas y con el sonido preciso que hace el jugador de carambola a la hora que, con el taco, mueve el marcador. Me encantaba el sonido del taco al desplazar la ficha de marcación sobre el alambre. ¡Ah, Mariana, el mundo de un billar es único!
¿Por qué el marcador de carambolas está diseñado especialmente para que hagás uso del taco? El alambre está colocado a una altura en donde no podés contabilizar con la mano (a menos que tengás la altura de mi amigo Luis Ortiz Gutiérrez).
Permanecía con los ojos cerrados para empaparme de esa niebla de humo que era parte consustancial del billar. Cuando abría los ojos me encantaba ver las lámparas que, a una determinada altura, estaban colocadas a mitad de las mesas. El haz que las lámparas proyectaban iluminaba sólo a las mesas, esto creaba una penumbra en donde las caras de los amigos se escondían detrás de las nubes del humo del cigarro. ¡Todo era como una película de cine negro!
El billar de “Nevelandia” era, por esencia, un billar para jóvenes. Los estudiantes de la preparatoria lo frecuentábamos a la hora del receso o cuando nos íbamos de pinta a la hora de la clase del Maestro Javier Flores Torres (¡uh, Historia de México, que aburrimiento!) o a la hora de la clase del Licenciado Roberto Solís (¡clases de Derecho! ¿A quién le importaba saber que el artículo treinta y dos habla de quién sabe qué?). Ya podés imaginar entonces, niña querida, el río de palabras que era el billar. La mentada y el albur estaban a la orden del día. “¡Chingue a su madre!”, era la ola menos violenta que aparecía a la hora que el jugador de pul fallaba y no metía la ocho en la buchaca. El juego verbal que se da en los billares es un prodigio de frontón donde la palabra (según Octavio Paz) va de una pared a otra y provoca enojos, risotadas y, en no pocas ocasiones, reflexiones que sirven para toda la vida.
No sé por qué, pero uno de los recuerdos más vívidos que tengo de ese billar es el mingitorio lleno de cáscaras de limón. El mingitorio estaba instalado en un esquinero. A mí siempre me dio pena orinar en medio de tanta gente, pero al final las ganas me “ganaban” y luego, la mera verdad, nadie miraba hacia el mingitorio, todo mundo estaba pendiente de los juegos. La primera vez que oriné llamó mi atención el canal de cemento, apenas mojado por un tubito con hoyos en donde el agua goteaba. Pensé que algún malcriado había tirado las cáscaras como si el mingitorio fuese un basurero. Ya luego el coime nos explicó, a Pedro y a mí, que las cáscaras de limón las usaban para contrarrestar el hedor de los orines. ¡Pucha, qué maravilla! El Pedro entonces bromeó y dijo que le pusiéramos cáscaras de limón a Martha (esto porque la ropa de ella siempre expedía un “chuquij”, como si se orinara en la cama).
Me fascinaba el ambiente del billar. Tal vez fue ahí, sólo tal vez, donde descubrí el prodigio de la palabra. Esa capacidad que tiene la palabra para contener tantos significados. Descubrí que la palabra es un río y que sus aguas son las más excelsas para sumergirse y no ahogarse jamás. En el billar, como si la vida fuese una nube sencilla, oí la palabra tiza, la palabra taco, la palabra buchaca, la palabra bola y, a partir de ahí, los niños malcriados me enseñaron que la palabra, igual que el billar, es un juego maravilloso. “Prestame tu buchaca para mis bolas”, le decía Joaquín a su novia y ella le decía a él que era un pendejo y Joaquín reía y todos sus amigos lo celebraban. ¿Podés imaginar la impresión que tuve el primer día que entré a un billar y Raúl me dijo que tomara un taco? Como siempre he sido lento para el aprendizaje, fue necesario que él me llevara al dispensador y me dijera que esa vara cilíndrica de madera se llamaba taco y luego, siguiendo el prodigio, dijo “ya tacostumbrarás”. ¡Ah, ah!, pensé que el billar era un sitio donde las palabras, igual que las bolas, rodaban felices, sin ataduras. Tiempo después (no mucho después) descubrí también que en la cantina se daba ese prodigio de la palabra y entonces me volví un billarista y, de paso, un bolo (¡qué pena!).
Cuando un jugador tiraba fuerte, a veces, una bola caía y estrellaba el mosaico y el prodigio de la estrella en el piso aparecía. De inmediato toda la flota gritaba: “¡mudo, pendejo!”, y la risa era como una carambola de tres bandas que rebotaba en las paredes. A veces, el jugador inexperto no calculaba bien y en lugar de pegarle a la bola se le iba el taco y se escuchaba un zziiiiizzz donde la tela era rasgada: “¡mudo, pendejo!”. El coime corría y amenazaba al jugador, mientras éste se comprometía a pagar el costo. Porque, Mariana marfil, el paño debe cambiarse, no admite remiendos. La mesa de billar debe estar limpísima, no acepta la mínima migaja, para que la bola corra bien y no tenga algún salto. La palabra, por el contrario, no se constriñe a la tersura del paño, siempre está en búsqueda de esa piedra que la hace brincar como si fuese niña saltando la cuerda. La palabra corre por todos los campos y sus paños son de todos colores. El paño de la mesa de billar sólo admite el color verde, el color de la vida. Es el augurio de que en el billar la vida corre sin preocupación.
El otro día entré a un billar en La Pila. Tenía añísimos sin entrar a un billar. Sólo estaba el dueño, sólo se escuchaba el sonido del agua al caer de los chorros. El dueño dormitaba en una silla plegadiza. El aire del local era limpio. ¿Había un mingitorio con cáscaras de limón? El dueño abrió los ojos y preguntó qué deseaba. Yo titubeé, ¿qué podía decirle? ¿Decirle que andaba pepenando sonidos y silencios antiguos? Balbuceé: “Nada” y luego le pregunté si su billar tenía un nombre. “Claro -dijo él- se llama Casino Fronterizo” y cuando vio mi cara de asombro me contó que él se llama Antonio Enoch Gómez García y que los billares fueron, originalmente, propiedad de don Caralampio Flores y cuando se refirió a él lo llamó “mi viejito” y supe que ahí, en el corazón y mente de don Antonio Enoch, habita una gran historia de los billares en Comitán, ¡una gran historia de la Historia de este pueblo!
Quedé de regresar con don Antonio Enoch, quedé de regresar para platicar con él, para seguir pepenando esas pepitas de oro que conforman nuestra identidad.
Del tiempo que te cuento, de cuando fui adolescente, hay cosas rescatables que me llenan de pena: el billar era un lugar prohibido para mujeres y un lugar lleno de humo de cigarro. Los papás nos regañaban y nos llamaban vagos porque, en lugar de estar en la escuela, andábamos perdiendo el tiempo en la antesala del infierno. Hoy los tiempos son otros, muchas muchachas bonitas juegan y el billar está considerado como un deporte. ¿Sabés cuántos kilómetros recorre un jugador en una partida, al estarle dando vueltas y vueltas a la mesa? ¿Sabés el ejercicio mental que realiza un billarista al agacharse y colocar las manos al ras de la mesa para ver qué efecto debe darle a la bola y ésta golpee a las otras dos a fin de que el jugador celebre una carambola de tres bandas?

Pd. Amada mía, el billar de “Nevelandia” ya no existe. Zozobró, como El Titanic, la tarde en que tiraron la manzana frente al parque central. El Casino Fronterizo también estuvo una temporada en la manzana de la discordia, pero este billar resistió, se cambió a otros lugares y ahora, ¡bendita la hora!, está en la esquina de la calle que se llama “El Resbalón”, en el barrio de La Pila. En esta historia encuentro un símbolo, un símbolo de permanencia, un poco como si alguien o algo nos quisiera decir que el destino de las cosas no es el extravío o la muerte, sino al contrario. El Casino Fronterizo sigue tan campante porque sus mesas tienen el paño del color de la vida: ¡el verde!
¿Por qué el color del paño de las mesas de billar tiene que ser verde? La respuesta no es producto de la casualidad. Los expertos dicen que el color de la pelota de tenis es del color que es porque es el más adecuado para la visión de los tenistas; de igual manera, el color de las aulas es del color más apropiado para la visión de los alumnos. Por esto el paño es verde, porque este color otorga la armonía necesaria para que el billarista se sienta bien y disfrute la generosidad de la vida.
Los alumnos de la prepa llegábamos al billar, prendíamos un cigarro (¡qué pena!) y gritábamos: “Bolas, coime”. De inmediato algún travieso albureaba: “Me sobas” y el coime corría a colocar las bolas. Siempre que pienso en el origen del universo creo que los dados de Dios los jugó en un espacio similar, un lugar donde los planetas son como las bolas de marfil y Él juega carambola de tres bandas.