viernes, 1 de junio de 2012


POR DEBAJO DE TODOS LOS SONIDOS DEL MUNDO

No puedo precisar el día que llegan. Disculpen ustedes, muchas cosas las advierto sólo cuando ya tienen tiempo de haber iniciado. La cosa es que un día (o una tarde) al abrir la ventana de mi cuarto oigo un murmullo como de río en cámara lenta. ¡Sé que ya llegaron! A partir de ahí se me presentan durante todo el día, incluso a la hora que regreso a casa después del trabajo. Soy feliz mientras los oigo. Sé que ellos no duermen, durante la mañana y la tarde hacen un estruendo como coro de pajaritos en busca de la fronda de los árboles y en la noche es como un siseo apenas perceptible. ¡Nunca duermen!
La primera vez que escuché hablar de ellos fue en boca de mi abuelita Esperanza. Una mañana (no sé, tendría yo cinco o seis años) estaba en el sitio de la casa jugando soldaditos cuando miré que mi abuela se paraba debajo del árbol de durazno y se reclinaba contra el tronco. Yo seguí jugando, pero como dicen, estuve con un ojo al gato y con otro al garabato. De pronto, el garabato me llamó y yo dejé el gato. Abracé a mi abuela (que siempre olía como cuarto encerrado) y ella me cerró los ojos con sus manos y me dijo que yo escuchara. Al principio no oí más que el ruido que hacía el hombre al amontonar la madera que mi mamá usaba para alimentar el fogón (el hombre me contaba historias fantásticas, una que nunca he olvidado es que él había trabajado en los Campos de Concentración en el mismo oficio. En ese tiempo yo escuchaba fascinado sus historias pero no las comprendía. Hoy la misma fascinación me atrapa, pero no creo que hayan sido historias reales. ¿Cómo él iba a trabajar en los Campos de Concentración? A veces una grieta se hace en mi memoria y escucho que él, indio tojolabal, me dice que, de lejos, vio a Hitler. ¡No, no! Era un mentiroso, sin duda); luego oí un sonido agradable, como de viento abriendo un hueco en la tierra, como topo. Le dije a mi abuela y ella: “Sshhhh, callate, son los hilitos de agua que nadan debajo de la tierra”, y yo: “¡Ah!”, fascinado con ese descubrimiento. Así estuvimos como media hora, yo con los ojos cerrados por las tenazas de mi abuela, con las corvas casi a punto de calambre, con ganas de orinar. Ella: “¿Los oyes?”, y yo: “¿Qué?”. Ella: “¡Ah, muchachito mudenco!”, y yo: “¿Qué, abuelita, qué, qué debo oír?”. Ella: “Callate, muchachito de porra, ¿cómo querés oír si estás como chachalaca?”, y yo me callaba y trataba de oír. En esa ocasión sólo escuché “los hilitos de agua que nadan debajo de la tierra”.
Dos o tres veces más la abuela intentó pasarme el secreto, pero yo nada más ¡no! Por más que ponía empeño me ganaban los otros ruidos de la casa: los trastes al caer, las voces de grieta de mi abuelo, un vaso de cristal contra el piso, la franela a la hora de trapear, el sonido de las sábanas a la hora de extenderlas para dormir, las cucarachas adentro de la alacena, la campana de la escuela a la hora del recreo, la algarabía de los niños a la salida de clases, los pasos de Sara (la sirvienta) a la hora que me llevaba a misa.
Mi abuela murió y el día de su entierro ¡por fin! Mientras las señoras rezaban el “Santa María, Madre de Dios…”, yo sentí sus manos sobre mis ojos y los cerré. Primero oí el aire del calor de las veladoras, oí el cansancio de la cera a la hora que se deshacía; luego oí cómo los tallos de las flores se quebraban al doblar la cabeza dispuestas al sueño; luego algo como un silencio infinito apareció y luego, luego, llegaron ellos con sus ruiditos, con sus cuchicheos. Los oí por encima de los rezos de las amigas de la abuela. ¡Los oí con la intensidad que la abuela hubiese deseado! Sentí mucha tristeza porque ya no podía decirle a la abuela que los estaba oyendo. ¡Sí, ahí estaban! ¡No podía verlos, pero los oía con mucha claridad! Desde entonces los oigo en temporada. Nunca sé con precisión el día que llegan, pero de pronto el sonido se va aclarando, como se aclara el cielo en la madrugada.
Cuando los oigo me siento bien, pero una hoja de nostalgia y tristeza aparece porque mi abuela ya no está para decirle que ¡los oigo! A ella le hubiese dado gusto saber que oigo esa herencia que tardé en pepenar. Además siempre me corroe el alma nunca haberle preguntado si ella alcanzaba a verlos. Yo no los veo, apenas los oigo. Un día, abro la ventana y algo en mi corazón me dice que ya se fueron. A veces pienso que son como esas aves que migran, a veces pienso que son como la primavera o como el otoño. Un día, abro la ventana y ya no los oigo. ¿A dónde van? ¿Acaso hibernan?