sábado, 23 de junio de 2012



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA TIUCA SIGUE CAMPANTE

Querida Mariana: ¿vos conociste a mi primo José Luis González Córdova? Él fue Director de la Escuela Preparatoria y fue un entusiasta investigador y salvaguarda de las raíces comitecas. ¡Ah, me provoca cierta tiricia hablar de él en pasado! Falleció joven. Hay seres que son así: el destino les reserva una salida emergente a medio vuelo. La vida es como un vuelo en avión, sin paracaídas. De pronto una puerta se abre en el piso y alguien cae en caída libre. Nosotros, los que seguimos en el vuelo, nos paramos y hacemos el intento por alcanzarlos, extendemos nuestros brazos para cogerlos de las manos, pero ellos abren los brazos y mientras caen sienten el viento y sonríen, satisfechos, por haber dado lo que dieron. Nosotros, los que nos quedamos, somos quienes lamentamos su ausencia física. Ellos ¡sonríen! Pepe suspendió el vuelo a la mitad de la jornada, pero nos dejó su luz: un importante legado a través de sus libros.
Fijate que yo tuve el privilegio de ser su editor. Una mañana de 2005, Pepe me llamó por teléfono. Yo radicaba en Puebla. Recuerdo que mientras hablábamos me paré en la ventana del local y miré el Popocatépetl que, en su cima, se derramaba como un río de marfil. Mi primo me dijo que deseaba imprimir un libro, que tenía el título de “Glosario (habla popular comiteca)”. En ese momento le dije que miraba el Popo, él sonrió y dijo: “Yo miro el Junchavín”.
Hay veces que basta una palabra para entender todo. Cuando la muchacha bonita nos dice: “sí”, nos dice todo. Esa mañana comprendí que en la palabra Popocatépetl y la palabra Junchavín estaba contenido el Todo. La primera es una voz náhuatl que significa: “Montaña que humea” (¡ah, qué bonito!) y la segunda es una voz maya que significa: “Guardián número uno”. Yo miraba la montaña que humea, mientras Pepe era bendecido por el guardián número uno.
Comprendí la riqueza que encierra cada palabra y el hueco que se forma en el universo cuando desaparece una de ellas. Algo muere en nuestro espíritu cuando una palabra se apaga, así como, dicen, se apagó el brillo del Pájaro Dodo. ¿Podés imaginar cómo sería nuestro mundo sin las palabras Popocatépetl y Junchavín? ¡Ah, esa terminación de atl en el náhuatl es como el borboteo de la luz al amanecer! ¡Se oye hermoso!
Entonces a Pepe le dije: “Ya sé qué estás haciendo: ¡mantenés la flama!”. Él sonrió. Hicimos trato y yo le edité su libro. Libro que luego (siempre de corazón generoso) él donó a la Cruz Roja para que la paga sirviera a prestar los servicios elementales de esa institución.
Sí, Mariana ajonjolí, Pepe luchó siempre por preservar nuestra esencia. Gracias a él ahora podemos decir que no estamos tuncos o cojos. Su libro rescata una serie de palabras que enriquecen nuestro lenguaje. Igual que Bonifaz, Pepe se convirtió en nuestro “guardián número uno”. ¡Ah!, si ahora estuviera acá lo invitaría a echarse una su cervecita bien fría y le diría: “¡Salud, vos, Junchavín González!”, y él sonreiría, gustoso de oír esa mezcla maya-española. Porque a final de cuentas eso fue lo que mi primo hizo: preservar los legados maya y español que conforman nuestro modo de hablar.
Ahora, mientras te escribo, mientras tomo un té de limón, mientras te pienso, tengo el libro de Pepe sobre la mesa, al lado de la lámpara. Lo abro y juego a que juego con vos: cierro los ojos y señalo con mi dedo una palabra, abro los ojos y encuentro la palabra “Maceta” y luego leo el significado: “En Comitán es uno de los nombres que se le da a la cabeza”, y sonrío, porque recuerdo cuando mi tía Elena nos recriminaba por subir al árbol de jocote, en su sitio: “Bájense de ahí, cabroncitos. Se van a romper la maceta”. Chalío bajaba contra su voluntad y, con cara de Chita, decía en voz baja, sólo para que lo oyéramos nosotros: “La madre es lo que le quisiera romper, vieja bruja”. Nosotros nada decíamos. ¿En cuántos lugares de Hispanoamérica maceta significa cabeza? No sé, pero no creo que en muchos, si no en todas partes encontraríamos letreros que dijeran: “Se venden tacos de maceta de cuch”. Y es que tampoco en todas partes al cerdo le llaman “cuch”. El libro de Pepe dice que, en Comitán, al puerco y al marrano le llamamos cuch. Ahora recuerdo a la misma tía servirnos marquesote con agua de temperante, pararse y meterle un manotazo al mismo Chalío y decirle: “Sos un cuch trompudo, cabrón”, cuando miraba que nuestro primo no se conformaba con un pedazo de marquesote y, con sus manos llenas de tierra y lodo, se llenaba la boca con otro pedazo. Al Chalío le encantaba hacer enojar a la tía y cuando recibía el manotazo escupía todo el pan sobre la mesa, como si fuese una regadera. Chalío y la tía no se llevaban bien. Hace como dos años, el Chalío y yo fuimos a la tumba de la tía, le llevamos flores. Lo vi llorar. “¡Ay, pinche Alex, no sabés cómo quise a la tía! ¡No sabés cuánta falta me hace!”, dijo y con rabia se limpió las lágrimas. Cuando le pregunté por qué la hacía enojar tanto, me dijo: “¿No te digo que la quería un chingo?”.
De niño iba a la casa de Pepe. El día de su cumpleaños, mi querida tía Bety, su mamá, me pedía que cantara. Yo era afinadito y me gustaba cantar esa que dice: “¿Por qué se fue, por qué murió, por qué el Señor me la quitó?”, una canción de los sesenta que cantaba César Costa, el de los mil suéteres. Yo me hacía del rogar, pero al final terminaba cediendo, porque sabía que, si a mi tía le hacía su gusto, ella terminaba dándome un pedazo de pastel más grande.
No recuerdo muchas cosas de mi niñez, soy como el escritor español Vila-Matas que reafirma no recordar su niñez (tal vez por esto él y yo escribimos, un poco para inventarnos lo que fuimos y así confirmar lo que somos o seremos algún día). Como no recuerdo mi niñez no tengo conciencia de la importancia que le concedía al lenguaje. Tal vez hablaba como respiraba. Parece que Pepe no fue así. Pepe tuvo conciencia, desde niño, del significado de la lengua en nuestro espíritu comiteco. Por esto pepenó palabras (bueno, tal vez debiera escribir “Pepesí” en lugar de pepenó). Un poco al estilo de Rosario Castellanos, “Pepepepenó” muchas piedritas lingüísticas en el rebozo de su nana. A la hora de la cena, a la hora de estar rodeando el fogón en espera de que se cocieran los frijoles en la olla de barro o hirviera el café, Pepe escuchó la voz arrecha de su nana y embarró en su corazón la cadencia y ritmo de nuestro dialecto. Porque Pepe tuvo un corazón ciento por ciento comiteco: ¡generoso e inteligente!
Los libros de Pepe no pueden conseguirse ya. Todos están agotados. Es una pena, porque sus libros deberían tener más difusión. ¿A quién le corresponde hacer otra edición de sus libros? ¿A su mamá, a su viuda, a sus hijos? ¡No sé, Marianita de lluvia, no sé! Pero, te juro que me gustaría ver en las librerías de Comitán (¿cuáles?) sus libros. Me gustaría que su “Glosario” fuese libro de texto en su querida Preparatoria, para que los muchachos recuperaran el gusto por hablar y oír nuestras palabras. Pepe, como buen comiteco, como buen hombre, hizo lo que tenía que hacer. Tal vez ahora a sus familiares corresponda dar el siguiente paso (un poco como lo hicieron los hijos de Armando Alfonzo al reimprimir “Sólo para comitecos”).
Abro el libro de Pepe y como si jugara con vos (como lo hicimos aquella tarde en tu casa) cierro los ojos, señalo con un dedo, abro los ojos y leo: “JONDEAR. Se utiliza este término cuando queremos deshacernos de alguien que está fregando; ejemplo: ya te di lo que querías ahora andá a jondear gatos de la cola”. ¿Mirás qué término tan bonito? ¡Jondear! Claro, el ejemplo es cruel. Eso de andar jondeando gatos de la cola no es recomendable. Los gatos son bellos. Vos tenés tu “Dugu” (qué nombre tan bonito) y nosotros, en casa, tenemos al “Misha” (lo trajimos de Puebla y nos acompaña ya desde hace diez años). El Misha también se acostumbró a mirar al Popo. Los domingos en las mañanas (día en que estaba cerrado el negocio), se subía a la ventana del local y desde ahí miraba los pájaros que jugaban en los árboles sembrados en el camellón. Imagino que también, de vez en vez, le echaba una mirada al volcán. El gato es blanco. Tal vez pensaba que el Popo era como la continuación de su pelaje, como su hermano mayor. Un gato enorme que, en lugar de maullar, saca las uñas de lava.
Juego con vos: “TZILÍN. Voz onomatopéyica al chocar entre sí dos copas o vasos de vidrio”. ¡Ah, qué maravilla! Las onomatopeyas nacen del sonido natural. Así oímos el choque de dos vasos: Tzilín, por esto, cuando bebemos nuestro trago decimos: “¡Hagamos tzilín tzilín!”. Esto te parecerá una bobera pero no lo es. En México el canto del gallo lo oímos como “kikirikí”. ¿Sabés cómo lo oyen los franceses? “cocorocó”. Esto es sólo un ejemplo de la diversidad y de la urgente necesidad de preservar nuestras voces únicas y originales.
Dije que me da tiricia pensar que mi primo murió joven. La tiricia es como un listón de tristeza, de nostalgia por saber que en el vuelo muchos amigos han ido en caída libre. Una tarde, también Miguel Román se nos fue por el agujero y no pudimos tenderle la mano.
Mientras tanto, nosotros, seguimos aventando el piolet en intento de llegar a la cumbre del Everest. Nos han dicho que el mayor prodigio de la vida es mirar el horizonte desde la montaña más alta de Nepal. Intentamos ubicar nuestro Tibet interior. Lo hacemos recordando a nuestros amigos, venerando a quienes aportaron su talento y su amor para hacer más digna esta tierra.

Pd. Nuestras palabras tienen sonidos y ritmos especiales. Sus sonidos están emparentados con las entradas de velas y flores, con los rezos, con los arguendes de los mercados y con los guateques. Acá tenemos maneras especiales de decir “Te amo”. Y digo que nuestro lenguaje está enredado en la manta de los tojolabales y en el dril de los cashlanes, porque cuando oímos el tren de la vida salimos a la puerta de la calle o nos paramos en el balcón y miramos a los grupos de fieles con sus banderas, con sus farolitos, con sus flores, con sus santos que llevan en andas y oímos el sonido del tambor y pito y sabemos que ese sonsonete nos va diciendo: “Te lo tenté, te lo tenté, tenía pelitos y me espanté”.
Mi niña bonita, los adultos quisiéramos que ustedes, los jóvenes, pepenaran estos diamantes. Así como nuestras montañas tienen sus nombres propios originales, de igual modo todos nuestros rasgos culturales están bordados con un hilo único. Comitán es un pueblo bendito porque está resguardado por Junchavín, “el guardián número uno”.