sábado, 31 de diciembre de 2016

CARTA A MARIANA, CON AROMA A PATIO VACÍO





Querida Mariana: El tío Armando decía que el año era el único que sabía con precisión cuándo iba a morir. La tía Eréndira decía que era una bobera, que era una chochez del tío, pero cuando éste, el uno de enero, decía que el año no llegaría más allá del treinta y uno de diciembre, ella sacaba su pañuelo y, con discreción, se limpiaba el lagrimal del ojo izquierdo.
Era una bobera, pero era tan contundente que nadie (salvo la tía Eréndira) se atrevía a rebatir tal certeza. El 2016 termina el treinta y uno de diciembre, a las doce en punto de la noche. Hora en que medio mundo comerá las doce uvas y, con una maleta, dará la vuelta a la manzana como buen deseo para que el 2017 esté lleno de viajes. Bueno, eso de medio mundo es un decir, el abuelo Romeo no saldrá. Él se quedará sentado en su silla de ruedas viendo los fuegos artificiales que transmitirá el televisor y, sin duda, en su imaginación, brindará por la tía Eugenia.
¿Cuándo morirá el abuelo Romeo? Nadie sabe. En noviembre de hace dos años, la tía Eréndira alertó a todos los familiares para que estuvieran pendientes. La tía dijo que el abuelo estaba muy enfermo, tan enfermo que era cosa de horas; tan enfermo que la tía Eugenia voló desde Los Ángeles y llegó ya con el vestido negro. Quien recibió a la tía Eugenia fue el abuelo, chapeado como durazno de San Cristóbal, con una cerveza en cada mano, una para la tía y otra para él. La tía Eréndira, para esconder su vergüenza ante pronóstico tan ominoso como fallido, dijo que era la única manera de hacer venir a la tía Eugenia. Así resultó. El abuelo se sintió feliz ante la presencia de su hermana y ésta también disfrutó su estancia, misma que prolongó por diez días. Raúl (nieto consentido del abuelo) se preocupó por atender a la tía que radica en Estados Unidos. Raúl, una mañana, cargó al abuelo hasta la camioneta, hizo lo mismo con la silla de ruedas y agarró camino hacia Montebello. Ahí desayunaron frijoles de la olla, café endulzado con panela, tortillas recién sacadas del comal y chorizos asados con salsa verde molcajeteada. Un día después, el abuelo le pidió al nieto los llevara al Río Grande y ahí estuvieron. El abuelo, en su silla de ruedas, estuvo durante varios minutos frente al hilo de agua y removió sus recuerdos y contó que cuando era niño nadaba en ese lugar, con todos los amigos del barrio. Ya podés imaginar, mi niña, que no faltó el suspiro prolongado a la hora que dijo que el agua, en aquel tiempo, era tan limpia como la carita de la Virgen del Rayo. Ahora, todo mundo lo sabe, el agua del río grande es como la cara de un carretera llena de chapopote.
Cuando llegó el día de la despedida, el abuelo salió al patio donde estaba la tía Eugenia parada al lado de las maletas. Los helechos, igual que la cara del abuelo, miraban al piso enladrillado. Pero, el abuelo no parecía dispuesto a rendirse ante el huracán del adiós. Su enfermedad le había dado una pausa y había disfrutado como niño la estancia de su hermana. Habían cantado a mitad del patio después de comer olla podrida con tostadas de manteca; habían esperado que la luna apareciera por encima del tejado, mientras bebían café endulzado con panela, en jarros de barro; habían escuchado todos los días discos de las Águilas de Chiapas. Una mañana (la tía Eréndira se había llevado la mano a la boca para ahogar su espanto o su coraje) el abuelo (de ochenta y dos años de edad) y la hermana (de setenta y tantos) habían comido un canasto lleno de jocotes de corona. La tía Eréndira dijo que ahí sí le daría el patatús al abuelo, pero nada le pasó.
La mañana de la despedida, ambos estaban callados, como si ya no les quedara más aire. Todo lo habían consumido en la convivencia de días memoriosos y memorables. Pero, antes de que la tía Eugenia dijera el clásico: Bueno, pues acá se rompió la taza y cada quien a su casa; el abuelo llamó a la tía Eréndira y le pidió que trajera dos cervezas, ¡bien frías! Ante la rotundez de la orden, a la tía no le quedó más que ir a la cocina, abrir el refrigerador y regresar con dos botellas de cerveza. El abuelo llamó a su hermana y cuando la tía Eugenia estuvo a su lado él tomó una de las botellas y se la pegó al brazo. La tía puso cara de témpano a medio hervir y dijo que sí, que en efecto, estaba muy fría. El abuelo sonrió, pidió a la tía Eréndira que destapara ambas botellas y ofreció una a su hermana y dijo: ¡Salud! Ambos bebieron y, al unísono, después que el líquido bajó por sus gargantas emitieron un ¡Ah! de satisfacción que parecía sintetizar el tiempo breve que habían compartido. La tía Eréndira, limpiándose las manos con el mandil, pensó que había sido una buena idea decirle a la tía Eugenia que el abuelo estaba a punto de morir. Lo pensó en intento de volver a justificar su premonición equivocada. Cuando terminaron de beber, la tía Eugenia levantó el brazo y, calculando que no hubiera alguien cerca, aventó la botella hacia arriba y al caer, a mitad del patio, apareció un fuego de artificio de cristal. Los pedazos de cristal volaron más allá del corredor y algunos cayeron debajo de las macetas colocadas en rinconeras de madera. El abuelo aplaudió y los demás hicieron lo mismo. El abuelo levantó el brazo y también aventó la botella, y ésta cayó casi en el mismo punto de la otra. El abuelo aplaudió, los demás hicieron lo mismo. El abuelo pidió que Raúl lo llevara al centro del patio donde el sol pareció iluminarlo. El viejo dijo: “Bueno, ahora sí, ya se quebró la taza”, y la tía completó: “Por eso, ahora, me voy a mi casa” y caminó a abrazar al abuelo y éste abrazó a su hermana. Y así se estuvieron durante un buen tiempo, como dos pájaros que, en medio de la lluvia, buscaran secarse sus alas.
Nadie puede saber con certeza cuándo morirá. Sólo el tiempo, que es infinito, que es inmortal (¡qué paradoja!) sabe que sus lapsos tienen los días y los minutos contados. El día de la muerte del año, la gente se reunirá en la plaza y ante el cadáver del 2016 levantará los brazos y, al unísono de las campanadas, gritarán: “Muerto el Rey, ¡Viva el Rey!”. Y, en el balcón central del palacio real, la madre universal levantará al pichito y mostrará al nuevo soberano: ¡El 2017! Esto será en el mundo occidental, porque en China otra vaina los protege.
¿Cuándo morirá el abuelo? Nadie lo sabe. La única certeza es que el tiempo es demoledor y algo del viejo comenzó a morirse un instante después que la tía Eugenia se separó de él. Ambos supieron que, tal vez, era la última vez que se verían. Ella tomó su bolso y los de casa ayudaron a subir las maletas al carro de Raúl, quien la llevó al aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez. Cuando Raúl regresó, a la hora de tomar café con rosquillas chujas, comentó que la tía, mientras miraba las casitas de la orilla de la carretera, dijo que la vida no era más que una suma de encuentros y desencuentros, una suma de coincidencias y ausencias, y sonrió. La tía Eréndira dijo que era extraño, pero ninguno de los dos viejos había llorado a la hora de la despedida.
Desde aquel día, el abuelo no aceptó una cerveza más. En las mañanas, cuando Raúl llega a verlo, con ambas manos mueve las llantas de su silla y de ruedas y se pone en el corredor que da a la puerta de calle; pide que Raúl le prenda el radio y que la tía Eréndira le sirva el café con pan. Una mañana que Raúl no llegó, porque había ido a Tapachula a entregar un pedido de las blusas que borda la tía Eréndira, ésta prendió la radio, pero el abuelo zarandeó el aire con sus manos y dijo que ¡no!, que no prendiera la radio, porque eso era el gusto del nieto. La tía torció la boca como rama de árbol de navidad con exceso de esferas, apagó la radio y corrió a la cocina con el llanto del coraje ya en la orilla de sus ojos. Medio mundo, después, entendió la exigencia del abuelo: Nadie puede sustituir una presencia. Ante la ausencia lo mejor es la indiferencia. A la mañana siguiente, cuando Raúl llegó, el abuelo le pidió que prendiera la radio, el nieto se extrañó, porque era su diaria misión, pero sonrió y dijo: Sí, abuelo; y el abuelo dijo gracias, lo llamó y lo abrazó. Todo mundo entendió también por qué jamás volvió a tomar una cerveza como sí la tomó con su hermana. Hay actos simples que si se repiten con otra persona pierden su grandeza.
El otro día, Raúl me dijo que, a veces, su abuelo le recita un poema del poeta argentino Oliverio Girondo. Lo toma del brazo, lo aprieta, como si se estuviera resbalando sobre una ladera y necesitara un asidero, y recita el poema Llorar a lágrima viva: “… Llorarlo todo, / pero llorarlo bien. / Llorarlo con la nariz, / con las rodillas. / Llorarlo por el ombligo, / por la boca. / Llorar de amor, / de hastío, / de alegría. / Llorar de frac, / de flato, / de flacura. / Llorar improvisando, / de memoria. / Llorar todo el insomnio y toda la alegría.” Raúl dice que lo dice con una voz de cristal a punto de quebrarse. Lo dice con una ternura de mañana tierna que hace que Raúl llore. Pero el abuelo no llora. Mientras lo dice mira hacia el techo donde las chinitas detienen un rato su vuelo. Al final del poema, el abuelo toma del brazo al nieto y le pregunta, casi sonriendo: “¿Será que el flato que menciona Girondo es nuestro mismo flato comiteco?”. Entonces, ambos ríen. Raúl se limpia el llanto con el dorso de su mano y responde que no sabe.

Posdata: Sólo los años saben que no durarán más del año. Las personas no saben cuántos años vivirán. A los animales no les importa pensar en esas vaguedades. Lo mismo le sucede a las piedras, al aire, al árbol, a las nubes. Tal vez lo importante sea llorar, como dice el poeta, “llorarlo todo, pero llorarlo bien”.