lunes, 31 de marzo de 2014
LOS ÁRBOLES QUE BROTAN A MITAD DEL PATIO
Querida Mariana: siempre me pregunté: ¿cómo cesa el deseo? De niño creí que el deseo cesaba en el instante en que el deseo se cumplía. Cuando ya tenés el juguete que tanto deseabas, ¿para qué seguir deseando el objeto si ya es tu posesión? Pensé que la posesión mataba el deseo. Cuando tuve quince o dieciséis años, el tío Gur se puso malo. Yo llegaba a su casa y todo lo veía triste. Las mismas flores risueñas que colgaban de las paredes del corredor se veían oscuras. Mis primas me recibían también con su cara de ramos marchitos. Con sus mandiles blancos se secaban las manos mientras me decían cómo había amanecido su papá. Cada amanecer era más desalentador el informe. El tío se estaba muriendo. Mientras mis primas me ofrecían una taza de café o un vaso con atole de granillo, yo veía cómo las sirvientas corrían de un lado a otro. Todo era tan inusual, tan vago. Parecía como si los corredores de la casa se hubiesen convertido en pasillos de hospital. Mi tía me abrazaba y lloraba tantito. No podía darse el lujo del desahogo, porque ya una u otra sirvienta le demandaba una venda o una palangana con agua caliente. Dentro de la tragedia, era simpático ver cómo las sirvientas se sentían celosas ante la presencia de un ajeno y soltaban amarras al barco de la tía para que ésta se echara de nuevo al mar y abandonara el puerto donde estaban los jodones de buena fe que nunca faltan en las enfermedades. Pero yo no era un jodón ni era un extraño, así que, después de tomar el vaso de atole, les decía a mis primas que quería entrar a ver al tío. Sí, decían ellas, volvían a limpiarse las manos y daban vuelta al pomo. La estancia (la imaginarás) estaba en penumbra, olía a alcohol y ruda. En la esquina del cuarto se advertía un bulto sobre la cama que respiraba como si fuese una ballena varada en una playa. Las chamarras de cuadros rojos y azules y un barbiquejo de color amarillo apestaban con la misma peste que apestaba la carnicería de don Emiliano, a las seis de la tarde. Al lado del buró estaba una bacinica tapada con un pedazo de cartón, pero yo la imaginaba llena de orines y de caca. El tío respiraba con mucha dificultad, como si fuese un viejo tronco de árbol al que le quitaron todas las ramas. Le faltaban los pájaros y los renuevos de primavera. Entraba un minuto, lo veía y salía. No soportaba más tiempo esa peste de toalla vomitada. Afuera, mis primas me esperaban. En cuanto salía del cuarto, ellas soltaban dos o tres lágrimas que se limpiaban con los mandiles blancos y me invitaban a desayunar. Nos sentábamos ante la mesa, con mantel impecable, y me servían chorizo con huevo, frijolitos de la olla, un pedazo de queso crema, salsita hecha en molcajete; mientras en otro platito colocaban dos o tres panes de yema y en una taza servían chocolate espumoso, caliente. Entonces me repetían la historia de siempre: una mañana entraron al cuarto del tío, abrieron la cortina, pero él, sentándose con dificultad en la cama, exigió con un manoteo que no abrieran la cortina. Papito, dijeron ellas, así no se curará, necesita que entre aire, que entre un poco de sol a la recámara, pero él, con un acceso de tos interrumpido por sus palabras dijo que no, que no quería ya nada más, que sólo quería morir. Ellas corrieron, lo abrazaron y llorando le dijeron que no, que no se muriera, pero él les dijo: “ustedes no saben lo que yo estoy sintiendo” y les pidió que se retiraran, llevó sus manos al estómago y volvió a recostarse. Supe entonces que en ese instante el pájaro del deseo del tío había volado, pero supe, de igual manera, que otro deseo se había instalado. Abandonó el deseo de vivir, pero se aferró, como hombre a punto de ahogarse, al deseo de la muerte. Supe entonces que hay hombres que, por diversas causas, desean la muerte. Sólo el que “sufre” el deseo sabe lo que siente. El deseo es insano, perjudicial, pero es la válvula que desatora la inercia. ¿En qué momento cesa el deseo, mi niña querida? Yo no te poseo, nunca te poseeré, por eso ¡te deseo! ¡Te desearé hasta el infinito!