lunes, 29 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE PAVONEA EL QUETZAL

En Comitán le llaman “Cola de quetzal”. Acá está al centro de la fotografía. El contraste, disculpen ustedes, pareciera a propósito: la pared ¡blanca!, y el piso ¡rojo! Suena a bandera mexicana. A pesar de que el quetzal es el símbolo de la bandera de Guatemala. Pero, ya lo dijo el poeta cursilón: México y Guatemala son plumas de una misma ave. ¡Pucha! Tal vez por esto, en Comitán andamos enredados en ambos territorios. Para un comiteco es más sencillo ir a Guatemala que ir a la capital del estado. “La línea” la tenemos a la vuelta de la esquina. Ahí, desde siempre, los comitecos compran las vajillas japonesas (que sean de carita, dicen las expertas). Las tazas con carita son delicadas.
Dicen que en la zona de los Lagos de Montebello hay un lago que se llama Tzizcao; dicen que ese lago pertenece a México y a Guatemala. Hay una línea movediza que divide a los dos países. Quien sube a una balsa no tiene inconveniente en navegar por ambos territorios. ¡Son cosas que sólo pasan acá en el Sur! De igual manera, dicen que un señor de Comitán tuvo un rancho en la línea divisoria y la cocina de la casa grande estaba sobre las mojoneras: la mesa estaba en territorio mexicano y la alacena en territorio guatemalteco. Dicen que la hija jugaba con ello, decía: ahora vengo, voy a Guatemala, cada vez que iba por la botella de mermelada. Dicen que sus familiares le seguían el juego y preguntaban: ¿cómo te fue en Guatemala?, y ella respondía: salí de Guatemala y entré a Guatepeor. Dicen.
Los comitecos estamos tan acostumbrados a ver este helecho que casi casi ya no le ponemos atención, pero ahora, que está en el centro de la fotografía vemos que, en efecto, es como si correspondiera a un ave pequeña, casi inadvertida, que está, como si fuese avestruz, con la cabeza enterrada en una maceta, porque sólo se advierte la cola, la inmensa cola que es como un abanico de espigas verdes. ¡Qué bello ornato! Esta planta está colocada en el zaguán de la casa, es la manifestación de manos que se extiende para dar la bienvenida. Por ello, qué pena, los demás elementos pierden su esencia. Todas las personas que entran a la casa ven “la cola de quetzal”, elemento típico de los corredores y pasillos comitecos. Si los de Jalisco dicen que no fuiste a su tierra si no probaste un caballito de tequila y escuchaste el mariachi; de igual manera, los comitecos dicen que no viniste a este pueblo si no probaste un pan compuesto y no viste una “cola de quetzal”. Y esto es así, porque esta planta es como un símbolo del corazón prodigioso y pródigo de los comitecos. La planta se desparrama, generosa. Se abre con una modestia impecable. No existe en ella un tufo de petulancia; al contrario, ella se tiende, como si hiciese una reverencia japonesa, como si supiese que las alturas marean. Ella se inclina ante los visitantes y los propios de casa. Dicen (yo ¡qué voy a saber!) que hubo un tiempo que la planta tuvo las hojas de color azul. ¡Sí, de color azul! Debió haber sido en los inicios de la creación, pero el cielo se enojó tanto porque rivalizaba con su belleza, por lo que el cielo pidió a los Dioses que le dieran un castigo. Entonces los Dioses decidieron que “la cola de quetzal” jamás tendería hacia el cielo y tendría un “modesto” color verde. Y el castigo se cumplió. Muchas personas se arroban ante el cielo y pocos, muy pocos, admiran la modesta planta que, discreta, permanece en los zaguanes y corredores de las antiguas casas comitecas. Pero ahora que nadie ve el cielo, podemos admirar este prodigio de brazos que, como gusanos, suben hasta el tronco de nuestra memoria y nos abrazan y nos dicen que la vida bien puede caber en una maceta, siempre y cuando se sepa acomodar. Acá, por el entorno, pareciera una bandera mexicana; pero hay ocasiones en que es como una campana, como una casa de campaña, como un cohete que nunca alcanzó a despegar de la tierra.

sábado, 27 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO SOMOS EL NIÑO QUE FUIMOS

Querida Mariana: Saramago dice: “déjate llevar por el niño que fuiste”. De vez en vez le doy vueltas a este precepto. Hace como un año, Alex llegó a mi oficina de la Universidad (Alex es un niño como de cinco o seis años de edad). Llevaba un carrito de plástico en sus manos. “¿Jugamos?”, me preguntó. Sí -dije- sí, claro que sí. Dos minutos después los dos estábamos sentados en el piso. ¡Rum rum rum rum!, decía cada vez que friccionaba el carro y me lo aventaba. ¡Rum rum rum rum!, decía yo.
Murakami (permanente candidato para obtener el Premio Nobel de Literatura) tiene un personaje que recomienda a otro: ¡Baila, baila, baila!
Menciono a estos dos escritores porque la semana pasada obtuve dos prodigios. La Güerita Villatoro me prestó una fotografía de los años sesenta donde aparecemos mis papás y yo. Asimismo, Alex Hiram dejó que entrara a casa de su abuelita (casa donde viví toda mi infancia). ¿Mirás? Vos estás muy joven y no podés dimensionar tales actos. Los que tienen mi edad, o son más cascaritas, saben lo que significa rescatar migas de la infancia. Jaime Sabines recomienda no regresar a los lugares donde uno fue feliz. ¡No estoy de acuerdo con el poeta! Es necesario regresar a los lugares donde uno fue feliz y, también, en donde uno fue infeliz. El niño que estuvo en un campo de concentración y regresa muchos años después, vuelve a abrir una grieta en su espíritu, pero ello le ayuda a no olvidar la miseria del mundo. ¡Es tan fácil olvidar el horror y caer en la zona de confort! De igual manera creo vale la pena regresar a los lugares donde nuestro corazón recibió una caricia. ¡Hay tanta mierda en el mundo que, a veces, es bueno ponerse debajo de un chorro de luz, cerrar los ojos y bañarse!
Claro, cuando un padre de familia entró a mi oficina y me halló sentado en el piso jugando carritos abrió los ojos como si viera un basurero encima de un confesionario. ¡Sí! No me quedó más opción que “dejar de ser niño” y “jugar” con el rol que me corresponde en ese espacio. Alex (lo vi en su carita) lamentó mi decisión y yo (en lo íntimo) también lo lamenté. ¡Pucha, nos divertíamos como pajaritos en charco de agua!
La recomendación del personaje de Murakami la traduzco como dejarse llevar por el niño que fuimos. ¡Bailar es sinónimo de vivir! No se baila sólo con los pies, se baila con todo el espíritu en perfecto encuache con el Universo. La tía Eugenia decía que a Rocío le “bailaban” los ojitos. Lo decía cada vez que Rocío salía a la calle y se asombraba con todo lo que hallaba: las muñecas de trapo de las vitrinas, y los muñecos de carne y hueso que pasaban al lado de ella. ¡Ah, cómo le bailaban los ojitos! Rocío estaba llena de vida (sigue así). Ahora vive en Baja California y siempre que llama por teléfono se le escucha con gran alegría. Su voz “baila” en el teléfono y nos pone a bailar a todos en casa. ¡Bailar, bailar!, es la recomendación.
Nunca he sido bailador, nunca me han “bailado los ojitos”. Soy sosegado. Un poco al estilo de la armonía de este pueblo. Pero sí tengo la capacidad de asombro que tienen los niños. No trepo a los árboles (nunca lo hice), pero siempre disfruté ver a mis amigos haciéndole de Tarzán en los árboles de jocote de los sitios. Nunca (¡jamás!) me subí a un carretón, pero disfruté como niño en tobogán cuando mis amigos se subían a los carretones y se soltaban en las bajadas con pavimento nuevo. ¡Ah, con qué pericia manejaban un lazo que el sistema de frenos! A veces, a mitad de la bajada, mirábamos desde arriba, cómo los dos amigos se hacían a la derecha, perdían el equilibrio, alzaban los pies y brazos y caían. Nosotros nos llevábamos las manos a la cara y abríamos los ojos como búhos. Ellos se revolcaban y reían, reían mucho. En ese tiempo, los ángeles de la guarda hacían muy bien su chamba y todo eran simples raspones. Nunca supe jugar trompo, ni brinqué la cuerda. Jamás aprendí a nadar, por lo tanto, nunca me metí a los “tanques” de mis tías, las Bermúdez. Nunca gocé el disfrute de subir al trampolín, hecho con un tablón de madera húmeda, de los baños de La Primavera. Pero vi a mis amigos hacer todo eso. Y todo fue un disfrute. Así pues, tampoco fui gran bailador, pero gocé al ver a mis amigos cuando colocaban el brazo derecho en la cintura de sus amadas e iban de un lado a otro de la pista del Club de Leones, con el ritmo del chachachá.
Ahora que entré a la casa de mi infancia (casa de cuatro corredores, pilares y balcones de madera, piso de ladrillo y techo de teja) rasqué tantito en esas nubes intocadas. Porque mucho de la casa está transformado, pero hay huellas que permanecen inalteradas. Hay un balconcito en el Sitio que permanece tal como lo dejé. Es una bendición saber que esa casa aún continúa de pie. Vos sabés que en estos tiempos muchas casas son derruidas. Cuando los hombres y mujeres regresan ya no encuentran “sus” casas. En el lugar de las casas de infancia ya construyeron edificios de departamentos de cinco o diez pisos. Ah, es tan difícil pepenar lo que ahí se dejó. Por fortuna, en Comitán, aún hay muchas casas que conservan su traza original. Esto permite que la propia ciudad también encuentre su rostro y su personalidad, permite que Comitán recupere, a cada rato, la niña que fue. Porque, niña de mi patio, soy lo que fui de niño.
En la fotografía que me prestó la Güerita Villatoro (nieta del recordado Maestro Bernardo Villatoro) aparecemos mis papás y yo. La foto (así me cuenta mi mamá) corresponde al día en que dos de los hijos de don Augusto Caralampio García hicieron su primera comunión. ¿Y yo, qué ramas hago en ese árbol? ¡Ah, bien sencillo! Junto con otros compas de mi edad y otros mayorcitos fui padrino de los muchachos García, mayores que yo. ¿Yo, padrino de ellos? Sí, así fue la historia. Tal vez así eran los modos de ese tiempo. En esa foto algo sorprende: los únicos adultos son don Augusto Caralampio y mis papás. ¿En dónde están los papás de los otros niños padrinos? ¡En sus casas! Los demás niños estaban acostumbrados a salir solos. ¡Yo no! A mí siempre me acompañaban mis papás. Cuando ellos no podían acompañarme salía de la mano de Sara, la sirvienta. ¡Soy hijo único! Siempre fui la “niña de los ojos” de mis papás. Mi mamá aún me recomienda que saque un suéter por las tardes; aún suplica que no llegue tarde a casa. Esta costumbre hizo que un compañero de la primaria se burlara de mí: “¡uy, uy, la niña siempre está cuidadita por sus papás!”. Por esto, en la foto que te cuento, aparecen mis papás. Pero lo que no sabía mi compañero es que sus burlas no me afectaban. A mí me encantaba que mis papás estuvieran conmigo, que me cuidaran. Con frecuencia íbamos de paseo a Los Lagos de Montebello o a los baños termales de El Carmen. Con ellos viajé a Baja California, a Guadalajara, a Mérida, a Veracruz, a Guatemala y a decenas de lugares más. Con ellos fui cientos de veces al Cine Comitán; mi papá, antes de entrar al cine, compraba tortas de pierna, en el restaurante July (que estaba frente al cine). Con mis papás viví toda mi infancia y fui feliz. Su abrazo era como un trocito de sol. Por esto, la mañana que entré a la casa de mi infancia y miré el corredor donde estaba la sala lo primero que acarició mi corazón fue la imagen de mi papá. Casi casi lo vi, con una regadera, en mangas de camisa, regando un tablón del patio central.
Así como disfruté ver a mis amigos meterse al río Grijalva, en el rancho Argelia; así ahora disfruto a mis amigos que aún tienen la bendición de tener a sus papás (ya sordos, ya de caminar lento, ya con la memoria como de pichancha). Disfruto ver cuando los acompañan, cuando los sostienen del brazo, cuando les suben la bragueta a la hora que van al baño. Sé que ellos siguen la recomendación del personaje de Murakami: ¡bailar, bailar, bailar!
Mientras la vida sea el pan de todos los días ¡hay que bailar! Mientras el baile siga ¡hay que dejarse llevar por el niño que fuimos!
A veces mi adulto mamón me obliga a protestar cuando mi mamá me pone la bufanda antes que salga a la calle, pero un segundo después mi niño bonito rectifica: ¿No entiendes, Alejandro, que es una bendición que tu mami siga contigo, cuidándote?
Cuando ya estaba casado, a veces, invitaba a mi papá a ir a San Cristóbal (la ciudad de su nacimiento). Subíamos al vochito y disfrutábamos el camino. Él señalaba el rancho de mi tío Guillermo (“Yerbabuena”) y me contaba de su juventud. En San Cristóbal visitábamos a sus compadres y los miraba reír, mientras tomaban cerveza. En las pláticas, de vez en vez, recordaban anécdotas de su niñez. Escarbaban en el aire del pasado y recogían piedritas. Los miraba felices. Yo, junto, con ellos también era feliz. Antes de volver a casa pasábamos a comprar pan con “Las Pollas”. Ya escribí un texto (que fue publicado en la revista de una Universidad del Paso, Texas) donde cuento cómo mi papá, de niño, los domingos, compraba una semita, la metía dentro de la bolsa de su chaquetón, la hacía polvito y luego, con toda la calma del mundo, la iba comiendo, de puñito en puñito. En el camino de regreso a Comitán hacía polvito la semita en la palma de su mano y la comía de puñito en puñito. Yo gozaba verlo a la hora que levantaba la cabeza y abría la boca para soltar el puñito de pan, que era como una cascada de “prodigiosos miligramos”.
Todo, niña de mi vida, está concentrado en lo que fuimos de niños. Por esto, a veces, voy al parque central y disfruto el disfrute de los niños que corren; que, siempre bajo el cuidado de sus mamás, se tumban en el murete de la fuente y juegan con el agua.

Posdata: tomé varias fotografías de “mi” casa de infancia. Ahora realizo el ejercicio de ver cuáles son los elementos que aún siguen intocados. En el sitio hay un par de cuartos que ya acusaron derrumbe. Ahí, mi mamá tenía un gallinero. Un pinche gallo, quién sabe por qué, siempre me atacaba. Yo le pedía a Víctor (hijo de la sirvienta) que me acompañara en el camino de ese pasillo. Me ponía detrás de él. El pinche gallo (nunca supe cómo) se las ingeniaba para darle la vuelta a Víctor e ir detrás de mí para picotearme. El gallo volaba y se me echaba en la espalda. Yo lloraba. Cuando lloraba, el gallo se bajaba de mi espalda y, como si fuese de caricatura, caminaba muy orondo de regreso al gallinero. Fue tanto el acoso de ese gallo que mi mamá decidió matarlo. Creo, Marianita, corazón de pollo, que fue la única vez que celebré la muerte de un animal. Cuando supe que el gallo se ahogaba en un riquísimo caldo sonreí. Fue como si me quitaran una piedra de la espalda (bueno, un gallo).
Sin embargo, ahora que estuve frente al espacio donde estuvo el gallinero y vi que los muros se fueron al suelo, tuve un sentimiento de vacío. El gallo me jodía, pero, a la vez, me decía que me esperaba. Y, dentro de toda la caca de la vida, a veces es bueno saber que hay alguien que te espera. ¿Por qué el pinche gallo sólo me atacaba a mí? ¿Por qué no atacaba a Víctor o a mis amigos? Él me había elegido. Me jodía, me jodía mucho, pero había decidido (si así lo puedo decir) joderme sólo a mí. En medio de todo el mundo de gente él me eligió. Por esto, ahora que estuve en su antiguo gallinero algo como un hueco se hizo en el aire. ¡Qué pendejada! Hubiese querido que estuviera ahí. No importaba que me jodiera. Bastaba que me dijera que seguía siendo su favorito, su niño elegido. El mismo hueco siento cuando veo que es un padre de familia quien se asoma en mi oficina, y no es Alex, quien, con su cara bonita, me pregunta: “¿Jugamos?”. Cierro los ojos y oigo que alguien me dice: ¡a bailar, bailar, bailar!

viernes, 26 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE TODO ES COMO UN MISTERIO

“¿En dónde?”. ¿Es ésta la pregunta que ambos personajes piensan? Ellos buscan algo, algo esperan. Ambos están expectantes. Él mira hacia donde hay una puerta (por el horizonte de su mirada, puede asegurarse que así es). Ella mira hacia donde se abre un hueco en el suelo (por el ángulo de su inclinación puede imaginarse que así es). Por esto, la mirada de ella está más llena de aire. Por esto, ella abraza algo contra su pecho. El hombre, en cambio, tiene los brazos sueltos. Casi puede afirmarse que la guitarra del suelo le pertenece, pero ante el asombro la ha soltado. Pareciera dispuesto a enfrentar el misterio que se acerca. La mujer conserva lo que tiene. ¡Nadie le arrebatará eso que guarda con tanto celo!
El hombre (más realista) ve hacia la puerta, porque de ahí (intuye) saltará el misterio. La mujer (más soñadora) ve hacia el hueco que se abrió en el piso, cree que por ahí saldrá el misterio. En caso del hombre espera que aparezca un cocodrilo o un rinoceronte. Se ha dado el caso. El novelista Juan Gabriel Vázquez cuenta que una mañana un hipopótamo escapó del zoológico del mayor capo que ha tenido Colombia. En cambio, ella sabe que, del hueco, puede salir un excitrepertripe (que es un animalito que al contacto con el aire se convierte en un xiltlipopocaptil). Ya casi le ve las garras en el borde del piso, por eso aprieta con fuerza el bonche de papeles que tiene entre las manos.
¿Por qué ambos llevan narices rojas y circulares, a manera de pelotas? Bueno, tal vez exageré en los párrafos anteriores y ellos no hacen más que jugar a las estatuas. Puede ser que el busto del hombre que está detrás los haya contagiado. Ellos, entonces, están jugando a los encantados. ¡Uno, dos, tres, encantados! Y entonces ellos no se mueven, quedan en la posición que estaban un segundo antes del conteo. Tal vez el instrumento que está en el suelo es un instrumento mágico y, en lugar de conteo, la pareja de narigones rojos queda detenida en el tiempo a la hora que la guitarra toca la nota de La. Entonces, tal vez, el hombre que está detrás, el que parece un busto, es un encantado de tiempo atrás. Tal vez una tarde, hace muchos años, jugó en el patio y ya no pudo romper el hechizo. A veces sucede. Conozco un amigo que, cuando tenía ocho años, jugó en el patio de su casa a que era un pájaro. No supo cómo volver al plano de la realidad. Cuando su mamá lo llamó para la cena, él graznó; y cuando el papá, con el cinturón en la mano, llegó al patio para obligarlo a entrar, el hijo voló, voló, voló. Hace como dos años lo encontré jugando en una laguna de Cajcam, en medio de cuatro patos. “¿Qué hacés acá, Pedro?”, le pregunté. El graznó y voló, voló, voló.
Aunque, si el misterio se intensifica y les provoca miedo, tal vez la salida no sea por la puerta ni por el hueco en el suelo. La salida, tal vez, esté cifrada en el ventanal del fondo. Se sabe que hay ventanales así donde uno de los cuadros es el cuadro mágico que se abre cuando se dice la palabra adecuada. Si el espectador observa con atención verá que el cristal que está a la izquierda del busto muestra algo como un ventanuco, puede que sea un mero reflejo, pero bien puede ser la señal de que ahí hay una posibilidad de salida. Si el cocodrilo o el xiltlipopocaptil aparecieran, ambos podrían abandonar el juego de los encantados y correr hacia la pared, abrazar el busto y ayudarse con los pies a trepar hasta donde está el ventanal; decir la palabra correcta y cruzar por el cristal para pasar a otra dimensión.
Aunque tal vez la escena no sea tan complicada y ellos, después de todo, no estén jugando encantados ni estén alarmados por el misterio. Tal vez todo es más sencillo y simple, tal vez ellos no son más que dos petirrojos dispuestos a alzar el vuelo. Lo único que hacen es ver hacia todos lados por si algún avión también, igual que ellos, está a punto de volar. Él espera que las alas le crezcan; ella está a punto de soltar el lastre.
Sí, pareciera que todo es más sencillo. Después de todo, la vida no es tan complicada como muchos quieren hacernos creer. “¿En dónde?”, preguntan algunos, y los más sabios contestan: “En el hueco del aire”. Tan tan.

miércoles, 24 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL LIBRO ES MÁS QUE UN LIBRO

Una mesa, un mantel, libros, una silla, una niña linda y palabras, muchas palabras. ¿Casi tantas como libros? ¡Más, muchas más! Adentro de los libros duermen cientos, miles de palabras. En el corazón de la niña ¡miles de palabras! Las que le han dicho los chavos que la aman, más todas las que ella conserva para cuando el fogón de su corazón ¡arda!
Ella se ve tranquila en este entorno, casi casi como si estuviese en medio de un bosque. Un bosque que, en lugar de encinos y pinos, pareciera sembrado por árboles llenos de palabras. ¡Ah, qué bellas frondas! Tan bellas como el cabello que cae sobre los pechos niños de la niña. Ella viste una blusa bordada y un vestido que, se aprecia, es de una tela ligera, como si fuese de nube, como de lluvia a punto de derramarse. Ella, se aprecia, no usa más afeites que la luz de su cuerpo. ¡Ah, se ven tan lindas las niñas que no son como carreteras que necesitan chapopote y señales de humo! Es raro, pero ella usa un reloj de pulso. Es raro, porque ahora las niñas no usan relojes de pulso, ahora, si necesitan saber la hora, la consultan en sus celulares. En los celulares está toda la información que necesitan, por eso viven viendo hacia abajo, hacia donde esos chunches parecen extensiones de sus manos. Parece, se aprecia, que esta niña (cuando menos ahora) no está pegada a un celular. Sus manos libres las apoya sobre la mesa con mantel verde. ¡Sí, es un bosque de libros! Los árboles están sembrados sobre un campo verde y ella, la niña bonita, es el agua que llueve sobre un territorio aún por descubrir.
Ella ve al frente, hacia donde el fotógrafo la alerta. ¿Y los árboles libros? ¿Qué hacen mientras tanto? Se apilan como si fuesen los cimientos de una construcción en el aire. Forman montoncitos como si fuesen atalayas desde donde otean el horizonte. ¡Ah, cuántas palabras en espera de que las descubran! Porque, si se mira con atención, los libros están a la espera. ¿Y la niña? ¿Qué espera? Su actitud pareciera decir que no espera, que ella viene de regreso y otros son los que deben esperar. Esperar que sus manos dejen de regar agua sobre el campo; esperar que eleve sus manos y todo lo convierta en una oración. Porque ella, se aprecia, tiene mucho qué contar. ¿Qué cuentan los libros? ¿Cómo el hombre puede, a través de las palabras, transformar el mundo? ¿Cómo hacer que llueva libertad, que llueva pasión, que llueva el ala del ave que migra?
Alguien, no se sabe a qué hora, tomó un pincel, pintura negra y pintó palabras sobre el muro hechizo. Estas palabras parecieran a punto de alzar el vuelo. Ella, la niña, pareciera a punto de abrir los labios y decir una palabra. ¿Cuál es la palabra que, como garza, cruza en este instante su cielo? ¿Qué piensa?
El letrero del muro improvisado dice que la palabra se libera al abrir un libro. ¿Qué palabra se libera cuando ella abre su corazón? ¿Algún amado es capaz de hacer que ella deje la jaula y emprenda el vuelo? ¿Hacia dónde sus cielos?
14 montones de libros forman este bosque. Se arraciman como si fuesen hatos de trigo, como si fuesen ovejas o nubes en busca del aire. Porque ella, la niña linda, es prima hermana del aire, por esto su mirada es como una línea del horizonte. Todo está como suspendido, como si el viento no fuese más que una simulación, un mero entretenimiento del aire.
Ella, ¿tiene un nombre? Debe de tenerlo, de la misma manera que cada libro tiene un título. ¿Cómo se llama? ¿Algunas letras de las que están en el muro pueden formar su nombre? Casi puedo asegurar que una “a” está enredada en su nombre. La A ama la palabra, da ala al ala y a la palabra alada hada.
Todo está como suspendido, como si el Universo no tuviese más oficio que acomodarse entre los pasillos que están entre libros. Como si el juego fuese marcar los caminitos y llegar hasta donde las manos de ella se posan como se posan los petirrojos sobre la rama de un eucalipto. Todo está en espera de una mano que libere la palabra, la de ella, la del libro, la que vuela alrededor como abeja.

lunes, 22 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE CORTÁZAR ESTÁ AL LADO DE UNA LÁMPARA

Los elementos son mínimos: una pared, una lámpara y un retrato colgado en la pared. Claro, si desmenuzamos los objetos hallamos otros elementos. Si vemos la lámpara encontramos un foco y un aro. Esta forma circular contiene todo un Universo conceptual; de igual manera, si nos ponemos exigentes vemos que la pared está pintada en un color amarillo hueso y, se sabe, los huesos tienen una especial simbología. El retrato no es cualquier retrato. Todo mundo identifica a Julio Cortázar. Julio está a punto de retirar el cigarro de su boca, a punto de exhalar el humo, a punto de acercar su mano enorme, con sus dedos enormes. Parece que este escritor era enormísimo en todo lo que hacía, incluso en la forma de ver hacia abajo, tal como lo hace en este retrato. Por lo regular, los hombres regulares, a la hora que quitan el cigarro y exhalan el humo, lo hacen con la vista hacia arriba, como si el acto común fuese un acto sublime. ¡Ah, cómo elevan la mirada, cómo sueltan el humo! Por el contrario, Julio (¡qué raro, lleva corbata, debajo del impermeable!) mira hacia abajo, a un lado. Tal vez está en un parque y mira las palomas que picotean en el piso.
Y digo que lo sorprendente de la lámpara es la forma circular, porque cuando uno piensa en el Centro siempre piensa en un punto y un punto, siempre, es circular. Cuando uno piensa en el Universo siempre piensa en una forma circular. ¿Quién, mortal en plenitud de sus sentidos, piensa en el Universo como una raya vertical? ¿Quién diría que el Universo, en infinita expansión, tiene una forma como de cigarro? De igual manera, nadie imagina un cigarro circular. Sería tan difícil fumar algo como una pelota o como un planeta. La forma Príncipe del Universo es el círculo. Por esto tienen razón los que son fanáticos de los deportes como el fútbol, como el tenis, como el béisbol, como el básquetbol, porque saben que la pelota es el Mandala superior. ¿Quién ha imaginado un balón con forma de cigarro?
Y digo que lo sorprendente es la mirada de Julio, porque es como si estuviese pendiente del aire que, como anillo de Saturno, rodea esa lámpara circular. Julio mira lo que está debajo de la lámpara. Como el foco está apagado, sin duda ve los pasos que la luz dejó en el camino del aire. Se sabe que la luz, a diferencia de lo que cree García Márquez, no es un chorro sino que es una fila de millones de cronopios que juegan a la ronda del torotoronjil.
El retrato de Cortázar está en las alturas, casi casi al mismo nivel de la lámpara. Bien pudieron colocarlo más abajo, pero no lo hicieron. Las personas tienen que levantar la vista para ver el retrato. Imagino, sólo imagino, que cuando el foco está prendido debe ser difícil ver con claridad el retrato; imagino, sólo imagino, que cuando alguien ve el retrato también se deslumbra. Y esto es así porque Julito siempre dio luz. Sus libros son como lámparas de un millón de watts, como turbinas Pelton generadoras de energía infinita.
Muerde el cacho de cigarro que tiene en la boca. “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…”. Su boca, cuando pronuncia la O, toma la forma de la lámpara, toma la forma del Universo.
Dicen que nada es casual en la vida. No es casual que el marco sea negro y que la María Luisa sea de color blanco, como blanco el aro que circunda al foco de la lámpara. No es casual que el retrato esté al lado de la lámpara, que esté en las alturas, que él, Julito, mire hacia abajo, hacia donde siempre vio, porque él, ángel cronopio, jugó siempre en las alturas. No hay otra forma de crear una de las obras literarias más excelsas. El verdadero creador juega a que tiene alas y juega a que vuela.

sábado, 20 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO CAMINO TIENE VEREDAS

Querida Mariana: Jorge me contó una historia extraña. Una mañana, en algún pueblo del estado de Veracruz, entró a un restaurante. Se sentó en una silla de bambú, debajo de un ventilador y con la vista al mar. La mesera, con falda blanca y mandil rojo, le dio los buenos días y le dejó la carta (comanda, diría mi tía Eugenia, alzando tantito el brazo y juntando los dedos índice y pulgar de la mano izquierda). Jorge sintió la brisa con aroma a sal, abrió la carta y apenas alcanzó a leer una línea, porque la mesera, en movimiento apurado, se la quitó y le dio otra. “¡Perdón, perdón!”, dijo ella, con la angustia reflejada en su cara. La mesera regresó a la cocina con la cara gacha, con la carta protegida en su pecho. “Estaba claro que ahí ofrecían dos menús”, dijo Jorge, mientras me ofreció un té de limón. “Un menú era normal y el otro exótico”, me dijo. Cuando vio mi cara de tanque sin agua, dijo que el primer menú era un menú extraño, porque él leyó: “Huevos revueltos en salsa de vinagre de Virgen”. ¡Era un menú muy extraño!, dijo él, por esto la mesera se apuró a cambiármelo. Seguro que ese menú sólo se lo ofrecían a gente también especial, algo así como a miembros de una cofradía, como a integrantes de una sociedad secreta, dijo.
Yo le dije que no era para tanto. Tal vez, le dije, eran platillos con nombres raros y ese día tocaba el otro menú, el menú con nombres comunes: chorizo con huevo, frijoles refritos, pescado a las brasas... Y le conté que cuando viví en la ciudad de México, había un restaurante, casi enfrente de la Secretaría de Comercio, que ofrecía unas quesadillas que se llamaban “Mentadas de madre”. La gente celebraba con risas y aplausos cuando el mesero gritaba: “¡Cuatro mentadas de madre para la mesa seis!”. Nunca faltaba el comensal de otra mesa que chiflaba: tatatatata.
Pero Jorge insistió en su teoría, ya que cuando la mesera, de faldita blanca y muslos morenos (¡Ay, jarochas, qué sabrosas las morochas!), llegó a levantar la orden, se puso nerviosa y ante la pregunta dijo que había cambiado la comanda porque la otra estaba manchada con salsa. ¿Con salsa de vinagre de Virgen?, preguntó mi amigo. La mesera dejó caer la libreta y el lápiz sobre la mesa y en el movimiento tiró una botella de salsa de chile habanero verde. “¡Estaba muy nerviosa!”, me dijo Jorge. Estaba tan nerviosa que salió corriendo. Fue necesario que llegara otro mesero y al estilo del comediante de televisión ofreciera disculpas “en nombre de todos los meseros del mundo”.
En los años setenta había un negocio que vendía “Bauces y Popochis”, en Avenida Universidad, de la ciudad de México. Eran unos antojitos deliciosos. Quienes vivíamos en Avenida Eugenia, en la casa de huéspedes de doña Rome, íbamos con frecuencia. A Roge le gustaban mucho y, como siempre ha sido de muy buen comer, cenaba dos o tres bauces. ¿De dónde venían esos nombres? ¡Quién sabe! Acá en Comitán no cantamos mal las rancheras. Hay paisanos ingeniosos que han inventado nombres de antojitos y de bebidas. Sin ir más allá recuerdo ahora “La Macharnuda”, de tío Tavo. La bebida era una mezcla de ingredientes extraños que hacía una combinación especial. ¿A qué hora y de dónde le llegó la idea a tío Tavo de llamarla así? Tuvo otra bebida que la llamó “Muchachita”, así, al estilo de aquel mítico restaurante de la Avenida Cuauhtémoc, de la ciudad de México, cuando alguien pedía una “Muchachita”, tío Tavo decía: “Ah, bandido, quéres una tu muchachita. Ahora te la mando”. Las sonrisas se prodigaban como lluvia en medio de las mesas. No sé qué prodigio sucedía cada vez que un compa bebía “una muchachita”. ¿Qué pasa cada vez que alguien bebe “una cuba”? ¿Qué cuando alguien bebe “un desarmador”? ¿No se atraganta? ¿Qué pasa cuando una muchacha bonita toma “medias de seda”?
No lo advertimos, pero los nombres definen al mundo. Estoy seguro que otro mundo sería si la hamaca no se llamara hamaca. Cuando oigo la palabra hamaca un movimiento de mar se bambolea en el aire. Por esto, siempre he insistido que tu nombre, Marianita de mi corazón, es el nombre más bonito del mundo. Tenés en el inicio de tu nombre el prodigio del mar (claro, el nombre de Mariano es el nombre más jodido del mundo, porque tiene al final el sinónimo del culo). Estoy seguro que serías otra si te llamaras Guadalupe. No serías tan bella, seguro.
Cuando Jorge me contó la historia no insistí. No insistí, porque me conozco. Me hubiese gustado ir a ese pueblo y ver si era cierto lo que él creía. Entraría a todos los restaurantes frente al mar y estoy seguro que habría dado con esa mesera de muslos como de brasa para fogón. Esperaría que llegaran los integrantes de la Cofradía y tendría mucho cuidado en observar con atención el menú que pedían y degustaban. ¿Qué tipo de cerveza beberían? Tal vez no sería la común hecha con lúpulo. Tal vez beberían algo más refinado. Alguna combinación especial. No sé por qué la gente bebe la cerveza con tanta emoción. He visto a los bebedores ir constantemente al baño, los he visto hablar de más cuando ya han bebido uno o dos cartones, los he visto babear y desmadejarse sobre las mesas de las cantinas y quedar, como cuches, profundamente dormidos, con las braguetas abiertas y con los pantalones mojados. La cerveza no es bebida de Dioses. Por el contrario, lo que Jorge me contó sí parece estar a tono con un manjar divino: ¡Huevos revueltos en salsa de vinagre de Virgen! Se oye como algo exquisito, como si fuese un concierto de pájaros. Estoy seguro que los huevos no son de gallina de granja. Es más, no creo que sean de gallina. Deben ser de algún animal especial. ¿Y la Virgen? ¿A qué se refiere?
Y no insistí porque me hubiese gustado viajar a Veracruz, porque mi curiosidad lo habría demandado. Pero (vos me conocés) no soy hombre que viaje. No paso de Chacaljocom. Me gusta estar en Comitán, en el lugar donde también jugamos con los nombres de los antojitos y de los guisos.
Rosario Falcón, una poeta bien fregona, de Jalisco, una tarde que estábamos en el parque de San Sebastián me contó su sueño: abrir un café bar, allá en su estado natal. Mientras comía una paleta de chimbo, sentada en una de las dos rotondas, me dijo que desde siempre ha soñado con un café donde sus amigos poetas lleguen a dar recitales todos los fines de semana. ¡Nada de guitarritas!, dijo. Que la invitada de honor sea ¡la palabra!, aseveró con el brazo en alto. Y, ya emocionada, dijo que ofrecería bebidas y pastelillos con nombres sacados de poemas famosos. Le pedí un ejemplo y ella dijo: una bebida con café y brandi le llamaría “No me mueve mi Dios para quererte”. ¡Ah, pucha! Imaginé a los de la mesa cuatro pidiendo “¡Cuatro no me mueve mi Dios!”; imaginé al barman, en la barra, colocando los cuatro vasos y dejando caer el chorro de brandi desde una altura moderada; imaginé al mesero colocar portavasos en la mesa circular y servir las bebidas; imaginé al grupo de cuatro amigos (dos hombres y dos mujeres) bebiendo los No me mueve mi Dios, cerrando los ojos, dejando que la bebida calentara su espíritu. Sí, dije, está padre la idea. Y entonces comenzamos a jugar con otros poetas, con otros poemas. Rosario dijo (insisto, ¡emocionada!), que una bebida de ron con un toque de menta se llamaría: “Toco tu boca”. Sí, sí, dijo, sé que es parte de una novela de Cortázar, pero es como un poema. Y entonces imaginé que, en un ambiente de velas, a medio patio, debajo de un cielo limpio, con apenas el guiño de una luna en creciente, una mujer, sola, vestida con un vestido entallado, en color rojo, deja que el mesero se acerque y, con voz de agua limpia, pide: “Por favor, sírveme un toco tu boca”. Lo imaginé e imaginé que el mesero tiembla tantito, tiembla como agua del Río Sena al atardecer. Y sé que todos los del café bar sentirían algo como una cinta de aire cubriéndoles el cuerpo. Sí, Marianita de todos mis ríos, los nombres hacen la diferencia.
Imaginé que el restaurante de Veracruz, al que Jorge fue, no sólo tenía un nombre, sino dos (o más). En las noches, en días especiales, un hombre colocaba una escalera de madera y cambiaba el letrero de letras de neón por uno más modesto, por uno que sólo pudieran percibirlo los integrantes de la Cofradía. ¿Por qué estos cofrades recibían un trato especial y degustaban platillos exóticos? En el mundo hay gente que no come sólo como un hábito de sobrevivencia; en el mundo existe gente que considera el acto de comer como el acto más sublime del mundo. En los años setenta, existió en Comitán un grupo de jóvenes que creó la Mutualidad del Temperante. En días establecidos se reunían a tomar temperante (en agua o con leche) y a comer salvadillos con temperante. Vestían playeras blancas, blanquísimas. El chiste es que dichas playeras se mancharan con el rojo del temperante. Tomaban el salvadillo con ambas manos y dejaban que el temperante chorreara en manos y brazos, luego se limpiaban sobre sus playeras. Hoy dudo que exista un grupo similar. Recuerdo que Javier (sí, creo que así se llamaba) escribió una Oda al Temperante; recuerdo uno de los versos: ... posees la luz precisa y exacta del amanecer… Asimismo recuerdo que Armando (sí, creo que así se llamaba) compuso una canción que iniciaba así: “Ni sube ni cae, corazón de temperante”, a ritmo de chachachá.
Tal vez hace falta que nuestros chefs actuales creen nuevos sabores a partir de los ingredientes tradicionales. Tal vez un día de éstos, algún compa inaugure un restaurante donde, en días señalados, atiendan a delicados gourmets, verdaderos sibaritas. Tal vez ahí hallemos un refinado platillo que tenga por nombre: Pan compuesto regado con salsa de vinagre de Virgen.

Posdata: “Besos de monja” y “Pedos de ángel”, eran los nombres de otros antojitos en aquel restaurante de la avenida Cuauhtémoc. A Alicia le gustaban los Besos de monja, Luis Ángel prefería los Pedos de Ángel. Alicia disfrutaba diciéndole que era como si comiera sus propios pedos, pero él, sonriente, limpiándose la boca con una servilleta de papel, decía que éstos tenían un sabor diferente, un aroma diferente. ¡No seas asqueroso!, decía Alicia y Luis Ángel reía.
Hay un principio elemental y universal: a la hora de comer no se vale hablar de cosas asquerosas. Que nadie pronuncie la palabra vómito a la hora de comer un taco de carnitas; que nadie pronuncie la palabra caca a la hora de comer un pedazo de flan. Sin embargo, en aquel mítico restaurante todo mundo disfrutaba cuando un mesero gritaba: “Cuatro pedos de ángel para la mesa dos”. Tal vez todo mundo imaginaba a los pedos de ángel como esencia divina, con un aroma como de jacintos y sabor de algodón de París. ¡Otra cosa hubiese sido si el dueño hubiera cambiado los nombres y la gente pidiera: besos de ángel y pedos de monja! Más de dos hubiesen hecho cara de guácala, porque tal pedido los habría remitido a sus años de primaria, en el antiguo colegio de monjas. Se hubiesen acordado de Sor Catalina, esa monja pequeñita, rechoncha, que siempre, a las once de la mañana, decía que “iba a regar plantitas en el Jardín de Dios” y todo mundo lo veía entrar al sanitario. Un segundo después se oía un tableteo intenso, como de ametralladora en tiempo de guerra. Ese sonido atropellado salía del culo de la madre. ¡Eran todos los pedos que había acumulado desde las ocho de la mañana! La madre Superiora contaba, un poco para justificar las flatulencias de la madre Catalina, que a ella le encantaba comer frijoles.

viernes, 19 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA VIDA ES COMO UN ARETE

Es una mariposa viva, ¡recién nacida! Aún no estrena sus alas. Está, todavía, como narcotizada. Un instante después volará. La mariposa nunca sabrá que su primer oficio fue ser arete. El arete más bello del mundo. Ella, la mujer, no se movió, dejó que la mariposa descubriera el misterio de la vida cerca de su rostro.
Ella, la mujer, viste una blusa tejida en tono rosa pastel y un suéter de color azul, también en tono discreto. Por esto, tal vez, la mariposa decidió posarse en su rostro. Un poco como para reafirmar la belleza de sus colores amarillos, naranjas, negros y blancos. La mujer lleva un sencillo arete de latón. Por esto, la mariposa decidió ser el arete más bello del mundo. Como si fuese un equilibrista colocó sus patas en un hilo de cabello. Eligió un cabello plateado, porque estos son los más resistentes. Las canas son la huella de la experiencia.
La mujer no se movió, dejó que la mariposa se columpiara. Era su primera vez fuera del capullo. Nacer no es sencillo. Uno nunca sabe qué hay “afuera”. Todo nacimiento tiene una etapa de preparación para salir al mundo. El proceso siempre se da en espacios tiernos y calientitos. Las mariposas se forman dentro de capullos, los hombres dentro de úteros. Cuando los hombres nacen ¡nacen sin alas! Por el contrario, las mariposas ¡nacen con alas! Por esto, mi sobrino Mario dice que los seres más perfectos no son los hombres, sino los que vuelan, los que están más cerca de Dios. Y lo dice porque él piensa que Dios está en los cielos. No sabe que Dios también está en la mejilla de esta mujer que acoge con afecto la mariposa recién nacida, atolondrada, ateperetada.
La mujer contó que se agachó para cortar un ramito de perejil y ahí la mariposa se “pegó” al hilo de su cabello. Ella la dejó. No hizo más que cerrar los ojos, tantito. Tal vez sintió algo como un aleteo, algo como una caricia del aire de Dios y se dejó hacer. Volvió con el ramito de perejil y con la mariposa. ¡Qué prodigio! Estaba en la tienda y entró tantito al patio y volvió con esencias. Hay gente que así es, gente que tiene el don de regresar con objetos sencillos que hacen la diferencia. Puede decirse que los patios son generosos, siempre están proveyendo de luz el espíritu de los hombres.
Me gustan los patios de las casas. En las mañanas recibo la luz del sol y, por las tardes, recibo el viento fresco. Por las noches, salgo al patio de la casa y miro el cielo y miro cientos de mariposas fluorescentes que se cuelgan de hilos invisibles. ¡Los patios son generosos! Tal vez esta mariposa creyó que la cara de esta mujer era como una sucursal del cielo y que sus cabellos eran los hilos de la noche y se columpió alegre y arrecha.
En contraste con la tonalidad discreta de la vestimenta de la mujer, al fondo se ve un vestido de mujer tojolabal. Está hecho con franjas de colores fuertes (la tía Eulogia diría: colores chingalavista). No, no son colores chingalavista, al contrario, están impregnados de vida, son colores protagonistas. Por esto, la mariposa se sintió bien en medio de los tonos pastel de la mujer. Si el espectador ve con atención, verá que la piel del rostro de la mujer también tiene un tono discreto, como si fuese el ala de una mariposa que todavía está adentro del capullo. Hay seres que son discretos, que están lejos de los reflectores. Estos seres son los que prefieren las mariposas recién nacidas para practicar sus primeros intentos de vuelo. Por esto no es para el asombro el hecho de que esta mariposa esté como hamaca al lado de su mejilla.

miércoles, 17 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL JUGUETE ES EL JUEGO

Un juguetero, un juguetero enorme. Al lado: una puerta. Ambos chunches tienen cristales. ¿Para que reflejen?
Un juguetero enorme, con un cristal y con el reflejo de un cielo, igual de enorme: enormísimo.
El juguetero está pintado de rosa mexicano y de azul. ¿Azul mexicano? En la parte alta del juguetero también hay cientos de juguetes. En esta fotografía no se ven porque el cielo reflejado se apoderó del espacio. El juguetero es de madera. En la parte inferior tiene dos gavetas (dos gavetías, dijera mi abuelo Enrique). Los niños que se acercan al juguetero se sorprenden ante el contenido. Pero, ¡Dios mío!, se sienten frustrados cuando ven que no pueden jugar con esos juguetes. El mundo, es una pena, tiene muchos letreros de No tocar (gracias a Dios mi prima Lupita nunca se puso ese letrero y fue feliz en su adolescencia). Una vez, sólo una vez, crucé la frontera del Norte y conocí una ciudad norteamericana: Brownsville, Texas. Estuve apenas unas dos o tres horas, pero entré a una tienda enorme que valió la estancia. En el departamento de juguetes todo se podía tocar. Yo, niño comiteco de los sesenta, acostumbrado a ir a la tienda de doña Angelita a mirar los juguetes en estantes detrás de un mostrador, me sentí privilegiado. Mientras mi mamá compraba en el departamento de damas, yo me puse a jugar como alucinado. Cuando mi mamá me dijo que ya, que ya era hora, yo no quería dejar los juguetes, así que mi mamá me dijo que estaba bien, me compraría dos, los que más deseara. Pensé, dentro de mi ingenuidad, que los gringos eran fregones, porque así creaban una necesidad.
Pero este juguetero es sólo para ver, es como una pieza de Museo y, sin que lo diga, tiene en el frente un enorme letrero de No tocar. Ah, los museos son tan aburridos. Es sólo para recordar qué clase de juguetes jugaban los niños de los sesenta. El fondo está lleno de canicas y encimas de éstas vemos soldaditos de madera, muñecas de trapo, caballitos, títeres, baleros, soldaditos de palma (¡sí, de palma!), y cientos de juguetes más.
No es un juguetero para niños, ¡no! Es un juguetero para la nostalgia de los viejos. Los mayores se acercan y sonríen al encontrar un juguete igual que tuvieron de niños. Ponen el dedo en el cristal y le dicen al hijo o al nieto que con ese juguete fueron felices. Y sí, la felicidad se vuelve a instalar en las ventanas de sus caras, pero, ¡oh, Dios mío!, un segundo después el pájaro vuela. La felicidad no se recupera, es como el agua entre los dedos, siempre se va al albañal.
¿Por qué el cielo domina el espacio superior del juguetero? ¿Por qué en la puerta de madera también se refleja el patio del edificio? Ningún niño o adulto puede entrar a ese juguetero, el cristal lo impide. Lo mismo sucede con la puerta cerrada. Todo está vedado. Sin embargo, si el espectador juega a que juega el juego de la imaginación, puede, sin duda, entrar. Entrar al juguetero. Puede jugar a que es un ser minúsculo, del tamaño de un dedo, del dedo pulgar: Pulgarcito. Puede entrar y ver cómo la muñeca de trapo es grande. Puede, si quiere, imaginar que detrás de la puerta cerrada, también hay un salón lleno de juguetes futuristas. Puede entrar, colándose por la hendija inferior, y jugar los juguetes que jugarán los niños del año dos mil cincuenta y dos.
Y es que si el espectador ve con atención verá que en el juguetero, al fondo, hay un ropero pequeño, como de treinta centímetros de alto. Un ropero semejante al que tiene la abuela; un ropero que servía para jugar en la casa de muñecas. El ropero tiene un espejito y ahí es donde el niño con imaginación puede jugar a que abre la puerta y se introduce y encuentra otro mundo. Para llegar al Universo paralelo es necesario entrar al juguetero y luego entrar al ropero. ¿Se puede regresar de ese Universo paralelo? Tal vez no sea necesario, tal vez la gente no desea volver. Tal vez es un mundo sorprendente. Yo no he visto que un muerto regrese. Tal vez se está tan bien en otro espacio, tal vez no hay letreros de No tocar.

lunes, 15 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE UN HOMBRE ESCARBA EL AIRE

¡Hay algo detrás de todo! Debe haber una ventana por donde se pasa a otro cuarto, uno que, igual que éste, está construido con ladrillos de aire.
El hombre del gorro rojo, el que tiene las manos al lado de su cara, el que viste una indumentaria como de navegante sin barco, el que está sentado frente a la puerta (que parece la proa de un barco de guerra, con decenas de cañones apuntando a levante), él recibe la luz de la madrugada. Los rayos del sol tierno son generosos, son como de una mano que reparte alpiste. La sombra que está embarrada en la puerta así lo demuestra. Esta sombra se diluye como mercurio. A medida que el sol ¡crezca!, en esa medida, la sombra se hará más pequeña, se embarrará sobre la piedra laja, sobre el piso. Por esto, el hombre del gorro rojo se sentó, a esa hora de la mañana, para escarbar el aire.
Quienes saben, recomiendan que para escarbar el aire es necesario la inmovilidad y la carencia de objetos como picos o cuchillos o puñales (perdón, esta palabra es ofensiva. ¡La borro, no la escribo, no la digo!). Quienes saben, recomiendan que es bueno (aunque no imprescindible) rodearse de colores cercanos a la tierra, para escarbar el aire. Tal vez por esto, el hombre del gorro rojo se ve como un hombre que sabe lo que hace. El color de la pared tiene el color de las laderas más cálidas; el color rojo del remate también es un color muy cercano a la tierra; lo mismo sucede con el color deslavado de los listones de madera de la puerta y de la laja apoltronada en el suelo. Los vestidos del hombre son opacos, como la tierra donde sólo crecen piedras. Si la pared estuviese pintada de azul o de verde el hombre no podría ver más que un muro. Los muros de aire no son buenos para la mirada, no son buenos para el espíritu. Por el contrario, cuando una pared está pintada del color marrón de la tierra buena ¡el hombre puede tener un acercamiento a la ventana del aire!
Se ve que el hombre tardará bastante tiempo con las manos entrelazadas, cerca del rostro. Las tiene en la misma posición que las tendría si en sus manos un “miralejos” estuviera posado como pájaro. Pareciera que juega a hacer un hueco en sus manos, como si fuesen un telescopio. Es un prodigio lo que un niño logra cuando hace un hoyito en su mano y mira como si fuese un hombre viendo en un microscopio.
Mientras sucede el prodigio de la mañana, el hombre está sentado, sin hacer más que soltar su mirada, como sueltan las amarras los navegantes. Su “barco” ya está a medio mar. Él no lleva salvavidas, porque el hombre que trata de abrir ventanas en el aire no tiene el riesgo de ahogarse entre tanta agua. Al contrario, los tsunamis son recomendables. Dicen los que saben que en una de esas ¡una puerta puede abrirse! No es fácil, pero, a la vez, es la cosa más simple. Para abrir ventanas en el aire basta sentarse frente una puerta, darle la espalda, ver al horizonte y dejar que la luz haga el prodigio.
Una hora después de este momento, alguien, por dentro, abrirá la puerta del templo. Mujeres con chal entrará para oír la misa y algún hombre le pedirá al hombre del gorro rojo que se quite; le dirá que “tapa el paso”; le dirá que ahí no está permitida la presencia de limosneros. Entonces el hombre levará anclas y volverá al mar tonto y estéril del mundo de los hombres tontos y estériles.

sábado, 13 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO A VECES LA VIDA DE PERRO NO ES TAN PERRA

Querida Mariana: la vida está hecha de cachitos. Tan es así que existe gente que ha cambiado su vida gracias a los cachitos de Lotería. Hay gente que juega lotería toda su vida y nada gana, sólo pierde su dinero. El tío Epigmenio jugaba y cuando le decían que había perdido, él decía yo juego por ayudar a la Beneficencia Pública. Sólo él se hacía tacuatz.
Dicen que Tavito, el mesero del restaurante de tío Jul, siempre jugaba a la lotería. Un día ¡le pegó al gordo! La vida es un Todo, pero ese Todo está conformado con cachitos. Así, dicen los sabios, está diseñado el Universo. Nuestro pueblo, Comitán, no es más que un sencillo y maravilloso cachito de Universo. Vos, niña asteroide, no sos más que una gotita del Infinito. El Todo se conforma con los fragmentos que existen en el Universo. Este rompecabezas infinito contiene el pasado, el presente y el universo totales. Por esto, me resisto a pensar que los siete mil millones y pico de seres humanos somos los únicos que habitamos el Universo. ¡Hay más! Más allá de lo que vemos ¡hay más! Hay más en otros planetas, hay más en otras dimensiones, en otras puertas.
No sé si Tavito (siempre con un trapo en el brazo), a la hora que limpiaba las mesas cubiertas con manteles de plástico, o a la hora que servía un hueso de tío Jul, acompañado con tostadas y picles, pensaba en el cachito o pensaba en el Todo. Nunca supe si él compraba cachitos o la sábana completa de la lotería. Por lo regular, la gente modesta compra cachitos, en cambio los poderosos compran las sábanas, creyendo que con esto poseerán el Universo. Cuando una persona sencilla gana un premio ¡gana poco!, mientras los potentados ganan ¡millones! El tío Epigmenio sentenciaba: ¡dinero llama dinero! Sin embargo, aún cuando alguien crea que gana el Todo, en realidad no gana más que un simple fragmento. El hombre más rico de la Tierra tiene poco, muy poco. El Universo, lo saben los miserables y los excelsos, es la mano de Dios y Dios está por encima del dinero.
Pero, los seres humanos colocan su destino en el buró del dinero. Todo mundo anhela el poder económico. Algunos sueñan con residencias, con chalets en las montañas donde nieva para practicar esquí; otros sueñan con yates, con jets, con vacaciones permanentes en las mejores playas del mundo. Quien juega a la lotería sueña con tener poder económico. A la hora que compra el cachito sueña con ganar y entonces sueña en un cambio de vida. El tío Epigmenio dice que todo mundo es de la Nobleza, porque todo mundo se pasa haciendo “castillos en el aire”. No hay peor cosa en la vida que “despertar” y ver que todo sigue siendo la misma mierda.
El otro día un perro llamó mi atención. El perro estaba dormido. Es una bobera lo que diré, pero pensé en que ese chucho nunca había comprado un cachito de lotería. Nunca, tampoco, ha deseado cambiar de vida. Su destino fue ser perro callejero y lo asume con toda la dignidad del caso. Esa noche se acomodó en el parque, en medio de la gente, se hizo “concha” y durmió. La gente caminaba, hacía la bulla normal de los que platican y ríen, y el perro no despertó. Su destino fue el ser callejero. Hay otros chuchos que les toca ser mascotas consentidas.
El mismo individuo que me contó de Tavito me contó también del caso de don Hernán Pedrero. Un día ¡le pegó al gordo! Don Hernán recibió el baldazo de suerte ¡completo! Don Hernán siempre compraba la sábana (veinte pedacitos). Por esto, cuando vio el cartel con resultados, don Hernán pegó de brincos. ¡Su número era el número ganador!
A veces divido el mundo en dos. Si lo divido en blanco y negro, alguien me dice que es un absurdo, porque también existe el color gris, que resulta de la combinación del blanco y del negro. Pero, en lo que no hay duda es en la división tajante, certera, que dice que el mundo está dividido entre quienes juegan a la lotería y en quienes ignoran ese juego de la suerte. Ahí sí no hay términos medios, no hay grises. Hay gente que nunca ha jugado a la lotería, por el contrario, hay gente que juega toda su vida.
Mi tía Eulalia (quien laboró muchos años en el periódico Excélsior, de la ciudad de México, cuando ese periódico estaba considerado entre los diez mejores periódicos del mundo) jugaba siempre. El vendedor de cachitos llegaba hasta su escritorio y colocaba la plana completa con el número elegido. Ella abría la gaveta y sacaba un billete sucio, casi tan sucio como el piso de su departamento. Una vez que mi papá y yo la fuimos a visitar a su departamento, siempre oscuro, de la colonia Santa María, le pregunté cómo había elegido el número de su suerte. Ella se paró frente a la ventana y dijo que era una mezcla de fechas señaladas, había un trece porque un día trece había nacido su hija Herlinda. Pues bien, niña zodiaco, la hija trajo torta bajo el brazo, pero se manifestó muchos años después de su nacimiento, porque una mañana, la tía, como lo hacía en cada sorteo, revisó la lista y halló que su número había obtenido el Premio Mayor. La tía siguió viviendo en el mismo departamento, con cortinas antiguas y muebles viejos. Años después le pregunté en qué había empleado todo el titipuchal de dinero que había ganado y ella, en un movimiento repetitivo, se paró, fue a la ventana, puso la mano sobre el cristal y dijo que lo había guardado en el banco y sería para su hija, pero ésta ya había muerto hacía dos años. No sé por qué algo salado se trabó en mi garganta.
El que juega está adentro del círculo de la suerte. ¿Qué es la suerte? En apariencia, el hombre relaciona la suerte con el poder, con el dinero y con la pasión. Un hombre con suerte (en términos de la cultura occidental) es aquel compa que tiene un auto marca Jaguar y una residencia de lujo; o bien puede ser un político con un puesto de primer nivel.
En un maravilloso cuento de José de la Montaña (José de la Colina es otro) se ve cómo el afán de poder lleva a hacer actos insólitos. Pedro, el personaje principal, una noche de borrachera va al panteón y, encima de una tumba llena de grietas y oscuridades, reta al Dueño de la Noche a presentarse y aceptar un trato. Pedro desea poder y está dispuesto a lo que sea con tal de ser poderoso. Una voz se escucha en mitad de la noche (una voz tan fúnebre, dice el texto, que incluso los cadáveres se ponen más fríos). La voz le dice que le dará todo el poder sobre la Tierra, siempre y cuando esté dispuesto a ceder un kilogramo de su peso por cada deseo concedido. Pedro, con la botella de tequila en la mano, acepta, tira la botella sobre la plancha de cemento. El ruido de los cristales rotos hace más dramática la escena de la noche. Al otro día, Pedro, en medio de la cruda, a la hora que entra al restaurante y pide un vuelve a la vida con una cerveza bien fría se acuerda, como en un sueño, de la escena del panteón. Toma apuradamente la cerveza y se limpia el sudor de la frente. ¿Fue un sueño? ¿Por qué, entonces, tiene los zapatos y la ropa llenos de lodo? ¿Por qué siente algo en su corazón como una piedra que se expande como si fuese un globo? Pide otra cerveza, mira a su alrededor y, en voz baja, dice, quiero tener mil pesos en la bolsa. Luego, como si quisiera no hallar algo, mete su mano con cierto titubeo. La saca y advierte que es un billete de mil, nuevecito. Toma un trago tardado de la nueva cerveza, deja la botella sobre la mesa y, casi jugando, cierra los ojos y pide: quiero cinco mil pesos. Toma otro trago y mete la mano en la misma bolsa y encuentra un fajo de billetes: cinco, de mil. ¡Dios mío!, piensa y pide otra cerveza y otro vuelve a la vida. Cierra los ojos, se limpia el sudor de la frente, y pide diez billetes de mil. Mete la mano y, junto al fajo de cinco, encuentra un fajo más grueso, lo saca y advierte que son diez billetes, de mil. Sonríe. Pide un millón, pide que al llegar a su casa encuentre un millón de pesos sobre su cama. Levanta la mano para que el mesero le traiga la cuenta y se levanta. Al salir del restaurante advierte que el pantalón le baila, se ve los brazos, ¡sabe que ha perdido tres kilos!
El cuentito es alucinante, niña cachito de Sol. El hombre pide y pide, cada vez pide más. Por cada deseo pierde un kilo. Una mañana advierte que, a pesar de que sólo pesa treinta y dos kilos y está flaco y sin color, como una varilla de construcción, su condición física no varía. ¡Ha perdido peso, pero su vitalidad sigue intacta! Por esto, no tiene ningún empacho en seguir pidiendo. Llega el momento en que pesa veintidós kilos y es como un pararrayos. Es uno de los hombres más poderosos, pero es como una línea de pentagrama. Cuando su mamá le pregunta si realmente ha valido la pena, él, sin dudar, dice que sí, por supuesto que sí. Dice que es el hombre más poderoso del mundo, es poseedor de miles de hectáreas, de cientos de fábricas, de decenas de residencias y autos fabulosos y, por encima de todo, tiene una salud envidiable. Entonces la mamá le pregunta ¿qué le falta por poseer? Y él, en el delirio total, dice que lo único que le falta es poder volar por sí mismo. Sí, dice, cierra los ojos y pide tener alas. ¡Su deseo es concedido! Él abre las alas y comienza a volar. Se encumbra por encima de las copas de los árboles. Ve, allá abajo, cómo los hombres se afanan presurosos en llegar a sus trabajos o a la escuela. Piensa que son tontos. Ah, si pudieran volar. Entonces entiende que de todos sus afanes éste ha sido el único importante. ¡Tonto de mí -piensa- volar fue lo primero que debí pedir! Mientras piensa eso, un águila desciende y lo desgarra. El hombre titubea y cae en picada. Cerca del suelo pide ser un hombre de goma. Cuando cae, rebota como pelota. Sonríe. Su cuerpo está intacto. Pesa veintiún kilos. Es feliz. Su mamá lo ve y le dice, qué bueno que eres feliz. Tú sí has logrado todo lo que has deseado. Sí, dice él, ¡soy feliz! Piensa: ¡tonto de mí, desde el principio debí pedir ser de goma!

Posdata: Marianita de mi vida, me hubiese gustado que hubieses estado conmigo esa noche del perro tumbado en el parque central de Comitán. No supe bien a bien qué pensar cuando lo vi. Muchas personas caminaban con prisa, tal vez se dirigían a su casa después de una jornada agotadora; otras personas estaban sentadas en las gradas o en las bancas, platicaban, reían, varios jóvenes se empujaban y dos parejas se besaban. Mientras todo esto sucedía, el perro dormía, hecho bolita, sin apremio, sin pensar en algo, sin desear ser un perro dueño de residencias o de autos lujosos. Dormía. Su techo era el cielo de Comitán. Los perros, pensé, no se preocupan por el instante por llegar. Ellos simplemente viven su presente. Aceptan su destino. Y entonces pensé otra bobera. Alcé la vista y miré el cielo y pensé (¡qué bobera!), en un planeta donde todo era al revés. Era (al estilo del “Planeta de los simios”) un planeta donde los perros eran los pensantes y los hombres las mascotas y vi a un hombre tirado en el piso del parque, hecho bolita, durmiendo sin preocupación alguna, pero, justo en ese momento, sentí pánico porque en la tarde había visto un borracho tirado en una banqueta, casi casi en la misma posición del perro. ¡Dios mío! Y vi al hombre muy flaco, casi en los huesos, y pensé en el cuento de José de la Montaña.
Sin duda, Marianita de corazones, la vida está hecha de cachitos.

viernes, 12 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA AL AMANECER

La sombra indica que son las siete de la mañana. Así lo indica la sombra del hombre en primer plano, la que provocan los instrumentos y ejecutantes de la marimba y la de los árboles y del quiosco. Se aprecia cómo el sol apenas es una línea por encima de los tejados. Aún hay luz en las farolas. El hombre que controla la luz olvidó apagarla. Debe ser bonita profesión la del hombre que controla la luz. Su oficio debe ser como jugar un poco a Dios: ¡Hágase la luz!, y la luz se hizo. Ahora (¡qué ironía!) es más fácil prender la luz que prender la oscuridad. Digo esto porque en las noches, a la hora que entro al cuarto, encuentro todo en oscuras. No me es permitido “hacer” la oscuridad, en cambio “hacer” la luz es tan fácil. Ahora entiendo que lo importante de Dios no estuvo en el instante que dijo: “¡Hágase la luz!”, sino en el momento en que dice: “¡Hágase la oscuridad!”, y la oscuridad se hace.
El hombre del saxofón sí sopla. El hombre de las congas está con las manos adentro de las bolsas del pantalón. Su vecino está contagiado. Aún no es momento para que intervengan. Los marimbistas sí ya le están dando a la marimba. Por esto, el hombre del primer plano baila. Sí, baila. En el bolso lleva una botella. Antes que la marimba tocara las mañanitas, él le dio un sorbo a la botella de alcohol. Con dificultad mueve su cabeza y sus pies. La cabeza la mueve, con los ojos semi cerrados, la hace para la izquierda y luego, con cierta pesadez, la hace a la derecha, en intento de seguir el ritmo. ¡Pero no lo logra! Sus pies tampoco logran el movimiento exacto que sí logran las manos de los marimbistas. Es comprensible. La cabeza de este hombre (que viste una bata de cocinero, toda sucia) aún está metida en la oscuridad del trago. ¿Por qué el hombre bebe trago? Ya lo dije, el hombre, cualquier hombre del mundo, puede hacer la luz con facilidad. ¿Cómo hacer la oscuridad? ¿Cómo acercarse apenas al dedo pequeño de Dios? ¿Intentando construir una casa oscura en la mente?
Si se ve con detenimiento, detrás de la marimba hay otro hombre y, en el barandal del quiosco, uno más. La marimba posee la gracia de convocar. Cuando los ejecutantes dieron el primer bolillazo, la gente que caminaba por el parque a esa hora (¡Dios mío! ¿A dónde iban?) se detuvieron. Fue como un conjuro mágico que “obligara” a jugar “Encantados”. Sí, encantamiento es lo que logra la marimba.
Mientras los dos hombres del fondo recibieron el influjo del encantamiento, el hombre del primer plano se mueve. Lo hace de manera atolondrada, como potrillo recién nacido, pero contraviene la orden del juego. Él no se quedó estático, como estatua de aire. Al contrario ¡juega con el aire helado de la mañana helada de San Cristóbal! Mientras los marimbistas tocan las mañanitas al pueblo mágico de San Cristóbal, por los 485 años de su cumpleaños, el hombre indígena, con un gorro en la cabeza, bata de chef y chamarra gruesa, baila. Un pasito para la derecha, da vuelta, mueve las manos como si fuese un osito a punto de trepar sobre el tronco de un árbol de hormiguillo. Un pasito para la izquierda y se tambalea. Parece que va a caerse, pero la luz de la mañana lo bendice y hace que no pierda la vertical. Aún se sostiene. Se sostiene con las lianas de la marimba, con las lianas del sol, ¡de la luz! En su cabeza, uno de sus cuartos ¡es oscuro! Por fortuna los demás cuartos aún tienen luz, pero parece que él quisiera ser como Dios y hacer el prodigio de la oscuridad. Mientras tanto, los ejecutantes bañan de luz el parque central de ese maravilloso pueblo.
Como si fuese una culebra, un cable de energía atraviesa el parque. Va de izquierda a derecha. No puede confundirse con un coralillo, más bien es como un Shashib, como una culebra de agua dulce. El hombre que baila, a la hora que da vuelta (un momento después del momento de la fotografía) ve el cable, ¡se asusta!, y, como si fuese parte de su coreografía, da un salto para atrás, pero luego se recompone y, mientras baila, habla con la culebra. ¿Qué le dice? De todos los hombres que estamos ahí, sólo él tiene el don de hablar con los cables, con las culebras. Sólo él baila. Pareciera que es el hombre más lleno de vida y, sin embargo, está borracho, con la oscuridad sembrada en su cabeza.

sábado, 6 de abril de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO, A VECES, EL TIEMPO VA DE REVERSA

Querida Mariana: “de reversa, mami, de reversa”, dice la canción. En Comitán, cuando hay un guateque, las personas hacen una ronda en el patio, colocan las manos sobre los hombros del otro, del que está delante de ellos, y, como vagones de tren, avanzan al ritmo de la marimba y del chirchil. Bailan en círculo, en el patio de la casa, lleno de juncia y debajo de un manteado. Hay un instante supremo en que los bailarines se detienen y comienzan a bailar “de reversa”. Todos, sudorosos, alegres, risueños, se hacen para atrás. Este movimiento es de vértigo, la gente lo goza más. A veces alguien tropieza, cae y los demás aplauden y ríen. Hay más probabilidades de tropezar yendo hacia atrás que hacia adelante. Por esto, el tío Epigmenio repite esa famosa frase de: “Para atrás ¡sólo para tomar impulso!”.
A mí, hombre poco práctico, siempre me sorprende la reversa del automóvil. Me resulta prodigioso el movimiento que se hace a través de una simple palanca de velocidades para hacer que el auto marche en reversa. ¿Cómo es el mecanismo que hace que los engranes le den la vuelta completa al chunche que provoca el movimiento? Pasar de segunda a tercera no le veo complicación. Lo complicado es accionar el mecanismo de reversa. Mi sobrina Elizabeth me preguntó, el otro día, por qué no puede echarse reversa cuando el auto va en segunda o en tercera velocidades. Imaginé que ella desearía que el auto, en el momento que estuviera a punto de volar a un acantilado, echara reversa y caminara en sentido contrario, salvando el peligro de muerte. No supe qué decirle. Corroboré que echar reversa es más complejo. Es mucho más fácil, en la vida, meter segunda o tercera.
Hay un momento de la canción que la letra dice: “tú lo tiras pa’tras y lo tiras pa’lante”; es apenas un instante, apenas un cambio de movimiento de pies: para adelante y luego para atrás, de reversa. Esto confirma la maravillosa estructura del cuerpo humano. Sin complejos mecanismos, ni palancas de velocidades, el hombre puede echar reversa en un movimiento asombroso. El otro día, cuando subíamos por la calle de San Sebastián miré que hiciste un movimiento prodigioso. ¿Lo recordás? Íbamos a la mitad de la subida, como por donde está la casa del famoso Nuka, cuando, ya un poco agotada, acezante por el esfuerzo, te detuviste, apenas un segundo, como para tomar resuello, y, luego, en movimiento casi casi perfecto, diste la vuelta y quedaste viendo hacia el parque de San Sebastián. Fue como si estuvieses harta de subir. Tuviste a tus pies toda la subida de San Sebastián, todo el caserío. Yo también me detuve y disfruté ese movimiento lleno de luz. Te bastó detenerte y dar la vuelta ¡para cambiar todo tu panorama! En lugar de mirar una subida fastidiosa, viste una bajada agradable. Claro, no es lo mismo la subida que la bajada. Siempre es más grato bajar (sin albur, bestia alburera, sin albur, por favor). Pero, para disfrutar la vista que provee la cima del Everest es necesario subir, siempre subir. Imagino el ascenso a una montaña, imagino la dificultad en la subida, pero advierto el goce a la hora de estar hasta mero arriba y luego el disfrute que ofrece la bajada. Así te vi ese día, cansada a la hora del ascenso, pero luminosa a la hora que decidiste hacer un alto y voltear. Recordé una pieza musical que se llama: “La mirada de un hombre que vio el ángel”. Así estaba tu mirada, llena de luz. Y luego, con paso de cangrejo, caminaste hacia atrás, ¡subiendo! Alargaste el pie derecho y lo llevaste hacia atrás y luego el izquierdo y subiste “de reversa, mami, de reversa”, y como tenías el barrio de San Sebastián a tus pies, con sus casas con techo de teja, te sentiste pájaro y volar no te costó trabajo. Caminaste así diez o doce pasos, hasta que una entrada de coches te impidió seguir ese ascenso majestuoso. Te volviste y caminaste como “Dios manda”, de frente, teniendo cuidado en resbalar por las banquetas de laja. Todo volvió a la normalidad. Porque lo normal es que caminemos de frente, hacia adelante. Es extraño, pero así es, caminar de reversa sólo se acepta como un juego. Los críticos puntillosos como el tío Epigmenio recomiendan no echar reversa, pero vos no echabas reversa ¡subías caminando hacia atrás! Cuando llegamos a lo alto de la subida de San Sebastián miré tu carita, resplandecía, era como si estuviese llena de pétalos de margaritas. Supe que esos diez o doce pasos habían marcado la diferencia.
La gente “normal” no hace lo que vos hiciste. No he visto un hombre que camine hacia atrás en el parque. Cuando fui joven, aún era costumbre dar vueltas en el parque central, los domingos. Los hombres lo hacían por la “curva peraltada” y las mujeres en el “círculo interno”. Era mágico, porque esto permitía “los quemones”, que eran las miradas que los chavos dedicaban, desde su curva, a las niñas bonitas que caminaban en sentido contrario. Las miradas se cruzaban por un instante y ahí se procuraba decir ¡todo! Me gustás, me gustás mucho, quiero vivir por toda la eternidad a tu lado, eran las frases que sin decirlo traducían las miradas. Era mágico, pero tenía la careta aburrida de lo cotidiano. Nunca nos pusimos de acuerdo. Hubiese sido maravilloso, a la cuenta de ¡uno, dos, tres!, caminar hacia atrás, que todo hubiese sido como las rondas que se hacen en los guateques o como el instante bendito en que vos subiste caminando hacia atrás.
Jorge Ponce Argumedo escribió un cuento muy bonito donde un cangrejo se rebela a caminar hacia atrás, después de mil intentos y mil peripecias, logra su objetivo: ¡caminar hacia adelante! Sus papás le organizan un gran guateque, donde asisten estrellas de mar, conchitas, tiburones sin aletas y dos o tres sirenas medio arrechas. Una orquesta de caracoles de mar ameniza. Todo es pura alegría hasta que los papás del cangrejo ven que su corazón está triste, como si fuese una red con mil huecos. ¿Por qué estás triste?, le preguntan y él contesta: Porque ya no soy yo. ¡Pucha -digo yo-, qué torcedura!
Vos, por fortuna, jugaste y no dejaste de ser vos. El chiste de la vida, dice Murakami, escritor japonés, es, después de entrar a “la otra Habitación”, volver a este lado de la habitación y cerrar la puerta. Lo dice en referencia al acto de creación. Los escritores necesitan entrar al inconsciente y una vez que han logrado escribir páginas prodigiosas deben volver a la vida real, hasta que, al otro día, les toque entrar de nuevo a “la otra Habitación”. El cangrejito del cuento de Ponce dejó de ser porque ya nunca volvió a su habitación.
Por esto, dicen los que saben, todo debe ser como un juego. Si caminamos hacia atrás no lo hagamos como una forma de vida, pero tampoco permitamos que la vida nos exija siempre caminar hacia adelante. De vez en vez, es bueno alterar el ritmo de lo cotidiano. Para los que tienen espíritu de cangrejo no les irá mal, de vez en cuando, caminar hacia adelante; y para los que tienen por costumbre caminar de frente sin detenerse, en pos de sus ideales y de sus obsesiones, no les iría mal, sólo como juego, dar dos o tres pasos hacia atrás. Es un juego vertiginoso. Es tan agradable poner el pie sin saber en dónde realmente se posa, como si tuviésemos una venda negra en los ojos y pudiéramos seguir viendo.
En la cafetería de la Universidad vi el otro día a una muchacha bonita tomar un refresco en envase plástico. Pagó en caja, entregó el vale y luego pidió un refresco con sabor de manzana. Todo normal. El prodigio apareció cuando, con su boca, abrió un hueco en el culo de la botella de plástico y lo tomó así; alzó tantito la cabeza y como si se colocara debajo de la teta de una vaca succionó el refresco de manzana. Fue una imagen realmente bella, como cuando una ola rompe sobre un acantilado. A veces es bueno vivir a contracorriente. A veces es bueno sentarse en la playa, frente al mar, para ver si, por un prodigio de la naturaleza, una sirena se cuela entre el salto de cien delfines.
¿Tus papás te han contado de Nacho Loco? Él caminaba todos los días por la carretera que va de Comitán a San Cristóbal. Ese era su cometido en la vida: caminar, un poco como vuelan las gaviotas que no tienen más oficio que ver el mar. ¿Qué pensaba Nacho? No lo sé. Ahora que te escribo esta carta pensé en él. El cuento de Óscar Bonifaz dice que Nacho enloqueció cuando regresó a su jacal y halló a su mujer en juegos de petate con un cabrón. Y pensé en él porque un día que mi papá y yo fuimos a San Cristóbal, mi papá me señaló a un hombre que caminaba por la carretera y me dijo que era Nacho. Lo vi con la chamarra al hombro y pensé (sólo fue producto de mi imaginación), que el hombre no avanzaba sino que retrocedía, dando pasos hacia atrás. Lo imaginé, niña de mil caminos; ahora sé que fue así porque quienes enloquecen lo hacen cuando, un día, quién sabe por qué, comienzan a detenerse a mitad del camino y se preguntan qué los mueve a caminar hacia adelante, como si adelante hubiese algo que valiera la pena.
Tal vez uno de los mayores anhelos del hombre es la reversa del tiempo. En la ficción hallamos ejemplos de hombres y mujeres que inventan la máquina del tiempo, una máquina que posibilita el viaje hacia el futuro o hacia el pasado. Muchos anhelan regresar, echar reversa. Tengo una amiga que, a cada rato, me dice que le gustaría regresar el tiempo para no cometer el equívoco que cometió. Pero esto, lo sabemos bien vos y yo, es un absurdo. La ley de la vida es como esos anuncios que están colgados en las misceláneas: “Salido el producto no se admite devolución”. A cada rato tomamos decisiones y éstas definen nuestro futuro y conforman el sustento de nuestro pasado inmodificable.

Posdata: entiendo lo que mi amiga quiere decir. Ella es muy joven. Cuando fui niño ¡caminé hacia adelante! Cuando fui joven todo fue como si caminara hacia atrás, metido en la confusión. Ahora, no sé, pero pido a Dios me conceda la gracia de caminar hacia adelante. Ya no estoy en edad de hacer experimentos, ya no estoy en edad de jugar más de la cuenta. Mis juegos tienen que ser sometidos a la mesura, y esto es una estupidez. Los juegos deben ser libres y los jugadores no deben temer al riesgo. Por esto, insisto, ahora trato de caminar hacia adelante, con mucha atención, para no pisar caca o para no resbalar. Las banquetas de la vida se parecen mucho a las banquetas de laja de Comitán, ¡son muy resbalosas! A estas alturas de mi vida ya no puedo andar de reversa, mami, de reversa; lo peor es que tampoco puedo meter tercera velocidad. Como los automóviles, modelo cincuenta y siete, transito en primera y, a cada tiempo, debo hacer una pausa para que no se caliente el motor.


LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE EL PISO ES COMO EL MAR

Son tres niñas. Es como si dijese que son tres lagos. Tres niñas con el cabello negro, tres lagos con mil colores.
Las tres están concentradas en su oficio: tejer palmas. Las dos más pequeñas son las aplicadas, la mayor, la que tiene un rebozo atado por debajo de la cintura, vigila. Es como si ella supervisara el trabajo.
Las tres miran hacia abajo. Tal vez nunca vieron al cielo. Los juegos de las niñas siempre son con la vista gacha o con la vista hacia el horizonte. Pocos son los juegos que “exigen” mirar hacia arriba. Ya luego, cuando las niñas crecen, entonces se acuestan boca arriba y juegan juegos donde el chiste es ver el cielo con los ojos cerrados. Pero ¡miento! Un juego importante de las niñas es ver el cielo y hallar formas a las nubes. “Allá está un oso”, dice una. “Sí -dice otra niña-, y aquel es un mamut sin colmillos”. ¡Ah, el juego donde los objetos toman otra forma! Tal vez por esto, cuando las niñas crecen, a todo objeto le buscan otra forma.
Las tres niñas bonitas detienen el instante. Si uno mira bien, la niña que está en primer plano, la que se esfuerza en su cometido, ha hecho una pausa en el tejido de la palma. Con la mano derecha, mete la cinta debajo del bordado. Se trata de entrecruzar; se trata de jugar con las cintas de palma: una debajo, otra arriba. Se trata de formar una forma nueva.
Las tres llegaron con sus papás. ¿Quién sabe desde dónde? Tal vez llegaron en un auto propio, tal vez lo hicieron en un colectivo; tal vez caminaron, quién sabe desde qué lugar. Un lugar donde el piso es de tierra. Sus papás fueron a la montaña a cortar la palma (¿se cortaron las palmas de sus manos a la hora de arrancar la palma de la tierra?). Llegaron al pueblo, bajaron los hatos de palma, se sentaron y sacaron las cintas.
Las tres niñas continúan con la herencia. Tal vez sus abuelas (de niñas) hicieron lo mismo que ahora ellas hacen. En lugar de jugar matatena o de brincar la cuerda, ellas se sientan y, juiciosas, concentradas, juegan a enredar la palma. De palma también los sombreros; de palma también los petates. De palma entretejida muchos objetos que ayudan al ascenso del hombre. Estas palmas tejidas las ofrecerán a los caminantes; a quienes se dirigen a la misa de Domingo de Ramos. Ese domingo sería un domingo como lago vacío si no fuese por la luz que estas niñas le imprimen. Gracias al juego de estas niñas es que el simple domingo se convierte en Domingo de Ramos. Ellas son las que hacen el prodigio, las que riegan la bendición. Cuando terminen de jugar regresarán a sus casas con algunos pesos (pocos, porque los caxhlanes no pagan bien esos ramos. Hay cabrones que, incluso, se atreven al regateo. Quieren pagar menos por lo que ellas les piden. Pendejos, como si se pudiera regatear la bendición del sol todas las mañanas).
Las tres niñas calzan zapatos de plástico. Son los más baratos. Sus blusas, modestas, con bordados, azules y rosas, refulgen en su infinita blancura. No usan calcetas. Sus cabellos negros están atados con unas cintas tenues. Al fondo se ven los costales donde sus papás cargan los hatos de palma. Si no fuese por estas niñas el Domingo de Ramos sería un domingo común, como lleno de nata, aburrido. Ellas son las que hacen el prodigio. ¿Jesús las premiará por ello? ¡Quién sabe! Jesús estará, esa mañana, entretenido en subir a un burro para entrar al pueblo.
Son tres niñas. Tejen palma. No hablan. No sonríen. Están absortas en su trabajo. Diseñan una nueva ventana en el Universo. Su labor es complicada. Pero ellas lo hacen como si jugaran. ¡Cuánta dignidad en su oficio! ¡Cuánta luz en su juego! Las tejedoras de palma hacen que un domingo común se convierta en un glorioso Domingo de Ramos. ¡Pucha, qué prodigio!

miércoles, 3 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE LA TELA ES COMO UN MAR

Vicente Antonio Vásquez es un escritor Guatemalteco. Él me envió una fotografía. Siguiendo el juego que inició Ángel Gabriel Penagos, fotógrafo chiapaneco, Chente me dijo: “¿Qué ves?”. Veo una pareja, hombre y mujer, felices, en una plaza. Al fondo, la portada de una catedral. El cielo está oscuro, sólo una lámpara, a manera de luna, dice que es posible iluminar la oscuridad. Tal vez por esto, la pareja está iluminada. Sin duda, frente a ellos, al lado del fotógrafo, un reflector los ilumina. La fachada de la catedral está, también, iluminada. Las luces del templo están colocadas de tal suerte que producen un efecto de sombra. La luz no ilumina de manera directa las imágenes de los santos. Por el contrario, la pareja sí está iluminada en forma total. No hay una sola sombra en los dos rostros. Por esto ven de manera directa hacia donde está el fotógrafo, pero es una mera ilusión, porque, en realidad (se ve de manera obvia), ellos caminan hacia el frente, hacia donde no ven. No ven al frente, porque saben, en este instante, que no hay motivo de tropiezo. Las piedras se colocan después. Los caminos, desde siempre, son libres. Todas las parejas lo saben, pero, ¡oh, Dios!, conforme caminan olvidan que un día tuvieron la certeza del camino libre. Por esto, el hombre feliz, a manera de puente, coge con ambas manos el velo que, como nube extendida, se desprende del cabello de ella. Es la metáfora de un puente. Las parejas, siempre, salvan los abismos que los hombres encuentran, porque, lo saben, jamás lograrán entender a cabalidad al otro. Todo en la vida es un acercamiento, un eterno descubrir. Las parejas que siguen siendo niños sorprendidos ante cada paso, ante cada vuelo, siguen así, felices, como felices están ellos. Lo que veo en esta foto es el instante en que un velo los une; en que un puente frágil, pero tenue, ¡los une!; en que un puente liviano, pero dúctil, ¡los une! Los hombres y mujeres felices saben que el aire es tímido y generoso con los amantes y no necesita puentes de cemento, les basta con los velos que son como alas de mariposa.
Por esto, el vestido de ella forma un círculo y él permanece en la orilla de ese sol. Será el cometido de él, que ese círculo, como mandala, permanezca albo, sin mancha. Si el lector se acerca al detalle verá que el círculo blanco se deshace en orlas que son como olas que besan los ladrillos. Es la antítesis de los huecos negros que retozan en el universo. Es un hueco blanco, porque blanco el camino que recién comienzan. ¡Ah, si su camino fuese como el Camino de Santiago y continuaran sin las piedras que luego el tiempo comienza a desgajar! ¡Ah, si su camino, por siempre, fuese este tránsito sin cargas, sin pesos, sin nubes negras! El deseo es que ella siempre lleve un ramo de flores para ofrecer a su amado; el deseo es que él siempre, entre sus manos, sea el asidero de ese puente de agua que ofrece la posibilidad eterna de la unión. Que ellos siempre tengan cuidado en no manchar ese pozo blanco que, esa noche, era como el sustituto perfecto de la luna, en esa noche oscura que sirvió como telón.
El lector atento advertirá que, en ese instante, pasa un auto por la calle y, si el ojo le alcanza, verá que al lado del hombre, detrás de los arbustos, existe una pareja sentada en una banca. Casi no se advierten, porque, esas historias ahora no cuentan. La historia principal es la que cuenta la imagen del primer plano, donde se ve la pareja feliz en el inicio de su peregrinar por el Camino de Santiago.
El hombre sostiene el velo para formar un pabellón, como si fuese un cielo que cubre y protege el círculo blanco. ¿Quién más es testigo esa noche? ¿El fotógrafo? ¿El iluminador? ¿Algún familiar enredado del lado donde está el fotógrafo? Ahora ya no importa quién estuvo. Ahora entienden que nunca aparecieron en la fotografía. No era necesaria su presencia. Al final esto fue como un trato entre ella, la mujer feliz, y él, el hombre feliz. Un trato ante un solo testigo, la Divina esencia que está enredada en el interior y en la fachada de la Catedral y en el hueco negro del Universo, pero, sobre todo, en el círculo blanco que ella sostiene, que ella alimenta, que ella mueve a su lado a la hora que da un paso hacia el camino sin titubeo. ¿Qué veo? ¡Eso, un camino sin titubeo! ¡Ojalá por siempre!

lunes, 1 de abril de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE VE EL ALA DEL VUELO

La niña es hermosa, la niña más hermosa de la región. El círculo concéntrico está difuminado. Es así porque el verdadero Centro es ella, la niña que levita. No se sabe si el parasol la ayuda a levantarse del suelo, no se sabe si baja o si asciende o si, ¡prodigio de prodigios!, permanece suspendida en el aire. Aún cuando la consigna popular asegura que no puede taparse el sol con un dedo, en esta fotografía se advierte que sí es posible hacerlo con un parasol. Y esto es así, tal vez, porque el sol es ella, la niña que, con una cinta en la cintura y un vestido color melón, sonríe, como si la vida fuese el aire que pasa, sin misterio, a través de la baranda que está al fondo. Una baranda metálica que sirve como colgadero para secar la ropa, esos lienzos que son como banderas de países no identificados.
La niña es hermosa, con el brazo derecho sostiene el mango del parasol, que, a veces, también sirve como paraguas. La niña es la vida. No hay otro elemento que así lo indique. Todo está como inerte, el mismo sol no es más que una mancha luminosa en el fondo, en el mismo fondo donde las frondas de dos árboles también son meros pilares para sostener la estructura principal: ella. Pero no se piense que ella es el Centro del Universo, su modestia, su sencillez indica que es apenas el Universo.
El mango del parasol oculta el brazalete que ella lleva en la muñeca (acá se puede hacer un juego de palabras y decir que la muñeca es un mango que oculta el sol). Tal vez el brazalete sostiene un reloj y este reloj marca el tiempo, pero si el reloj está oculto, tal vez, sólo tal vez, el tiempo también levita. Es tan grácil el vuelo de ella que todo está como suspendido, suspendidas las frondas de los árboles; suspendida la baranda que es como una vía de tren que despertó a sus durmientes y se puso de pie; suspendidas las ventanas en su mirada; suspendido el gusano del techo que se quedó a mitad del camino y dejó las ondas de su huella. Todo está suspendido, suspendido en el vuelo de ella, la niña más hermosa.
Su brazo izquierdo pareciera querer tocar la bandera verde, la de la ilusión, la de la esperanza, pero, insisto, está como suspendido, como si lo que tocara fuese el rostro del viento. Porque su rostro es el aire, la bendición de la luz. El cabello es como la lluvia que no logra detener el parasol. No lleva calzado. ¿En dónde, por Dios, se ha visto a los ángeles usar sandalias? Ella va descalza porque sus pies tocan el césped del aire y bendicen la superficie donde Dios extiende su mano.
Ella, como las vírgenes del Renacimiento, mira hacia abajo. Es así, porque ella permanece en las alturas, cerca de donde las banderas seducen al viento. Ella levita. No necesita más mantras que su propia estatura, que su propio carácter. No se esfuerza. Es como si su vocación fuese el vuelo y su casa el jacal del cielo. ¿Baja, como Mary Poppins? ¿Sube como subió Carsolio al Everest? ¿Permanece intocada en el aire como permanece la nube más tenue? ¿Brincó desde la baranda o lo hizo desde un brincolín en un patio de juegos? Está sobre el patio de la casa de la baranda. Se puede asegurar que el piso está seco, que no llueve, que es ella la que llueve la luz. El sol está oculto detrás del parasol. Si la imagen tiene luz es porque ella, su rostro, sus manos, sus brazos, sus hombros, sus muslos y sus pies llueven luz.
Si Gabriel García Márquez viera la imagen de esta niña hermosa recuperaría la memoria y diría: ¡es Remedios, la bella!, y se hincaría y rezaría un padre nuestro, porque Él también está en los cielos, y como en ella, la niña hermosa, también es santificado su nombre.