lunes, 4 de junio de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL CIELO TIENE UN HUECO POR DONDE PASA LA LUZ





Querida Mariana: Quique me envió un mensaje: “Doña Rome ¡murió!”. En Comitán era la primera tarde iluminada, después de tres tardes lluviosas. Esa tarde el cielo era como el cristal de una ventana recién lavada. Las tres anteriores habían sido como mantos de luto. Y sin embargo, esa tarde luminosa el manto negro apareció de pronto, así como asoman las nubes negras por el rumbo de Las Margaritas antes de que el “pencazo” de agua se suelte sobre las calles de Comitán. Luego otro mensaje: “Está en Funerales Figueroa”.
En los años setenta, los estudiantes comitecos que estudiaban en la ciudad de México vivían en la casa de Doña Rome Aranda de Gómez. Su casa era la casa de los comitecos, ¡ella era la casa!
Tres tardes llovió en Comitán. Llovió con tormenta eléctrica. A distancia, por encima de las montañas, veíamos las nubes negras y los rayos y luego nos agazapamos en las casas mientras la lluvia se deshacía sobre los tejados. ¡La casa nos protege siempre de las nubes negras!
Ella, señora bonita, era la casa de nosotros en aquella ciudad enorme. ¿Qué hace el niño en medio de un bosque, a media noche, en donde los ruidos pueden ser aves que buscan su nido o lobos rasgando los troncos de los árboles? ¿Qué hace? ¿Se queda paralizado, temblando, sintiendo el agua fría del miedo o corre en busca de la luz, gritando: “¡mamita, mamita!”? Doña Rome fue la casa, fue el fogón para los miedos de decenas de estudiantes comitecos radicados en el Distrito Federal.
Porque la vida, querida Mariana, es como una lluvia con rayos y truenos. La vida, niña querida, es el destello en la sábana del cielo y luego el estruendo del rayo que quema troncos, nidos de pájaros, lobos y, a veces, corazones de hombres. Mi mamá le teme a las tardes donde todo es luminoso y, de pronto, asoman los rayos “en seco”.
Esa tarde, el mensaje de Quique fue ese deslumbre en medio de la tarde sosegada. Ya después, siempre lo sabemos, acudirá el trueno. No sabemos bien cuándo nos cae el veinte. Una tarde, después de muchas de ocurrido el deslumbre, nos llega el brutal sonido del trueno, ese ruido que hace temblar a los cristales de las ventanas de nuestra casa. Ella, doña Rome, era nuestra casa, era el cristal limpio en medio del bosque.
La luz siempre camina más veloz que el sonido, por esto, por esto, niña mía, doña Rome siempre se nos adelantó en su flama. La recuerdo a la hora de la comida, a la hora en que cinco o seis de sus huéspedes esperamos, sentados ante la mesa, los platos. Ella, con un mandil a cuadros, blancos y negros, con la sonrisa de tiuca, nos sirve chiles rellenos. Ese día tarda en servir la jarra de agua de limón, tarda tanto que Ramiro De la Fuente dice: “Doña Rome, falta el agua” y ella, ardillita traviesa, dice: “¿Qué? ¿Te atragantaste con el chile?” y aparece, sol en tarde luminosa, con la jarra de agua y ríe y nosotros hacemos lo mismo, porque ella es el corazón de todos nosotros, ella es nuestra casa, ella es nuestra mamá en aquella ciudad, donde estamos tan lejos de nuestras casas, de nuestros cielos, de nuestros corazones, de nuestras mamás. Reímos con mamá Rome y somos pajaritos sin alas y abrimos el pico y ella, amorosa, nos da su flama, como si fuéramos un fogón. Son tiempos en que su destello ilumina nuestros cielos. Hace apenas dos o tres tardes el mensaje de Quique trajo el trueno a nuestro corazón. ¡Ah, siempre el sonido tarda en alcanzar la luz! Fue un simple mensaje: “Doña Rome, ¡murió!”, y un pedazo de cielo se rasgó, a pesar de que esa tarde no llovió.