sábado, 30 de junio de 2012

CARTA A MARIANA, CON OREJA, PERO SIN RABO




Querida Mariana: admiro a los hombres que salen en busca de la vida y le meten el pie y la invitan a brincar la cuerda. Sabés que a mí me cuesta trabajo adaptarme a la vida. Ésta me llega como un balde de agua y -me conocés- no me gusta mojarme.
Cuando fui joven no tuve novia porque me daba pena acercarme a la niña que me gustaba. ¿Cómo acercarme a ella, si siempre estaba rodeada de amigos y todos chanceaban muy a gusto? Me daba pena quitarla de su alegría. Yo, ¿qué podía platicar? Me resulta muy difícil hablar de lo que hablan los demás. Ya Quique me dijo el otro día que soy extraterrestre. Tal vez me lo dijo porque cuando estudiábamos en la Universidad nos gustaba leer todo lo que tenía que ver con la ufología y éramos fanáticos de las teorías “marcianas” de Erick Von Däniken. Mis amigos adolescentes hablaban de los Beatles y cantaban sus canciones, en inglés. Yo no podía hablar de Los Beatles, porque nunca estuve al tanto de los ritmos de moda; no podía hablar de algún deporte, porque nunca los he practicado. Podía (esto sí) hablar de libros, pero ¿quién de las niñas de esos tiempos tenía interés por libros? A la mayoría de niñas de hoy tampoco le gusta hablar de libros. A las niñas de aquellos tiempos les interesaba la novedad, lo sorprendente, lo que olía a vida y, la mera verdad, yo era un chavo apocado, casi tímido. Me gustaba sentarme en una banca del parque, comer un helado, mirar el paso de las horas, con un libro en las manos.
Soy tan tímido que dudo a la hora de comprar un chunche. ¿Entrar a una tienda para comprar un suéter o un pantalón? ¡No, jamás! Bueno, con decirte que hasta el acto de cortarme el cabello se me vuelve una tragedia, de tal hondura que las historias de Sófocles ¡se quedan chiquitías!
Quienes saben de la vida dicen que muchos de nuestros complejos y de nuestros deseos provienen de nuestra infancia. Los primeros años nos marcan como si fuésemos toros y vacas en yerra (perdón por la comparación, pido perdón a vacas y toros). Por esto me provoca angustia cuando veo que un perro asusta a un niño de año y medio o cuando veo que un adulto maltrata a un niño de escasos meses de vida. ¿Qué piedras cargarán estos niños cuando crezcan? ¿Cómo se puede borrar el color oscuro de las nubes negras?
No obstante, a pesar de que es un pesar el corte de cabello, las peluquerías me seducen. Ver sus paredes llenas de espejos ¡me maravilla! Asimismo me provoca una gran alegría ver esos anuncios cilíndricos que son como dulces enormes con franjas rojas, azules y blancas. ¿A quién se le ocurrió simbolizar la peluquería con esos cilindros que llevan los colores de la bandera francesa? ¿Has pensado alguna vez que las peluquerías son como sucursales light de la Santa Inquisición? Todos los chunches que ahí están sirven para ¡cortar! ¡Dios mío! Basta ver la colección de navajas y tijeras sobre la mesa para sentirse agua puerca en batea de cuch. Hay personas que se sientan en un sillón de barbero, cierran los ojos y dormitan como niños inocentes. ¿No sienten un hilo de temor a la hora que el barbero desliza la navaja sobre su garganta a la hora de rasurarlo? ¿Qué pasaría si a esa hora un niño travieso entra y suelta un racimo de triques prendidos? ¿Qué pasaría si el peluquero se espanta y mueve las manos en movimiento automático? ¿Soltaría la navaja o, en la confusión, haría un ligero movimiento de más sobre la garganta del cliente? ¡No, no, qué miedo! Yo, por esto y por mucho más, no dejo que me rasuren. Lo más que permito es que, con una tijera, peine y maquinita me despunten tantito, tantito, no más.
Hace años leí un cuento de Vladimir Nabokov (el prodigioso escritor, autor de la novela “Lolita”). El cuento narra la historia de un barbero de Berlín. El barbero es un exiliado ruso. Un cliente llega, se sienta y, mientras le corta la barba, el barbero comienza a pensar en dónde conoció a su cliente, porque se le hace conocido, sí, ¡conocido! ¡Eureka, el cliente es el mismo policía ruso que lo torturó hace muchos años en su patria! Ahora lo tiene ahí, al alcance de la navaja. ¡Uf, conforme avanzaba en la lectura sentía en mi garganta el desasosiego! Hagamos un juego de imaginación, sólo por jugar: imaginá a la dueña de una estética que tiene enfrente, sentado en el sillón, al hombre que la violó hace muchos años, cuando ella tenía catorce años. ¿Cuál sería su pensamiento a la hora de cortarle la barba con una navaja filosísima? ¡Uf! ¡Uf! El cuento de Nabokov es excelso. Claro, vos sabés que él es un gran escritor. ¿En qué acaba el cuento? ¡Ah, saber! Conseguilo y leelo. Lo disfrutarás enormemente. El cuento se llama: “Navaja” y lo podés encontrar en el Internet.
Por todo esto, las peluquerías me provocan una mezcla de seducción y pánico. No me gusta ver chunches filosos.
De niño nunca asistí a una peluquería. El maestro peluquero iba a mi casa. En uno de los corredores de la casa, dos empleados de mi papá colocaban una mesa de madera y encima una pequeña silla donde yo me sentaba. El Maestro Armando Aguilar Domínguez, dueño de la peluquería “Varón Dandy” (quien, gracias a Dios aún vive y sigue ejerciendo su oficio) me cortaba el cabello. El otro día que fui a cortarme el cabello con él, me dijo: “Dos eran los que más lata me daban: Alex, el hijo del maestro Óscar Bonifaz y tú”. ¿Por qué?, pregunté. Rió y no me contestó, pero yo deduzco que lloraba y pataleaba y vos sabés que el oficio exige una especie de docilidad. Si uno se mueve tantito la punta de la tijera puede herirnos. No sé por qué (bueno, sí lo sé), la peluquería siempre la he relacionado con la sangre.
Tengo pocos afectos. Sólo me doy con gente de mucha confianza. Como mi carácter está lleno de complejos no puedo cortarme el cabello en cualquier peluquería. Cuando viví en Puebla fue necesario que Paty le entrara al oficio porque no hallé a alguien que me inspirara confianza. ¡Ay, lamenté tanto estar lejos de mi gente, lejos del cariño de mi maestro Armando! El primer día que Paty me cortó el cabello, saqué una silla y la coloqué a mitad del patio breve, ella me puso una toalla sobre la espalda y comenzó su labor. En dos ocasiones me regañó porque me moví y estuvo a punto de cortar “oreja” en su debut taurino. Con el tiempo ella mejoró en el arte de Fígaro y yo, entre que Fígaro sí, Fígaro no, me volví dócil a sus dictados.
Al regresar a Comitán lo primero que hice fue correr al Mercado Primero de Mayo a tomar un vaso de jocoatol y, acto seguido, corrí con rumbo a la casa de don Mario Kánter, porque en uno de los locales, mi amiga María de Lourdes Villatoro López, la esteticista de “La Central”, tiene su peluquería. ¡Por favor, le dije, dame una rebajadita! María de Lourdes fue mi “peluquera de confianza” en los últimos años de los noventa.
Ahora volví a encontrar a mi maestro Armando, pero a veces su local está cerrado (me dicen que va a su rancho); entonces busco el cobijo de mi amiga Lourdes y me siento a gusto (hasta donde la tragedia de cortarme el cabello me lo permite). Si no están disponibles el maestro Armando o mi amiga Lourdes entonces voy con el maestro Alfredo Aguilar Aguilar (quien heredó el nombre de “Varón Dandy”, porque trabajó con el maestro Armando).
Con mi maestro Armando disfrutó la plática, porque me cuenta de la vez que acompañó a mi papá en un viaje a San Cristóbal. Me dice que fue amigo de mi papá y a mí esto me llena de luz. Cuando alguien habla de manera afectuosa de mi padre es como si cubrieran mi corazón con hierba buena. Lourdes me pregunta acerca del programa de radio o de mis colaboraciones en el periódico y me dice que aún no ha terminado de leer el texto más reciente. Yo sonrío y luego le pregunto por su hija y ella me dice que ya estudia en la Universidad. Así la pasamos, mientras ella quita el cabello sobrante y yo, poco a poco, voy apropiándome del Síndrome de Sansón y me siento casi desnudo. No lo vayás a contar, fui feliz en los años setenta, cuando asomó la moda del cabello largo en los hombres. ¡Ah, cómo gocé esos tiempos en que los peluqueros se quedaron casi sin chamba! Todos los chavos andábamos con las grandes melenas y nos sentíamos poderosos, capaces de superar todas las hazañas de Sansón. Íbamos a la peluquería cada semestre, en temporada de vacaciones y pedíamos al peluquero que sólo le diera “forma” a nuestra melena de león de la Metro Goldwyn Mayer.
Cuando voy a la “Varón Dandy”, con el maestro Alfredo, platico poco. Le pido que mueva la silla y la coloque de tal forma que yo vea la calle. ¡Ah, me encanta ver cómo la gente sube o baja por la calle! Al frente hay un terreno bardado. Por encima de la barda logro ver unos árboles. Me siento como si estuviese en la avenida Ignacio Zaragoza, de la ciudad de México. Ahí se encuentran las peluquerías que llaman “de a paisajito”. El peluquero coloca una silla a mitad del camellón y hasta ahí llegan los que desean un corte de pelo.
¡No, no confundás las cosas! Nunca me corté el cabello ahí, pero imagino la maravilla que significa sentarse a mitad del camellón y oír el tropel de los motores de todos los camiones y respirar las toneladas de smog que vomitan los tubos de escape de cientos de autos. ¿Qué platican esos peluqueros con sus clientes? Tal vez nada, porque el ruido no se los permite. Tal vez el peluquero sólo se dedica a hacer su labor y el cliente se dedica a mirar el paisaje que es como la antesala del infierno. Por esto, mi niña bonita, ¡por esto!, me gusta ir con el maestro Alfredo. Nada platico. Sólo me dedico a ver cómo los comitecos suben y bajan por esa calle. Y sé que es el tiempo el que sube y baja en interminable juego infantil. Mientras yo, como si estuviese en un parque, estoy sentado en una banca y descubro que en Comitán tengo tres peluqueros de confianza y me siento bien y doy gracias a Dios por esa bendición.

Pd. Lourdes dice que en diciembre y en temporada de graduaciones es cuando tiene más chamba (ahora se soba las manos, porque ya terminará el ciclo escolar). Se soba las manos porque recibirá paguita, pero también (en la noche, en su casa) debe sobarse los pies, porque, niña mía, es una gran joda la que llevan los peluqueros. ¿Cuántas horas permanecen de pie? ¿Cuánto tiempo dando vueltas en un pequeño espacio como si bailaran danzón en cuatro ladrillos? ¿Cómo si -perdón- estuvieran dando vueltas y vueltas alrededor de un trapiche? Lourdes dice que tiene más de veinte años en su local. ¿Cuál es la compensación del peluquero? Tal vez la capacidad de hacer cientos de amigos y escuchar cientos de historias. A mí me gustaría escribir una novela que tenga como escenarios dos o tres peluquerías. ¿Imaginás la cantidad de historias que ahí caminan todos los días? Tal vez ésta sea la compensación de la friega de estar parados todos los días: enterarse de primera mano de todo lo que sucede en Comitán. Los peluqueros son como sacerdotes donde los clientes llegan a confesarse y a confesar los pecados de los otros (y de paso echar un poquito de lodo a honras ajenas).
Me cuesta trabajo salir de mi casa y mirar de frente la cara de la vida. No siempre tiene un rostro amable. A veces me duele la muela y -¡Dios mío!- debo ir con el dentista; a veces el cabello crece de más y -¡Dios mío!- debo ir con el peluquero. ¡A veces no queda de otra, debe uno mojarse! Como no es posible eludir estos tormentos, cuando menos que sea con mi odontólogo de confianza (el doctor Álvarez Solís) y con mi peluquero de confianza (mi querido Maestro Armando, o con Lourdes o con Alfredo).