miércoles, 6 de junio de 2012

PARA CUANDO HACE FALTA UN COLOR SIN VIENTO





A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como puestos en la calle, y mujeres que son como locales en plaza comercial.
La mujer puesto de la calle siempre tiene como cielo un lienzo de plástico, de color azul, rojo o amarillo, como si el techo de su mundo fuese una bandera de partido político. Recorre las calles con un cansancio de rana a mitad de la noche. Practica el diálogo corto y siempre está en búsqueda del ahorro del idioma; sabe que la palabra no es mercancía en venta.
Sus ojos son un cartel más para la contaminación visual que asfixia al caminante; su cuerpo es un cerillo en medio del smog. A veces se para frente a un aparador donde hay maniquíes y descubre que su sonrisa es como una cinta de carnicería a las seis de la tarde, a esa hora en que la carne comienza a emanar un olor de esquina en madrugada.
A veces, mientras coloca su puesto, piensa que no es ella la que ofrece mercancías sino los otros, los que caminan apresurados; entonces juega, juega a que los otros gritan las ofertas del día: “Llévela, llévela, tengo una prisa para las macetas de su corredor”; “Bufandas, bufandas, bufandas para ahorcar el frío de la garganta, llévelas, dos por uno”; “Güerito, güerito, chamorros para disfrazar el sinsentido de la vida, vamos, anímate”. Los caminantes ofrecen cientos de mercancías: las niñas de uniforme con las piernas al descubierto ofrecen migajas de luz; los hombres con portafolios ofrecen tiras de desaliento; las señoras, con velo sobre la cabeza, ofrecen luces disecadas. Hay mujeres que venden tatuajes para el corazón, hombres que ofrecen gaviotas para el descanso del lago; niñas que, en oferta, ofrecen ojos de agua para la luna; y canarios que cantan sueños sin gangrena.
Echa de menos las tardes en que, siendo niña, trepaba sobre los árboles que tenían el sabor del limón con frambuesa; echa de menos el lado izquierdo de la nostalgia; echa de menos la vela donde se humedecen las huellas de todos los migrantes. Pero, también, echa de más la lluvia que se deshace sobre el cielo de los viejos; echa de más la luz que se apaga cuando una niña brinca sobre los charcos; echa de más las letras que se quedan detenidas en todos los letreros de una estación de trenes.
Cuando llueve sobre los ladrillos, ella juega a pescar las líneas de adobe; cuando llueve sobre gotas de mar, ella sonríe con luz de marfil.
A veces, los policías, que se creen Jesús, la azotan y la corren del templo. Ella, entonces, se convierte en “torera” y amarra sus sueños al campanario del templo del deseo. Se sienta sobre una silla de madera, una silla tan pequeña como la que tenía cuando jugaba a la comidita en el patio central de la casa de la abuela.
Más que juegos de mesa, le gustan juegos de silla. Se sienta, abre sus piernas y provoca a su amante, lo provoca para que juegue a los dados o a las serpientes y escaleras. Y él, amoroso, flama de vela, dice que para subir a su cielo se necesita “una escalera grande y otra chiquita” y sube los peldaños, poco a poco, como si todo fuese un concierto de guitarra o una excursión a la cima más caliente del cuerpo.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como miradas en ventana y mujeres que son como pasos a mitad de la puerta.