sábado, 14 de septiembre de 2013

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA LLUVIA MOJA EL ÁNIMO





Querida Mariana: llueve, llueve mucho. Los niños se divierten, chapotean en los charcos, hacen barquitos de papel y los sueltan en los ríos de las calles; los jóvenes, muchachos bonitos, aprovechan y se resguardan de la lluvia en los quicios de las puertas, se abrazan, húmedos, empapados; los atrevidos caminan como si la lluvia fuese el sol o el aire; y los automovilistas mientan madres cada vez que caen en un charco.
Llueve, llueve como nunca, como siempre. Este es el mes que más llueve, dicen los expertos. Mientras una lluvia de confeti aparece como preámbulo de las fiestas patrias, la bandera mexicana también se empapa, se empapa de los aires y de los cielos.
La lluvia es la misma para todos, pero no todos la reciben igual. Esto es porque todo depende del “color del cristal con que se empaña”. La otra tarde, por cuestiones de trabajo, caminé entre la lluvia, debajo de un paraguas. Mis zapatos se mojaron. ¡Odio que los zapatos se mojen! ¡A mí no me gusta mojarme! Nunca he sido de aquéllos que salen al patio, abren los brazos y, como si bailaran la danza de Zorba, el Griego, dan vueltas y vueltas debajo de la lluvia. Yo soy como los viejitos, me gusta ver la lluvia desde un lugar techado. Me gusta, en tardes de lluvia, estar en la sala de mi casa. Veo la lluvia a través de la ventana. Escucho jazz, me preparo un té de limón y leo. Leo sin sentarme. Camino por la estancia mientras leo, mientras escucho la música, mientras la lluvia, desesperada, se descuelga del techo.
Si, por cualquier asunto ajeno a mi voluntad, estoy en la calle cuando llueve, busco un lugar para resguardarme. Un día estaba cerca del templo de Jesusito y ahí busqué protección. Éramos tantos que parecía tarde de rezo de rosario; éramos tantos que una señora, con chal y chanclas de plástico, dijo: “Diosito está contento”, y rió. Llevábamos media hora a resguardo cuando un hombre empapado llegó, se abrió paso entre los diez o doce que tapábamos la puerta y, como perro pastor alemán, se secó el cabello con ambas manos y “pringoteó” a todos. La señora del chal puso cara de veladora apagada y se limpió, mientras decía quién sabe qué tantas cosas en un tono de teniente de ejército. Entonces comencé a ver la cara de cada uno de mis acompañantes: las caritas de los jóvenes que se abrazaban, sin ningún morbo (porque estábamos en el templo), eran caritas apacibles. Ella pensaba en quién sabe quién. Su mirada parecía extraviada, porque su pensamiento no estaba en el templo, casi podía asegurar que no estaba en Comitán. Su pensamiento, lo aseguro, estaba en otros territorios, en otra piel. Y digo esto porque su cabeza la tenía reclinada sobre el hombro de él, pero una venda de nostalgia cubría sus ojos, y pensé, ¡Dios bendito!, en una cita de la película “Antes del amanecer”, que dice: “no hay mayor grieta en la vida que estar con alguien pensando en otro”.
La lluvia, mi niña bonita, no sólo alimenta a las plantas, también moja a la nostalgia, la hace reverdecer. Cuando llueve miro, a veces, a ancianos, sentados en el balcón de sus casas, mirando las calles. No hacen más que ver cómo se desgrana la lluvia. Los chorros caen inclementes y, a medida que la lluvia se intensifica, miro cómo, a los viejos, les nace una capa de moho en su ánimo. Los veo a través de los cristales y ya no sé si sus caras se empañan por la lluvia o por las lágrimas. La lluvia es la madre de la nostalgia. Cuando el sol está en plenitud, veo a la vida llena de luz, pero, cuando llueve…
Hay gente que ama la lluvia. Yo no. Pienso que la lluvia jode la posibilidad de ir a volar papalotes. No se trata sólo de la imposibilidad física de hacerlo, sino del ánimo para remontar el vuelo de algo. Las mismas aves buscan cobijo en las ramas y no se atreven a volar. Estoy casi a punto de asegurar que los ángeles tampoco vuelan; tal vez por esto cuando llueve se intensifican los accidentes: la gente resbala, los automovilistas chocan. El ángel de la guarda, la dulce compañía, que no desampara ni de noche ni de día, parece que hace una excepción a la hora que la tormenta se deshace en mil fragmentos.
A María sí le gusta la lluvia. Ella tiene veintiún años, es como una orquídea en plenitud, flor que se abre apenas para mostrar su pistilo. Ella dice que ama la lluvia. Le encanta salir de su trabajo, mojarse a la hora que camina; dice que adora subir los peldaños del parque que están frente a la fuente. Esa escalinata se convierte en una ligera cascada cada vez que llueve, como si el Iguazú o el Niágara fueran también niños jugando en Comitán. María dice que le fascina recibir el impacto del agua contra sus pies cuando sube las gradas. Es un poco -dice- como si las gotas de agua fueran miles y miles de tzizimes saliendo de sus grutas. A María le gusta llegar a su casa, abrir la puerta y desvestirse conforme avanza por el pasillo al baño; le gusta llegar, ya desnuda, ya plena, con una sonrisa, a la regadera y recibir la misma agua, pero tibia, caliente, caliente. Le gusta salir del baño, enredarse la toalla en la cabeza, ponerse una bata, ir a la cocina y preparar café; le gusta tomar una taza de café, subir las piernas al sofá, prender la televisión y buscar una película, mientras sabe que su amado corre, debajo de la lluvia, por en medio de los carros, por en medio de los chorros que caen de las gárgolas de latón, para llegar pronto y hallar a su amada, dispuesta, plena. A María le encanta estar en espera de su amado, con las piernas sobre el sofá, envuelta sólo en la bata, dispuesta a la vida, a dejarse mojar por el agua tibia de las manos de su amado, por el cuerpo empapado de él. Bueno, mi niña, la edad ayuda. Los viejos no podemos hacer ya lo que María hace. Yo no puedo estar desnudo. Siempre, aún cuando no llueva o no haga frío, llevo una chamarra o un suéter. Este comportamiento debe ser porque, de niño, mi mamá nunca dejó que saliera a mitad del patio y disfrutara la lluvia.
Pero las tardes de lluvia, igual que las tardes en que se va la luz, posibilitan encuentros. El tío Eugenio, quien por lo regular siempre está solo, como barco abandonado, en la esquina de la sala, se ve rodeado de los nietos, quienes, por la lluvia, no tienen permiso de salir de casa. A veces, alguien propone sacar un juego de mesa (basta un bonche de barajas españolas o cartones de lotería). El juego de mesa es como un conjuro para evitar la nata de la nostalgia.
Tal vez en Arriaga hay menos gente que huye del agua, allá la lluvia es tibia. En Comitán, mi niña de aire, el agua de lluvia es fría. Esto me da mucha pena. Ahora que el mundo entero celebra los cincuenta años de la novela “Rayuela”, de Julio Cortázar, recuerdo (es un decir) lo que el autor contaba en algún capítulo de dicha novelilla. Julio contaba que Horacio Oliveira y La Maga caminaban por el Pont-Neuf, bajaban y llegaban hasta donde vendían peces, ahí, en la segunda tienda, una mujer siempre recordaba que (hablando de los peces) “el agua fría los mata, es triste el agua fría…”. En Comitán llueve agua fría. La gente que tiene espíritu de pez se apaga con la lluvia, comienza a asfixiarse, a sentir el filo de la muerte.
A mí no me gusta caminar debajo de la lluvia. Odio que se humedezcan mis zapatos; odio que se humedezcan mis pies, mi ánimo, mi espíritu. Me gustan los días soleados, cuando existe la posibilidad de ir al campo y echar a volar todos mis papalotes.
El agua, lo sabés, ¡da vida!, pero también trae aparejada la muerte. El otro día, después de un aguacero marca diluvio universal, grado 6, salí a caminar por los barrios bajos de nuestro pueblo (lo de barrios bajos lo digo sólo en términos geográficos). Caminé eludiendo charcos. Cuando llegué a una esquina vi, junto a un poste, un perrito muerto. En medio de un charco de agua (casi una pequeña laguna) estaba el animalito, recargado sobre el poste. Parecía dormir. Estaba con los ojos cerrados, con la trompa abierta, con el pelambre húmedo repegado al cuerpecito que era como un tronco devuelto a la tierra lodosa, odiosa, babosa. ¡Ahí estaba la muerte enredada en la vida! El agua amarillenta, casi color chocolate, color caca, permanecía en suspenso, ahogada en su propia vida. Horas antes, el agua se había desbordado. Traviesa, el agua, se había dedicado a correr por las calles, trepar por las banquetas y por las fachadas de las casas. Horas antes, el agua era como una bendición de jauría, como si Dios regara granos para que nosotros, simples pájaros de almanaque, pudiésemos picotear la vida. Y horas después, la síntesis del agua, era el perrito de los ojos cerrados, el trapo olvidado que un día, también, fue vida. El perrito, igual que el agua, un día corrió por las calles y trepó a las banquetas.

Posdata: llueve, llueve mucho. Ayer en la tarde no salí de casa. Miré que por el rumbo de Las Margaritas estaba oscuro. Los comitecos sabemos que cuando el cielo de Las Margaritas está lleno de nubes grises, Comitán recibirá el zapotazo de agua. No salí. Me preparé un té de limón y leí y escribí. Leí el libro “Hablando de mujeres y cabrones”, de Óscar Palacios. Óscar estuvo en el auditorio de la UDS el miércoles pasado. Ahí Malena Jiménez y Angélica Altuzar fungieron como presentadoras. Los muchachos universitarios estuvieron pendientes de los comentarios. El librincillo contiene una serie de microrrelatos que da cuenta de la violencia contra la mujer. La tarde de ayer leí y escribí, mientras las nubes negras Margaritenses llegaban a Comitán y se disolvían con la furia de una mujer que barre el tiradero dejado por sus hijos. Leí y escribí. Escribí dos o tres páginas de mi cuarta novelilla: “La primera vez que fui al cine”.
Mi maestro de cuento, Rafael Ramírez Heredia, el famoso “Rayo Macoy”, que ya anda jugando cubilete con Rulfo y demás escritores muertos, recomendaba que el título de un cuento o de una novela debiera escribirse al final de la escritura. Yo, terco, necio, hago lo contrario. Es, probablemente, una estupidez, pero así funcionan mi mente y mi corazón. Una tarde cualquiera digo que escribiré una novelilla y busco un título y a partir de ahí, como si fuese la primera línea del corpus del texto, comienzo el dulce y tierno trabajo de la escritura.
Hay gente que se molesta por la molesta lluvia, porque no puede salir de casa. A mí no me preocupa la lluvia (bueno, sí me preocupa cuando me pilla a mitad del parque o en el barrio de El Cedro). No me preocupa porque me gusta estar en casa. Ahí leo, dibujo, pinto o escribo. “¿Y no te aburrís?”, me preguntó Daniel un día. ¿Cómo voy a aburrirme si hago lo que me produce placer? Cuando uno tiene una pasión busca pretextos para estar con ella todo el día. Mi compa Armando no mira la hora de que llegue el miércoles para sentarse en el sillón de su sala, prender la tele y mirar el partido de fútbol. Vos no mirás la hora de que llegue el fin de semana para que nos miremos un ratito en nuestra banca del parque (esto lo agradezco. Agradezco que me regalés un poco de tu tiempo, tiempo que valoro y que deseo). Dicen los sabios que la pasión es el émbolo que impulsa la vida. Sin pasión la muerte aparece. Por esto, cuando, desde mi ventana veo cómo llueve afuera veo que el agua se deshace con pasión, como si en ello se le fuera la vida, como si en ello sembrara la cuerda de la esperanza.
Llueve, llueve mucho. Prendo la televisión y miro a la muchacha bonita que, con un collar que le llega al pecho, pronostica que durante la tarde habrá precipitación. Y pienso en la palabra: precipitación y miro que rima con pasión. Por eso el agua se precipita como se precipita y cada vez que se precipita por la montaña pita como tren, como si fuese ese tren que llaman La Bestia. La lluvia es un tren que, siempre, se descarrila, se sale del cauce madre. Por esto a mí no me gusta salir cuando llueve. Cuando hay un día soleado mejor voy a ver el agua de la fuente, ella no moja, sólo da vida. Ah, el agua. ¡Ah, la vida!