sábado, 28 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA VIDA ESTÁ ENREDADA EN UN TOLOLOCH





Querida Mariana: ¿vos conocés el tololoch? Dijera don Apolinar: “¡con qué trabajo conozco el contrabajo y vos querés que yo conozca el tololoch!”. Don Roque Espinosa Flores, gran músico comiteco, tocaba el tololoch, mejor conocido en otras partes del mundo con el nombre de contrabajo. Acá en Comitán hay un chiste sobado que dice que el trabajo no es tocarlo, sino cargarlo. Claro, ahora existen unos contrabajos electrónicos que son bien delgaditos, como si se hubiesen puesto a dieta o fueran anoréxicos. En los tiempos de don Roque el tololoch (o tololoche) era un instrumento pesadísimo. Recuerdo, como si fuese un bosque de niebla, a don Roque cargando el instrumento en alguna subida de Comitán. Don Roque no sólo tocaba el bajo, también le entraba a la marimba, al acordeón, al violín y a la batería.
Nada sé de música, lo sabés. A lo más que da mi vida es a mover los pies a la hora que escucho marimba; lo más que da mi vida es a silbar alguna tonada de los tiempos de mi papá (los mismos tiempos de don Roque). A veces me descubro silbando “voy por la vereda tropical…”, que es una canción que le gustaba a mi papá. Bueno, eso de silbar es un decir, porque como estoy todo “sholco” de mi boca sale aire de más. El La se confunde con el Mi o con el Tú (¡ya, ya, te digo, a veces hago chistes malísimos!).
Y ahora recuerdo a mi papá y a don Roque, porque el otro día me topé, en la calle, en la esquina de Jesusito, con una hija de don Roque, doña Socorrito. Me detuvo y me dijo: “te tengo una foto donde está mi papá y tu papá”. A la hora y media ya estaba en su casa. Toqué. “Adelante, pasá”, me dijo, con ese trato afectuoso de los comitecos. Crucé el patio y entré a la sala. Ella sacó la foto que estaba debajo del cristal de la mesita de centro. Una foto rescatada, porque fue foto como esas que entregaban en los circos, que no eran más grandes que una pulgada cuadrada. Había un chunche de plástico de colores (rojo, azul, verde o amarillo), que se tomaba con los dedos pulgar e índice, se pegaba al ojo y se veía la foto a través del visor pequeñísimo. El chunche había que ponerlo en una fuente de luz (la luz del día o la luz de un foco) para poder mirar la fotito. La hija de don Roque me contó que fue una odisea rescatar la foto. Con la tecnología actual, algún experto logró “agrandarla” e imprimirla en papel. Ella la colocó a mitad de la sala, debajo del cristal de la mesa de centro; yo, ahora, la coloco en el cristal de mi corazón. Según ella me contó quienes están en la foto son don Ramiro, mi papá, don Ricardo y don Roque, músico maravilloso. Los cuatro tienen cervecitas en las manos. ¡Andan en la convivencia! Y ahora comparto esta foto contigo, porque esta imagen ya no es posible encontrarla en estos tiempos. Y no me refiero al hecho de que quienes están ahí ahora están muertos. ¡No! Me refiero al tipo de encuentro. Ahora, como será siempre, los amigos se reúnen y se resbalan sus cervecitas. ¡Maravilloso! ¡Qué bueno que la vida tenga esas pausas amables! Pero, ahora, los amigos se reúnen de manera diferente. Ahora, los amigos llegan a una casa para ver, juntos, en la televisión, el partido de los Pumas de la UNAM contra las Chivas del Guadalajara. Se reúnen para ver, juntos, en la televisión, la pelea del Canelo contra el que le partirá su mandarina en gajos; los amigos echan su cervecita y ponen el karaoke y cada uno se cree Alejandro Fernández o Diego Verdaguer. En aquellos tiempos (tiempos de la fotografía) los amigos se reunían y platicaban y escuchaban discos de setenta y ocho revoluciones. No tenían necesidad de agarrar micrófonos para imaginarse en un escenario de Broadway. Cuando escuchaban un disco con la voz de Jorge Negrete, les bastaba comenzar a cantar desde donde estaban sentados y formaban un coro monumental. A veces se paraban, se abrazaban y meciéndose como barcos (ya por la cantidad de cervecitas), iban de un lado para otro, cantando la canción.
No sé si la tarde de la foto decidieron, después de las cervecitas, tomar la “caminera”. Si fue así abrieron la botella de ron Bonampak o ron Potosí y se sirvieron generosamente en vasos de cristal. Hoy, vos lo sabés, las “camineras” son con güisqui y con vasos de unisel. El otro día asistí a una reunión en un salón de fiestas y uno de los invitados exigió, ¡de veras!, que le sirvieran güisqui, porque no soportaba el ron. ¡Dios mío! Antes el güisqui era sólo para las gargantas finas y educadas. Y digo lo del salón de fiestas, porque ahora las reuniones son en esos espacios anónimos. Antes, las fiestas eran en los patios de las casas, se ponía manteado, se adornaban los pilares y las paredes con festones y el patio y los corredores olían a juncia fresca. Las mesas eran largas, largas, como larga era la promesa de la duración del festejo. ¡Se perdía la llave! Ahora, las mesas son redondas. En pocas fiestas de salón se coloca la juncia. Esto es comprensible. Los pisos de hoy son pisos porcelanite. Los pisos de antes eran con mosaicos de El Terrazo. Los pisos de porcelanite son de mucho caché, pero brillosos y resbaladizos. No sé porqué dejamos de usar el mosaico local y adoptamos la costumbre de la internacionalización. ¡Nos volvimos internacionales! Y ahí andamos resbalándonos y quebrándonos uno que otro huesito, a toda hora. Antes, los ladrillos eran “regados” y el aroma del barro húmedo nos acariciaba el corazón. Hoy, todos los salones de fiesta huelen a cloro, a maestro limpio, aunque los maestros no sean tan limpios, porque cada que se manifiestan y toman las plazas en demanda de una revisión de la Reforma Educativa dejan olores a albañal.
No sé, mi niña bonita, de qué año es la fotografía que me obsequiaron. ¿Es de los años sesenta? Tal vez. Cada uno de los cuatro amigos tiene una cervecita en su mano (bueno, parece que don Roque ya se la aventó, porque en medio de las patas de la silla aparece un envase vacío). Cada uno con su vestimenta que refleja su personalidad y carácter. Porque, mi niña, también la ropa cuenta a la hora de hacer el recuento. Don Roque viste de traje (sin corbata). Los músicos siempre visten de manera especial porque a la hora de la fiesta todos los ojos están puestos en ellos. Don Ramiro viste como dandy (siempre lo fue). Don Ricardo es el único que tiene un bigote, bien recortado. Ese bigote era parte esencial de su personalidad. El sentado también es importante, don Ramiro lo hace con pierna cruzada, ostenta una gran dignidad a pesar de que está sentado sobre un sencillo banco; don Ricardo está sentado sobre una silla de madera, igual que don Roque. Don Ricardo está sentado de manera recta, apenas con el brazo extendido sobre el respaldo de la silla de don Roque, quien, un poco más desenfadado, está con las piernas echadas un tantito hacia adelante, como si alguien estuviese a punto de contratarlo para una serenata. Porque don Roque vivió la época de oro de las serenatas de Comitán. Él cargó el tololoch de un lado para otro, desde San Sebastián hasta La Pila y más allá. En medio del bosque oscuro de mi memoria lo recuerdo al lado del baterista; lo recuerdo con su brazo izquierdo abrazando el instrumento como si fuese su amada más amada; lo recuerdo con su mano derecha, pulguita traviesa, brincando de una a otra cuerda. La mano derecha es como una ardilla que brinca de una a otra rama, mientras que la izquierda resbala como en tobogán, sube como en elevador. Ah, qué prodigio de manos. Don Roque, como experto, no ve el “traste”, mira el patio donde la gente baila, donde, en las mesas, los amigos hacen chin chin con las copas. A veces miro que él cierra los ojos, maravillado por el sonido, como abandonándose a ese barco de cristal que sale de sus manos, que se aleja del puerto y llega, inédito, a los oídos de la gente. ¿Cuál es el prodigio de la música? En las fiestas de esos tiempos ¡no daban puritos! El ambiente se iba dando conforme el ánimo crecía. Llegaba un momento en que los pies obligaban a la gente a pararse para continuar el ritmo de la música. El patio, con olor a bosque, se llenaba de parejas que bailaban, que levantaban los brazos, que movían las manos en alto, que se pasaban el “chilchil”, que hacían “cola”, que hacían rondas, que se tomaban de las manos y hacían una gran rueda. “¡Hagan una rueda!”, decía un marimbista y los bailarines hacían una rueda. “Para abajo”, decía el marimbista y los bailarines se agachaban (nunca faltaba el viejito que se agarraba la cintura y flexionaba tantito las piernas).
La fotografía que me obsequió la hija de don Roque es de esos tiempos, tiempos en que la esposa de don Roque, doña María Guadalupe, tenía una tienda de abarrotes, frente a donde ahora está la radioemisora Exa fm. Ahí, casi todos los domingos, a la hora de salir de misa, pasábamos a comprar una lata de abulón. A mi papá y a mí nos encantaba el abulón. Recuerdo que en la tienda de don Roque y de su esposa vendían también cuadernos, con grapa. Mi papá compraba ahí mis cuadernos en el inicio del ciclo escolar. Yo hacía mil corajes, porque mis amigos ya usaban cuadernos de espiral. Mi papá insistía en decir que los cuadernos con espiral eran un desperdicio porque los niños arrancaban las hojas de manera inmisericorde. En cambio, los cuadernos que tenía grapa no permitían que las hojas se arrancaran. ¿No? Mi papá nunca entendió que si yo echaba a perder una plana arrancaba la hoja y no sólo se perdía la echada a perder sino también la acompañante. Siempre he pensado que los seres humanos más exitosos son aquéllos que, desde niños, no acostumbran romper las hojas de los cuadernos. Las manchas en las hojas son como las manchas en el espíritu, deben permanecer para que no olvidemos que somos frágiles. Si arranco mis manchas, como si fuesen hojas de cuaderno, corro el riesgo de olvidar mi condición humana, corro el riesgo de asumirme perfecto, impoluto. Y esto sí sería una joda suprema. Después de todo, mi papá tenía razón, pero yo no lo entendía. Los jóvenes somos medio pendejos y no sabemos aquilatar la grandeza de los padres.

Posdata: vos no conociste a mi papá, niña bonita. Ya no lo conociste. Él murió en 1990 (Dios mío, cuánto tiempo). Pero él era como está en la fotografía, siempre echado un poco para adelante y en mangas de camisa. Muy temprano se rasuraba, todavía vestido con una bata de toalla que tenía, en franjas verdes y blancas. Luego se vestía, siempre de camisa de manga larga y con chaleco. El segundo paso era desabotonarse la manga y enrollarla, en un ritual permanente. ¿Qué se decía con ese movimiento? No haré un razonamiento complejo. Mi papá siempre vio la vida de manera sencilla, siempre fue un hombre muy sencillo. Así que el movimiento de arremangarse las mangas de la camisa no significaban más que “vamos, hay que chambear”. Gracias a ese ejemplo, yo, todas las mañanas, procuro arremangarme las mangas de mi corazón para que la vida me encuentre pleno, dispuesto a la chamba.
En cuanto doña Socorrito me dijo que tenía una foto donde estaba su papá y mi papá, corrí a su casa. Cuando me lo dijo fue como si ella pusiera un gajo de sol en mi mano. Cuando vi la foto y vi a mi papá ¡sentí su mirada! Porque, niña bonita, mi papá ve directamente a la cámara, ¡me ve a mí! Don Ramiro lo ve a él y don Ricardo mira a don Roque. Pero don Roque y mi papá ven a la cámara. Perdón, de veras perdón, pero ellos dos me están viendo. Saben que un día, la hija de don Roque me topará en la esquina de Jesusito y me dirá que tiene una foto donde su papá y mi papá me están viendo. ¿Qué me quieren decir? Pues esto, que siguen ahí, don Roque tocando su tololoch y mi papá tocándome el corazón. Están echando cervecitas, están en la chorcha, en la intimidad de la plática. Y yo, eterno curioso, los miro desde este tiempo y doy gracias a Dios por la bendición de la mirada. Ellos ya están muertos, ya no están, ya no son. ¿De veras? ¿Por qué, entonces, hoy están más presentes que nunca? Casi los oigo platicar, casi casi escucho su sonrisa y el gorgoriteo de sus cogotes a la hora que toman un sorbo de la cerveza. ¡Ah!, dicen, satisfechos después de saborear la cerveza, después de saborear la vida. ¡Ah!, digo yo también.