sábado, 22 de julio de 2017
CARTA A MARIANA, SIN TECOMATES
Querida Mariana: Dije que fui un niño temeroso, y Quique escribió: “En el fondo eras un aventurero. Yo te vi cruzar el río Lagartero para ir a Argelia y sin saber nadar”. Sí, una mañana, Quique, Jorge, Memo, Javier, Miguel y yo cruzamos el río, río ahora desaparecido por la construcción de la presa La Angostura.
Debo decirte que Argelia era el nombre del rancho del papá de Jorge, rancho al que íbamos de vez en vez a pasar las vacaciones. El otro rancho al que íbamos (también del papá de Jorge) era uno llamado El Salvador. De los dos ranchos yo prefería este último. No había necesidad de cruzar ríos para llegar a su casa grande, al lado de una poza, donde, lo que llamaba mi atención, era una barda que hacía las veces de represa y cuya agua servía para mover un molino que generaba energía eléctrica con la que se prendían los focos de la casa.
Quique dijo que me vio cruzar el río sin saber nadar, y pensé que eso es la vida: Todo mundo cruza ríos sin saber nadar, porque nadie está preparado para nadar en esas aguas que se llaman vida. Esto de vivir es como si alguien llegara por detrás y te aventara a la alberca, sin que vos, en efecto, sepás nadar.
Como tengo una memoria endeble, tal vez no recuerdo si en prepa hubo una materia que se llamara Orientación Vocacional. Tal vez sí la hubo. No lo recuerdo. Y como no lo recuerdo, sé que nadie me orientó. Por ello, muchos no supimos qué hacer con nuestra vida profesional. Hubo (todo mundo lo sabe) compañeros que tenían bien definido qué iban a estudiar. En ese tiempo (los años setenta) todo mundo estudiantil de Comitán soñaba con ir a estudiar a la Ciudad de México, de preferencia a la UNAM, la universidad pública más importante del país, y con gran prestigio en toda Latinoamérica. Claro, algunos, los menos, soñaban con entrar al Politécnico Nacional. Lo que sí era una certeza es que la Ciudad de México era la meta. Ya hemos platicado que ahora los estudiantes van a Guadalajara, a Xalapa o a Puebla, y pocos, poquísimos, van a la Ciudad de México a presentar examen de admisión para la UNAM.
Hace dos días leí en La Jornada que el Tecnológico de Monterrey aparece mencionado por encima de la UNAM, en las listas de las mejores universidades de Latinoamérica. Así es, pero el Tec es institución para gente de paga. La UNAM sigue siendo la universidad pública que brinda oportunidades de crecimiento intelectual a cualquier mexicano que presente examen de admisión y lo pase. Ahí no importa el dinero sino la capacidad intelectual.
Y digo esto porque yo fui alumno de la UNAM. Una madrugada hice fila para obtener mi ficha de examen de admisión, estudié el temario, cuatro o cinco horas al día, y luego presenté el examen en el Estadio Azteca. ¡En el estadio Azteca! Y esto fue así, porque los solicitantes éramos multitud. A la hora que terminé el examen regresé al departamento de la tía Anita, donde vivía, y esperé, días y días y más días, a que llegara la notificación. Me dijeron que si el cartero llevaba un sobre grande significaba que me regresaban mis documentos de preparatoria y no había sido aceptado; por el contrario, si recibía un sobre pequeño ¡ahí estaba la carta de aceptación! Por fin, una mañana escuché el silbato del cartero, bajé corriendo, abrí y, entre la correspondencia, había un sobre pequeño, con el escudo de la UNAM al frente y mi nombre como destinatario. La carta decía, entre otras cosas, que había sido aceptado como alumno en la Universidad Nacional Autónoma de México, lo cual era un honor y debía poner toda mi capacidad y todo mi esfuerzo para corresponder a tal distinción que la patria me brindaba a través de nuestra máxima casa de estudios. Había sido aceptado como alumno de la carrera de Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica. ¡Qué! ¿Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica? Sí, esa había sido mi elección. ¿Qué no había en la universidad licenciaturas en literatura, en cine, en teatro, en artes plásticas? Claro que había, pero como yo no tenía bien definidas mis aptitudes y mis fortalezas, no sé en qué momento elegí ingeniería. ¡Cómo si había reprobado matemáticas en la clase del maestro Hermilo! ¡Cómo si la clase de electricidad, que impartía el papá de Amelia Albores, me causaba sarpullido! Yo era un magnífico lector desde la secundaria, me encantaba dibujar y adoraba ir al cine. ¡Nadie me dijo que esas eran cualidades que debía fomentar! ¿Quién, en ese tiempo, en Comitán? ¡Nadie! Vivíamos casi en el interior de una gruta. Dichosos aquellos compañeros que sí tenían muy claro su destino. Yo me ahogué cada semestre en la Facultad de Ingeniería. Al final de semestre, alguien me jalaba del pelo, me sacaba del fondo del agua, me tiraba en la playa y, con denuedo, hacía que yo volviera a la vida, que desalojara el agua que comprimía mis pulmones y mi cerebro y, al inicio de semestre, me volvía a aventar a ese mar turbio, lleno de tiburones. Así tardé cinco años, al término de los cuales no finalicé satisfactoriamente mi carrera profesional. Y no lo hice, porque (¡claro, tontito!), durante esos cinco años fui a la Universidad a leer cuentos y novelas en la Biblioteca Central, asistí a muchas conferencias y pláticas dictadas por grandes escritores y pensadores de México y fui a todos los auditorios de las facultades, donde realizaban ciclos de cine de arte.
Ahora me encanta ir a las Siete Esquinas, acá en nuestro pueblo. Me encanta caminar la ruta, pasar por el parque central donde algún viejo tira tortillas secas para que coman las palomas; entro al mercado primero de mayo y pido un vaso de jocoatol. Me encanta caminar por la calle donde las mujeres, con sus canastos colocados en la banqueta, ofrecen chayotes y flor de calabaza. Soy feliz cuando me detengo ante los chorros de La Pila y miro a los indígenas que han subido a la ciudad y se lavan los pies calzados con caites. Miro a los limosneros, sentados en las gradas del templo, extendiendo la mano en espera de que todo caiga del cielo. Bajo a las Siete Esquinas y escucho los ruidos que salen de los patios donde trabajan los herreros y escucho el zumbido de las moscas que se paran en los dulces expuestos sobre el mostrador de madera donde dormita el tendero. Y no puedo menos que pensar que ellos no lo saben, pero viven sin saber nadar. Han vivido muchos años adentro de esas burbujas de agua sin tener idea de cómo han sobrevivido, porque (no lo saben) no saben cómo debe hacerse la brazada para avanzar sin peligro, para llegar a la isla donde todo es felicidad. Veo a todo mundo en medio del mar abierto, sin tener idea de hacia dónde deben dirigirse.
Cuando llego a las famosas Siete Esquinas me siento bien, porque ahí encuentro la reafirmación de mi idea. Todo en la vida es una infinita encrucijada. A cada instante se nos plantea la disyuntiva de hacia dónde ir. Hay personas que tienen siete esquinas, pero hay otras (¡Dios mío!) que tienen decenas de posibilidades y no saben cuál es el camino correcto. He visto amigas, con las caras transformadas, que se embarazan sin haberlo deseado y ven mil posibilidades para atenuar su tragedia. Las veo a mitad del mar abierto, las veo braceando, pataleando, hundiéndose, volteando a todas partes, orando para vislumbrar algún asidero. He visto muchos jóvenes que no saben qué hacer con su vida; los he visto hundiéndose en el alcohol, en las drogas, en la delincuencia. Algunos bracean desesperados, otros ven que los tiburones los acosan y dejan de hacer el intento por llegar a una isla.
Ahí, en las Siete Esquinas, veo a muchos indígenas que suben con los atados de flores que venderán en el mercado. Suben con paso firme. Están acostumbrados a las caminatas largas. Pero, una vez que han subido, entran al templo de San Caralampio, se postran y ahí sueltan sus amarras. Los veo bajar la cabeza, hundir el mentón en el pecho y los escucho rezar. Admiten (aunque sea un momento) que no saben nadar, por eso piden que el santo más querido del pueblo les dé un par de tecomates para que, cuando menos, puedan flotar y seguir sobreviviendo en intento de alcanzar una orilla, que nunca se sabe bien a bien en dónde se encuentra y qué contiene.
No tenemos guías, no existen manuales que nos enseñen a nadar en el agua de la vida. Todo es (¡Qué pena! ¡Qué absurdo!) un aventarse sin saber nadar. Escucho a amigos, ya grandes, hacer un acto de contrición y aceptar que no supieron cómo comportarse como padres. Todo fue un ensayo y error. Y yo pienso que eso es un contrasentido. Los maestros dudan si hacen lo correcto dentro del aula, si eso es lo que sus alumnos necesitan para crecer intelectualmente; y los alumnos son como hojas a la deriva. No tienen una conciencia real del porqué están en el aula. Así se les ve perder el tiempo y celebrar cuando, por algún motivo, hay cancelación de clases. ¿Cómo, alguien que desea superarse, celebra que no tenga la oportunidad de acrecentar su conocimiento?
Posdata: Quique tiene razón después de todo: He sido un intrépido. Sin saber nadar crucé el río Lagartero. Sin saber nadar, cada día me aviento a esta infinita alberca que se llama vida.