sábado, 21 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO ES UNA BOLSA LLENA DE PROMESAS





Querida Mariana: tus tiempos son tiempos de “tuitear”, los míos fueron tiempos de “vosear”. Vos de ¡tú! y yo de ¡vos!
Perdoná estas boberas, pero aún me sigue dando vueltas en la cabeza lo que me dijo Alicia. La otra tarde fui a su casa, me invitó a tomar una taza de té, en el corredor lleno de helechos y piso de ladrillo. La casa de Alicia es bella, está por el barrio de San Agustín. Ella cuenta que ese barrio se llamaba “Santana” (así me sonó, como si el santa ana de la santa o del que cedió territorio mexicano a los gringos se uniera en un solo vocablo). No sé si “San Agustín” tuvo otro nombre. Pensé en preguntarle a Amín Guillén o al arquitecto Pepe Trujillo, quien es nuestro cronista municipal, pero no he tenido tiempo. En medio del “viboreo” de la tarde con Alicia ella me dijo que te envidiaba. Me puse chento porque pensé que a ella le gustaría ser la consentida que sos vos. ¿Envidiás a Marianita? ¿Por qué?, pregunté. Y ella diluyó mi emoción. Me dijo que le dabas envidia porque vos recibías cartas. “¡Ah! -dijo ella- ahora ya nadie escribe cartas y por lo mismo nadie recibe cartas”.
El otro día, Jaime me preguntó si la oficina de correos aún existe. Sí, le dije, todo existe. Y comencé a hacer un recuento de la existencia de los chunches de correos: aún hay sobres aéreos y terrestres, sellos postales, papel especial para cartas y plumas fuentes. ¡Uf, el mundo postal está salvado! Claro, ahora, con estos chunches electrónicos, como teléfonos celulares, Ipad’s y computadoras personales, el correo ha perdido vigencia. ¿Qué niña bonita envía una carta a Europa si puede entrar al Internet y conectarse de manera casi instantánea con su amado? El otro día Samuel Albores Amezcua (talentoso comiteco que radica en Buenos Aires, Argentina) me dijo que tiene comunicación con sus papás, casi a diario, a través de skype. ¿Quién es el audaz que se pone a esperar una respuesta a través del correo? ¡Uf! En mis tiempos había gente que enviaba cartas a México vía terrestre. ¡Por el amor de Dios! Si hacerlo por vía aérea era todo un lío de cuerdas, hacerlo por vía terrestre era casi casi la muerte. Cuando había un encargo realmente urgente, las personas usaban el telégrafo. “Mamá está un poco malita. Hicieras el esfuerzo de venir a verla mañana. Traé traje negro”. El telégrafo usaba la clave morse y el mensaje era enviado casi de manera inmediata, pero, en el lugar del destino, el encargado debía escribir el mensaje y era preciso que otro empleado se trepara en una bicicleta y llevara el telegrama al domicilio. Si el ciclista era mordido por un chucho o era atropellado ¡el mensaje nunca llegaba! Si los revolucionarios (es un ejemplo pedante, pero ejemplo al fin) cortaban los alambres por donde viajaba el mensaje éste nunca llegaba. Hay mil historias de cartas que llegaron años después. En esas cartas, a veces, iba una declaración de amor. La tía Esperanza se enteró que un pretendiente la amaba ¡cuarenta años después!, cuando ya el camino no permitía el regreso. ¡Qué esperanza! ¡Dios mío, cuántas torceduras de destino provocó el correo postal!
Alicia te envidia, pero no porque vos y yo seamos “encuache”, te envidia porque vos ¡recibís cartas! Y si lo pienso tantito, tiene razón. Conozco a una niña que estudia en el Cbtis 108, Olga Guadalupe, que nunca ha recibido una carta en su vida. ¿De veras?, le pregunté cuando me lo aseguró. Sí, dijo, de veras. Y así como Olga debe haber mil doscientas treinta y dos comitecas bonitas más que no saben lo que es recibir una carta. Ahora bien, ¿cuál es el encanto de recibir una carta? A pesar del tiempo eterno que duraba recibir una carta, su encanto radicaba en la cercanía. ¿Qué significa esto de cercanía? ¡Te cuento!, perdón por ponerme de ejemplo. Cada vez que te escribo, abro la gaveta del escritorio, saco una o dos hojas de papel opalina, color hueso y una pluma fuente. Estos chunches me sirven para decirte todo lo que deseo. Cada vez que te escribo lo hago como si estuvieses a mi lado y te hablara en susurro, con una voz de ala de colibrí para que sólo vos me oigás. Existe el riesgo de que la carta caiga en manos ajenas y el propietario de estas manos se entere de las cosas íntimas que te digo, pero no me preocupa demasiado. Sé que otra de las características inherentes de las cartas es el morbo. Cuando estudié en la UNAM, en la ciudad de México, esperaba con ansias las cartas de mis papás y de mis amigos (sólo ocasionalmente recibí cartas de niñas bonitas de las que yo estaba locamente enamorado, con la misma intensidad con que ellas estaban enamoradas de otros). Esa espera no he vuelto a experimentarla. Cuando una carta llegaba era día de emoción. A veces, compartíamos con los amigos que vivíamos en el mismo departamento las noticias de Comitán; a veces, qué aventados, quienes tenían novias nos compartían las palabras que sus niñas les escribían. Estas cartas eran las mejores porque, siempre, vos lo sabés, los enamorados destilan miel, pero también, de vez en vez, destilan sudor sensual. La novia de un amigo nuestro pudo haber sido una de las más grandes escritoras de la lengua española, porque tenía una gran capacidad para narrar los deseos que la imagen de su amado le provocaba. No sé si podás entender la emoción de mi amigo al recibir una carta enviada desde nuestro pueblo que estaba a mil y pico de kilómetros de distancia. Nuestro amigo se encerraba en el cuarto y se quedaba ahí, solo, horas y horas leyendo y releyendo la carta. Ya en la noche, cuando nos acostábamos los tres amigos que compartíamos cuarto, él prendía una lámpara de noche y nos decía que leería pasajes de lo que su novia le había enviado. Nosotros colocábamos las manos en la nuca y nos disponíamos a escuchar la lectura. No sé qué imaginaba Jorge, el otro escucha, pero yo imaginaba que esas palabras eran dirigidas para mí por mi novia “virtual”. Ella, después del saludo común y de dar noticias de cómo estaban sus papás, hermanos y amigos en común, dejaba el pasillo de lo cotidiano y entraba, por así decirlo, a la recámara de lo íntimo. El novio tragaba saliva conforme iba leyendo y nosotros, cada uno en su cama, oía con atención, con las manos sudadas, la descripción de ella. Cada palabra que ella decía era como una mano acariciando la nuestra; a veces su mano dejaba la nuestra y subía por el brazo y llegaba al pecho. Nunca lo dije, pero siempre pensé que esa muchacha era una gran narradora porque nos hacía vivir con una intensidad contenida. Con una capacidad innata hacía que el novio y ella se encontraran, por ejemplo, en la sala de la casa, mientras sus papás cenaban. Entonces, en un prodigio de imaginación y de atrevimiento, ella se paraba y le pedía a él que le acariciara los pechitos (porque eso sí todos podíamos asegurar que ella no tenía los pechos grandes). ¡Dios mío, cómo se atrevían a hacer eso cuando en el cuarto de al lado estaban los papás cenando en silencio, pendientes de lo que ellos platicaban! De acuerdo con la descripción ella le contaba al novio un cuento que la maestra de español había dejado de tarea. ¡Qué niña tan pícara y perversa! ¡Deliciosa! Mientras hablaba como cotorra australiana, se desabrochaba el brasier y tomaba una mano de él, la metía debajo de su blusa y, cerrando los ojos, la guiaba. Con su mano guiaba la mano de él, para que acariciara su pecho, primero uno y luego otro. Los papás (así lo contaba) continuaban, en silencio, tomando su café con pan y ella, casi gritando, para que los papás estuvieran tranquilos, contaba: “y Alicia le dijo a la ovejita, me gusta cuando pastas por mi patio. Y la ovejita, con su lengua húmeda, besaba las flores del patio y ella, Alicia, tomaba con su mano la vara, dura, dura, de la flor más bella y, la acariciaba hasta que algo como rocío humedecía su mano”. ¡Dios mío, y esto mientras los papás, confiados, satisfechos, remojaban el pan en la taza de café! Nosotros, Jorge y yo, sentíamos mucho calor, pero no nos quitábamos las colchas, tal vez porque el prodigio de la carta hacía que se endureciera “la vara de la flor más bella”. Cuando nuestro amigo miraba que nos calentábamos de más, como que le entraba cierto aire de pudor y suspendía la lectura. “Ya, ya”, decía y apagaba la luz. Siempre pensamos que la continuación de la carta era más encendida, más íntima. Por esto, un día, tratamos de abrir la gaveta donde nuestro amigo guardaba celosamente cada carta de ella, pero no lo logramos. Así que fuimos por un cerrajero y lo llevamos al departamento. Estábamos dispuestos a todo, con tal de saciar nuestro morbo, pero justo cuando llegamos al edificio vimos que nuestro amigo (el novio) estaba en la puerta del elevador. Había regresado demasiado temprano de la Universidad. No nos quedó más que seguirnos de frente en el estacionamiento y decirle al cerrajero que habíamos perdido la llave del carro. ¡Bonita pendejada!
Este misterio y esta seducción lo permitían las cartas. Ahora todo es inbox, todo es msn, todo es tuit.
Las cartas tenían mil ventajas y mil desventajas, pero de las primeras la más hermosa era su posibilidad de tender puentes en la distancia. Eran hilos de luz que nos acercaban a nuestros amados territorios, los que desde siempre habían sido nuestros. Vivíamos, temporalmente, en una tierra distante y ajena. Las palabras de nuestros afectos comitecos eran como una pomada a mitad del corazón, eran como una nube para iluminar nuestros cielos un poco grises, un poco llenos de smog.
Mi amigo nunca traicionó la confianza de su novia, sólo extendió la mano que ella, generosa, amorosa, le tendía desde la soledad de su cuarto. Porque una carta puede escribirse en cualquier lugar, pero hay lugares idóneos. Las cartas de amor, mi amor, deben escribirse en la soledad del cuarto y a la hora que el sol se oculta. Los amantes, lo sabés, necesitan la complicidad de la penumbra. Por esto, la novia de nuestro amigo siempre le describía escenas nocturnas. Nunca contó un encuentro casual a la hora del desayuno (¡qué asco!) Sus encuentros siempre fueron de noche y en lugares especiales. Yo recuerdo, como si ahora mismo lo estuviera escuchando, la carta donde ella contaba el encuentro que tuvieron en la recámara, una noche en que los papás habían ido al cine. Describió, como si fuese Cortázar, en un capítulo de Rayuela, cómo colocaban una serie de hilos y campanas que tocarían a la hora que sus papás abrieran la puerta y cómo el novio debía escapar por el patio. Como si fuese una escena real la vivimos y junto con nuestro amigo subimos la escalera, colocada en el patio, y saltamos a la calle.

Posdata: no es poca cosa lo que diré: hay niñas que nunca han recibido una carta. Pudiera parecer algo intrascendente, pero si hago cuentas de que también hay niñas que nunca recibieron una serenata con marimba; niñas que nunca supieron lo que era dar vueltas y vueltas en el parque para recibir las miradas de los pretendientes; niñas que jamás de los jamases supieron lo que era ser besada en el interior de un carro a la hora de la función de un autocinema, entonces pienso que el mundo se está desintegrando, porque ahora, en esta vorágine de la instantaneidad, todo se ha vuelto como más plástico. Sonrío cuando veo a una muchacha bonita con una rosa en la mano, cuando miro al muchacho bonito que hace intentos de tomar la mano de ella. La bendición de la vida está en lo sencillo, en lo mínimo y en la sugerencia. A través de las cartas de los afectos comitecos vivimos y sobrevivimos la distancia. Cuando la ciudad de México nos mostraba sus grietas más hondas siempre apareció la luz, a través de una carta. La novia de nuestro amigo nunca supo todo el bien que nos hizo (de manera especial a mí); nunca se enteró que el novio leía sus cartas de manera compartida. Que Dios la bendiga a ella y que Dios, de igual manera, sea generoso con nuestro amigo que fue generoso con nosotros. Ahora cualquiera diría que era un “open minded”. Sé porqué lo hizo, nos veía tan desvalidos, tan sin cobijo, que él nos compartía un cacho de esa sábana limpia que ella le enviaba. ¡Ah, qué ricas cartas escribía! ¡Qué cartas tan llenas de montañas! ¡Qué plenas de leños para hacer la fogata!
Niña viento, no vayás a enojarte, un día le escribiré una carta a Alicia sólo para que sienta qué se siente al recibir una carta, sólo para que tenga “su primera vez”.