lunes, 9 de septiembre de 2013

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE SE COMPRUEBA LA EXISTENCIA DEL TREN EN COMITÁN





La tía Arminda siempre oyó el tren en Comitán. Los sobrinos nos burlábamos. Cuando hacíamos la tarea en la mesa del comedor y ella pasaba por el pasillo nosotros imitábamos el sonido del tren y ella volvía la mirada. “Niños”, nos decía, como si en ese “niños” fuera implícito el regaño, con su voz tierna de canario. En las tardes ella abría la ventana, se sentaba en la poltrona, sacaba el tejido y mientras sus manos movían con destreza las agujetas estaba pendiente del sonido del tren. ¿Un tren en Comitán? Está lurias, la tía, decíamos.
Ayer estuve en el interior del palacio municipal y, de pronto, oí el sonido del tren. Como si el tren viajara a la orilla del Río Grande; como si La Bestia no hubiese descarrillado, sino que hubiese torcido su camino y, con su traqueteo de anciano, caminara por los lugares que la tía siempre imaginó.
“¡Ahí va, ahí va!”, decía. Y nosotros decíamos sí, sí, ahí va, tía. Y dábamos vuelta en la sala, esquivando las sillas de mimbre y una consola donde ella, todas las tardes, escuchaba un disco de marimba con la canción “Ferrocarril de Los Andes”. Después de algunos minutos nos tirábamos en la alfombra y reíamos, burlándonos de la imaginación. “¿Lo oyeron? ¿Sí, lo oyeron?”, nos preguntaba y nosotros decíamos sí, sí, claro, tía. El ferrocarril, chucuchucuchucu, remedábamos, y nos agarrábamos las panzas que se inflaban una y otra vez de tanta risa.
Subí al segundo nivel del Palacio Municipal y miré el tren. “La locomotora” estaba vestido de azul, no tenía más de cuatro años y jalaba a los dos vagones que, felices, lo seguían a todos lados. Al principio pensé que el tren iba a descarrilar porque “la locomotora” no respetaba las líneas de la vía y, sin avisar, daba vuelta en u y hacía que los vagones se hicieran para un lado como si fuesen autos a punto de salir de la carretera por la fuerza centrípeta. Pero el tren, mientras los vi, jamás descarriló. Lo que sí hizo el tren fue cansarse. Llegó un momento en que “la locomotora”, en movimiento magistral, se desenganchó de los dos vagones y, con sus dos manitas, se apoyó en el barandal y miró, satisfecho, el patio central del palacio municipal. Vio los árboles y las banderas que circundan la parte alta del patio. Los vagones, por la inercia, quedaron tirados en el piso, riéndose, cansados, satisfechos. El chucuchucuchucu quedó sonando en mi interior. Hubiese querido estar al lado de mis primos para decirles: ¿ven? ¡Tenía razón la tía! Pero, mis primos no estaban y tampoco estaba la tía y ya, tampoco, estaba completo el tren. La mamá de la locomotora salió de la Sala de Cabildo, se acercó a su niño, algo le dijo y él, con cara de árbol seco, se sentó al lado de la columna pintada de verde y quedó como niño castigado, con las manos rodeando sus rodillas. Los otros niños se pararon y fueron a reclinarse contra la pared. La locomotora quedó varada, mientras los otros niños, en silencio, comenzaron a molestarse con las manos y a sonreír, de manera leve.
Hubiese querido estar con la tía y a la hora de decirle sí, sí oímos el sonido del tren, decir también a mis primos, aunque me tildasen de loco, que, en efecto, yo también oía el sonido del tren, del tren que pasaba por la orilla de Comitán.