viernes, 13 de septiembre de 2013

PRESENTACIÓN





El Maestro Ornán Gómez me invitó a estar en la mesa de honor donde se presentó el libro “Patrimonio cultural y natural de Chiapas”, de Marco Antonio Orozco Zuarth. Paso copia del textillo que leí.

El maestro dijo: ¡que levante la mano el que sepa la respuesta! El maestro estuvo a punto de sonreír a la hora que Memo, el tremendo de Memo, levantó la mano, pero el maestro luego se dio cuenta que Memo, el cabrón de Memo, sólo hizo la finta, levantó la mano hasta la altura de su cabeza y luego la pasó por su cabello, como si su mano fuese un peine y se peinara.
Nadie. Ningún alumno levantó la mano. Estoy seguro que en el estado de Chiapas pocos, muy pocos, levantarían la mano a la hora que un maestro hipotético dijera: ¿quién conoce bien la historia de Chiapas?
Durante el lapso de nueve años radiqué en la ciudad de Puebla. Como a los dos o tres años de radicar allá impartí un curso de literatura en una escuela particular. Una mañana de lunes me tocó presenciar el homenaje a la bandera. Ya ustedes adivinaron que seguí al pie de la letra el protocolo. Me puse en posición de firmes, saludé, canté el himno nacional mexicano y me sentí orgulloso de hablar el mismo lenguaje, casi casi, en ese instante fui parte de ese conglomerado, como si esa célula me aceptara. Pero, un segundo después el orgullo se fue al basurero, el maestro de ceremonias anunció: “ahora todos, con fervor patrio, entonaremos el himno de Puebla”. ¿What? Todo mundo, menos yo, cantó el himno de Puebla, con fervor patrio. Ese día entendí que algo me distanciaba de esa tierra donde vivía (temporalmente) y me acercaba, en entrega inmediata, a la tierra que había dejado, mi tierra: Chiapas. Y sucedió un fenómeno que aún hoy no puedo explicarme del todo, en lugar de ponerme a aprender el himno de Puebla, busqué mucha información acerca de mi estado natal. Entendí que mis raíces estaban acá y que debía reconocerlas. Sin ellas sería nada. Nunca sería de Puebla y podría, qué pena, olvidarme de quién había sido. Cada hombre es lo que es, gracias a los hilos que conforman el entramado de su personalidad. Entendí que Puebla, igual que Chiapas, era México y mientras el código fue nacional no tuve impedimento para reconocerme como mexicano, pero cuando empezó la singularidad de ese territorio maravilloso, debo reconocerlo, mi condición de chiapaneco se opuso.
Por esto, ahora, con satisfacción, recibo el libro de Marco Antonio Orozco Zuarth, destacado cronista de Tuxtla Gutiérrez y un empecinado promotor de la cultura. Este libro es una ventana que nos permite ver a través de ella y sentir que todo está al alcance de la mano. Nada de lo que está acá nos es ajeno, pero, sin duda, todo (a menos que uno sea un experto en el tema Chiapas) nos es novedoso. Acá está el aroma de la juncia y del pozol; acá está el vuelo del pavón y la huella de la danta; acá está el color de la piedra de Bonampak y la mano invisible que acaricia los cielos de esta región. Acá está la magia de los pueblos mágicos. Acá está la luz, plena. Nada de lo que está acá nos es ajeno, pero, todo, todo, nos resulta novedad. Y está presentado como lo definen los cánones de la educación básica. Es un texto para estudiantes de secundaria, pero, también, es un texto ameno para cualquier lector de Chiapas que ame a su patria chica.
No sé, la verdad, no sé, si en este momento entrase el maestro y dijera: que levante la mano quien conoce bien la historia de Chiapas. ¿Alguien la levantaría? ¿Orozco Zuarth? ¿De veras? No lo sé. Creo que siempre hay algo por descubrir, este es el prodigio de la vida. Siempre hay veredas por recorrer, abismos por eludir. ¿Y si nos atrevemos a caminar por este camino que nos ha diseñado nuestro cronista tuxtleco? ¿Y si nos volvemos humildes y reconocemos que aún nos falta brechas por andar? Cuando nos atrevemos a caminar por sendas ignotas debemos hacerlo con los ojos bien abiertos y con la ayuda de un cayado. Este libro tiene la garantía de Larousse y la garantía de Orozco Zuarth. ¿Qué más se puede pedir?