sábado, 7 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA SILLA PUEDE HACER LA DIFERENCIA




Querida Mariana: el otro día vi tres sillas sobre una mesa. Estaban colocadas como si esperaran la llegada de la Santísima Trinidad, perdón por la irreverencia. La mesa era larga y las sillas muy formales; las sillas estaban acomodadas como si fueran el escenario para una representación teatral. No es común hallar este tipo de escenas. Por lo regular, las sillas están acomodadas al lado de las mesas; las patas de las sillas, por lo común, se sostienen sobre el piso. Están hechas para estar sobre el piso. Claro, en ocasiones, algún arriesgado mueve la mesa hasta el centro de la sala, coloca una silla encima de ella y, como si fuese un equilibrista o un desquiciado, se sube para cambiar un foco. ¡Dios mío, qué “aventados” somos los mexicanos! En países europeos nadie improvisa de esta manera. Para eso se hicieron las escaleras metálicas de seguridad. Pero en México “nos aventamos como El Borras” y ahí andamos cambiando focos trepados en sillas endebles, arriesgando nuestra integridad física. No pensamos que un ligero descuido puede provocar una rotura de huesos, que no tendrá solución con un poco de “kola-loka”.
Todo mundo está de acuerdo en que las sillas son indispensables. Son un gran invento. La mesa, que es tan necesaria, puede ser prescindible. La gente puede comer de pie, pero si hay una sillita por ahí la gente lo prefiere, aunque no exista la mesa. Esto lo compruebo cada vez que voy a un “día de campo”. A veces no hay mesa, pero la gente come bien, siempre y cuando esté sentada en esas sillas sencillas plegadizas de madera sin pintar. Las señoras (siempre generosas con sus maridos bolos) sirven barbacoa, salsa verde y un poco de arroz en un plato de unisel, lo coronan con un bonche de tortillas calientitas y lo ofrecen a quienes, cómodamente sentados, esperan debajo de la sombra de un árbol. Los maridos tienen la cerveza helada al lado del pie derecho, aceptan el plato con la mano izquierda, se inclinan tantito sobre su lado derecho, como si fuesen un buque en medio de tormenta, y levantan la botella. Dan un sorbo largo a la cerveza, la depositan de nuevo en el césped y, después, le entran con fe y corazón a la comida. Los días de campo son muy disfrutables, porque el viento se enreda en los pinos y trae un aroma de juncia fresca. A mí me gusta ir al campo, pero no soporto sentarme en el suelo. Debe ser porque soy muy torpe con el manejo de mi cuerpo. Veo con envidia a quienes adoptan la posición de flor de loto y están tranquilos. Yo no puedo permanecer sentado en el suelo más de tres minutos. Cambio de posición a cada rato y en ninguna de ellas “me acomodo”. Si alguien me ofrece una silla la acepto de mil amores.
A veces no pensamos en ello, pero de todas las horas del día muchas las pasamos sentados. Ahora mismo que te escribo, lo hago sentado (no me da pena decirlo, lo hago en una silla de plástico que en el respaldo tiene el logotipo de “Corona”. Como ya no bebo cerveza, tal vez lo hago para no extraviar el ambiente de la cantina. No sé la verdad cómo esta silla vino a dar a mi casa. Tal vez la traje en alguna borrachera pasada).
Dos o tres grandes escritores escriben parados. Recomiendan escribir así. Es cierto que las ideas fluyen con mayor amplitud cuando estás parado y caminás de un lado para otro. Ellos (los grandes escritores) mandaron a hacer un mueble especial, una especie de atril, para poder colocar el cuaderno o el Ipad y escribir de manera cómoda. Ellos no necesitan la silla para escribir. Estos escritores procuran no caer en la rutina de la silla. La silla es un objeto deseado, pero dañino para la salud. Los médicos recomiendan no pasar mucho tiempo en la silla. Sin embargo, los tiempos modernos parecieran atarnos a ella.
Por esto, ahora, los expertos en diseño han creado sillas ergonómicas. Una mala postura a la hora de sentarse crea molestias físicas que pueden convertirse en problemas serios de salud.
Llama mi atención la categoría de sillas. Hay gente tan snob que compra un sillón de peluquero y lo instala en el centro de la sala de su casa; y hay gente en el país que se deshace por alcanzar una silla particular que se llama: silla presidencial. Las sillas, entonces, tienen un encanto especial. Hay, incluso, algunas parejas a quienes les encanta hacer sus travesuras en sillas. Debe tener su gracia escondida. Yo no lo sé.
El otro día, el tío Cenobio buscaba en toda la casa su silla. Ay, Dios, pensé, debe ser su silla consentida. No, me dijo Eugenia, lo que está buscando es su silla de montar, ya se la birlaron.
¿Recordás cuando jugamos a hacer una relación detallada de los actos realizados en el día? ¿Recordás que comenzamos sentados y terminamos igual? Es un absurdo, pero en cuanto despertamos ¡nos sentamos! Y así nos pasamos gran parte del día. Después de bañarte te sentás frente a la mesa para desayunar (media hora); luego te sentás en el auto y conducís hasta tu universidad (veinte minutos, bueno, ahora que hay más baches, pueden ser veinticinco minutos); llegás a tu salón y te sentás, por espacio de cinco horas, con apenas cierto descanso a la hora que caminás por el pasillo para ir a sentarte, ¡otra vez!, a la taza del baño o a la silla de la cafetería. ¡Dios mío! ¿Mirás cuántas horas? Salís de la universidad y trepás al carro y luego llegás a tu casa y comés y luego te sentás en la poltrona del corredor y leés un rato y luego vas a tu cuarto y te sentás a hacer tareas y luego a cenar y luego, al final, entrás a tu cuarto (de nuevo) y hacés ese prodigioso ritual de quitarte la blusa, el pantalón, el brasiere (¡Dios mío!) y ponerte el pijama y, por último, antes de acostarte, te sentás en la cama. ¿Mirás cuántas horas? Y así durante toda la vida. Por esto, ahora entiendo por qué el tío Eugenio no permite que alguien se siente en su sillón favorito. El sillón del tío es respetado por todo mundo. Claro, ese sillón es como parte de él. Me sorprende que los hombres y mujeres no terminemos con callos en las nalgas. ¡Miles de horas de nuestras vidas las pasamos sentados!
Por esto, ya te conté el otro día cómo Alfonsito odiaba, no la silla, sino la palabra silla. Contaba que comenzó a odiarla cuando su prima Bertha decía “sí, ya”, a todo lo que le preguntaban. ¿Ya te lavaste? Sí, ya. ¿Fuiste al baño? Sí, ya. Comenzó a molestarla. Cargaba una silla y cuando alguien le preguntaba algo a la prima, él movía la cabeza como péndulo, la remedaba y mostraba la silla. Bertha y Alfonsito crecieron (dejó de ser Alfonsito y se convirtió en Alfonso). Él dejó de molestarla y ella siguió respondiendo sí, ya, a toda pregunta. No sólo respondió a preguntas en pasado sino, también, a preguntas en presente: ¿me querés? Sí, ya; y a preguntas en futuro: ¿me vas a querer siempre? Sí, ya. No bastó que Alfonso le explicara que eso era una incorrección lingüística. Ella siguió respondiendo sí, ya, a toda pregunta. ¿Lo hacés por joderme, verdad?, preguntó Alfonso un día. La prima lo abrazó, recargó su cabeza sobre el pecho y, por primera vez, dijo no. Explicó que, desde niña se le hizo una respuesta maravillosa. El “ya” cabía cuando ella decía sí. Y entonces le puso un ejemplo y dijo que el “no” no cabía. Lo dijo así: el no no cabe con el ya. No, ya, dijo, sí es una incorrección lingüística. El ya cabe con el no, siempre y cuando se altere el orden. Y le explicó, si yo te pregunto: ¿vas a continuar haciendo la tarea?, podés decir ya no; pero no podés decir no, ya. En cambio, dijo, el sí, ya, y el ya, sí, cabe en todo y yo lo he hecho durante toda mi vida. Pero, Alfonso insistió, no cabe en presente ni en futuro. Sí, sí, cabe, dijo ella, no se oye mal, es un mero juego. Entonces, Alfonso dejó de odiar la palabra y también jugó con ella. A cada rato le preguntaba a Bertha: ¿trajiste la silla?, y ella decía sí, ya. ¿Traés la silla? Sí, ya. ¿Traerás la silla? Sí, ya. Supo que cabía en todos los tiempos verbales. Y un día, que estaban solos en casa, mientras ella tocaba el piano, él se acercó y le preguntó: “¿me amarás un día?” Sí, ya, respondió. “¿Me amás, ya?”. Sí, ya. “¿Me amaste, ya?”. Sí, ya. Y él no supo porqué se sintió pleno, hizo que se corriera tantito sobre el banco, se sentó al lado de ella y tocaron a cuatro manos.
¿Has visto a algún concertista tocar el piano parado? Es raro. Hay instrumentos que exigen al ejecutante estar sentado para tocarlo. El que toca los timbales está parado, pero la muchacha bonita que toca el violoncelo ¡debe estar sentada! Además es hermoso ver no sólo la ejecución sino la preparación. La muchacha bonita, vestida con un vestido amplio, azul fuerte, y con un pequeño detalle color rojo en la tira que sostiene el vestido, se sienta y, en movimiento majestuoso, abre las piernas y coloca el instrumento en medio de ellas, lo aprisiona. Durante el tiempo de ejecución ella detiene el instrumento, porque sabe que puede tomar vida y volar. Lo único que deja que vuele es el sonido que maravilla a los oyentes. El disfrute de ver a una muchacha bonita ejecutando el violoncelo no sólo es auditivo sino también visual. Estoy seguro que si ella no estuviese sentada no habría tal emoción, tal disfrute.

Posdata: una vez, mi maestro de quinto de primaria ¡me castigó! Me mandó a la esquina del salón e hizo que yo me sentara viendo hacia la pared. Las lágrimas resbalaban sobre mi cara como si estuviesen trepadas en un tobogán. Sólo alcancé a escuchar el murmullo, las risas y las burlas de mis compañeros. Supe que todos me veían. Yo no podía voltear a verlos. Bueno, niños, ya, dijo el maestro. Supe que todos habían dejado de verme y miraban al pizarrón. El maestro continuó su clase. Escuchaba cómo el gis patinaba por el pizarrón mientras el maestro escribía los números de la operación matemática que explicaba. Yo estaba castigado, tenía mis manos sobre mis muslos y miraba la pared, apenas alcanzaba a mirar la parte inferior de un mapa de México. Lo miraba como si estuviese adentro de un carro en medio de la lluvia y el cristal estuviese empañado. No alcé la vista para que el maestro no se enojara más. Permanecí con la mirada fija en el horizonte. Por fortuna me tocó ver un cachito del estado de Oaxaca (pintado de verde), casi la totalidad del estado de Chiapas (pintado de morado) y Guatemala (pintado de naranja). La mayoría de mi visión la ocupaba el mar, el océano pacífico (estaba pintado, lógico, de color azul, pero tenía unas ondas en color blanco que simulaban las olas). Dejé de llorar. Mientras el maestro y mis compañeros resolvían el problema de matemáticas donde Juanito había ido a la tienda con un billete de diez pesos a comprar dos chayotes, cuatro manzanas, tres plátanos y una caja de cerillos, y el maestro preguntaba ¿cuánto le había sobrado si el chayote costaba cincuenta y ocho centavos, el plátano tararín, la manzana tararán y los cerillos tororón?, ¡yo miraba el mar! Esa mañana supe que estar sentado mucho tiempo frente a una pared puede ser un buen ejercicio de imaginación. Supe que ahí, en la pared, también podía estar el mar. Supe, entonces, que el tío Eugenio no estaba tan loco como decían en casa cuando lo miraban mover su sillón favorito y colocarlo frente a la pared. El tío se pasaba horas y horas mirando la pared, una pared vacía, sin ventanas, sin retratos, sin diplomas. Miraba la pura pared vacía. Tal vez, el tío un día se portó mal y un pinche maestro lo castigó y él, hombre maravilloso, se sobrepuso y soportó el castigo con entereza y, horas después, mientras el maestro esperaba que se rindiera y prometiera no volver a portarse mal, él ya estaba viajando a través del mar.
A veces, cuando me toca estar sentado, en espera de algo, cierro tantito los ojos y pienso que estoy frente a una pared y veo apenas un cachito del mapa de México, veo el filo de Oaxaca, la panza enorme de Chiapas, la horma de danta de Guatemala y el espléndido espejo azul del Océano Pacífico y me siento bien, muy bien.