lunes, 24 de julio de 2017

UN MIÉRCOLES CUALQUIERA




Juan me cuenta historias extrañas. Ayer me contó una que él tituló: “El hombro del hombre”, aunque (jura) la espalda que ahí aparecía era la espalda de una mujer.
El lunes pasado fue a casa de X (se reservó el nombre de su amiga). Hace tiempo, en una exposición de pintura, habían quedado de verse para tomar un café y ella le llamó el pasado lunes para decirle si podía llegar a su casa, estaba sola, sus papás habían salido (Juan no es muy del agrado de los papás de X). Juan dijo que sí, estaba en La Pila tomando unas fotografías del interior del templo, buscaba una imagen diferente para el álbum que ahora integra para una exposición individual que quiere proponer al Museo de Arte Hermila Domínguez de Castellanos. De hecho, me dijo, respondió la llamada en el interior del templo, su voz sonó como si estuviese adentro de una cueva y sus palabras bucearan en el agua interior.
Juan subió al parque central, compró dos elotes asados, con su correspondiente polvojuan y caminó por la subida de Guadalupe para llegar a la casa de su amiga. Ella abrió la puerta, le dio un abrazo, recibió los dos elotes y dijo que buscaría unos platos. Entró a la cocina, se asomó a la puerta batiente y, como si fuese una actriz de cine norteamericano, dijo: “Ponete cómodo”, claro, con el tono de comiteca bonita. Él cumplió la sugerencia y se despatarró sobre el sofá. Pero más tardó en hacerlo que en reincorporarse pues una fotografía en blanco y negro que estaba sobre la mesa de centro llamó su atención. Se sabe que un aficionado a la fotografía muerde el anzuelo cuando ve una fotografía en blanco y negro. Juan dice que la fotografía era de un tamaño casi enorme, abarcaba gran parte de la mesa. ¿Cómo no la había visto antes? No la había visto, porque no había tenido tiempo de hacerlo. En cuanto entró saludó a X, le entregó los elotes, la siguió con su vista cuando ella entró a la cocina (en este lapso dio dos o tres pasos hacia el sofá) y cuando ella le dijo que se pusiera cómodo él se había dejado caer sobre el sofá, pero en ese instante fue que, como si el asiento estuviera hecho con resortes, él se había reincorporado para ver la fotografía que mostraba la espalda de una mujer. La foto era muy extraña, porque lo visible era apenas una parte de la espalda. Juan pensó que la idea del fotógrafo había sido que el espectador, como un voyeur, viera un cuerpo femenino a través de una ventana muy pequeña. Era como, si a mitad del universo, se abriera una ventana. Pensó que, a pesar de su rareza, la foto tenía su encanto, porque la modelo se había pegado al marco para que no se viera más que eso, pero el espectador voyeur podía imaginar que, en algún momento, la mujer de la fotografía caminaría hacia el frente y, a través del ventanillo, podría verse cómo su espalda se ampliaba hasta llegar al instante en que toda la espalda aparecía, con el agregado de la vista de un trasero, que Juan imaginó sería bello, armónico.
X regresó con los elotes en platos, los colocó al lado de la fotografía y le preguntó a Juan si le gustaba la foto. Él dijo que sí. Es la espalda de un hombre, dijo X, mientras tomaba su elote y le daba un mordisco. Juan me dijo que le sorprendió lo que X dijo, se sintió como si hubiese estado, emocionado, viendo a través del ventanillo el trasero de la modelo y de pronto ella se hubiera dado la vuelta y mostrara un pene.
¡No!, se defendió Juan. X se sorprendió ante la respuesta airada de su amigo. ¡No!, repitió, no es espalda de un hombre, ¡es de una mujer! En realidad, el ventanuco era tan breve que, incluso, algún otro espectador podría confundir la parte del cuerpo. Alguna mirada inexperta hubiese dudado y, tal vez, habría preguntado a su amigo qué era eso. Juan no había dudado: Era una espalda, porque (así me dijo) se dibujaba perfectamente los dorsales y la línea central estaba bien definida. Además (me dijo) estaba seguro que era la espalda de una mujer. Estaba tan seguro que había imaginado cómo la modelo se separaba del ventanillo, caminaba hacia el frente y, conforme se retiraba, mostraba toda su espalda y sus nalgas. Él la había visto casi completa, había visto la cabellera de la chica, cayendo en forma desordenada y generosa sobre su hombro y cubría su cuello.
Y la tarde plácida tomó un color violento de discusión. Ella decía que era espalda de un hombre y él arremetía asegurando que era de mujer. ¡Hombre! ¡Mujer! ¡Hombre!
X se paró molesta. Juan se recostó en el sofá, colocó sus manos detrás de su cuello y cerró los ojos. Inhaló fuerte. Trató de calmarse. Era una estupidez que ella insistiera en lo de la espalda de hombre, sí, era obvio que ese fragmento de cuerpo era de una mujer. ¡Era una estupidez! Era una estupidez una discusión de ese tamaño entre él y su querida amiga. Pensó en pararse, llamarla y ofrecerle una disculpa. El pleito no tenía razón de ser. Decidió que le diría que ya había visto bien la fotografía y, en efecto, era la espalda de un hombre. Abrió los ojos, se reincorporó y estaba a punto de pararse cuando X apareció envuelta en una bata blanca con tela de toalla. No se había amarrado el cordel de la cintura, por lo que Juan vio dos semicírculos. Eran unos pechos bellos, generosos. X se quitó la bata y quedó desnuda frente a él. Juan apenas alcanzó a ver su pubis. En este momento de la narración le pregunté a Juan si X tenía pelo ahí o lo tenía rasurado como estilan las chicas de ahora. Juan me ignoró. Siguió contándome. Dijo que su amiga se dio vuelta y le exigió a Juan que pusiera sus manos como acostumbran los fotógrafos para hacer un encuadre y viera su espalda. Juan, con las manos temblorosas, hizo un marco y, en lugar de enfocar la espalda de X, enfocó sus nalgas, su hermoso trasero. Ni en sus más alocados sueños hubiese imaginado tener así a su amiga, al alcance de su mano, al alcance de su deseo. X le preguntó qué veía y Juan cerró tantito sus ojos porque hubiese deseado decirle que veía el culo más hermoso del mundo. Dijo que sí, que ella tenía razón, que la espalda de la foto era de un hombre, que se le notaba en los hombros. X se volvió, tomó la bata que había dejado en una silla y se la colocó. Pero, dijo ella, si en la foto no aparecen los hombros. Juan dijo que cualquiera podría imaginar que tenía los hombros muy cuadrados, hombros de hombre. Sí, ¿verdad?, dijo ella y se sentó a su lado. A la hora que se sentó, se abrió más la abertura de la bata. Ella untó la tapa de limón sobre el elote, le echó un poco de polvojuan y le dio una mordida a la mazorca.
Por un instante, Juan vio sus muslos, su pubis y uno de sus pechos. Yo le pregunté a Juan si ella tenía el pubis rasurado, como lo tienen muchas chicas actuales; le pregunté de qué tamaño eran las areolas de sus pechos, si eran grandes, bellos, pero Juan ignoró mis preguntas, cerró tantito los ojos y me dijo que la foto era espléndida, era como si en medio del universo se abriera una ventana. Yo le comenté que eso ya lo había dicho antes. Juan me vio, sacó su celular y me enseñó la foto que le había tomado a la foto y me preguntó mi opinión: ¿Era espalda de hombre o de mujer? Vi el calendario que estaba en la pared y caí en la cuenta que era miércoles.
Juan siempre me cuenta historias extrañas.