martes, 11 de julio de 2017

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA, CON AROMA DE DOMINGO



La foto es sencilla, pero regia. Es sencilla, porque sólo contiene dos personajes; y es regia, porque ambos personajes son míticos.
Sí, quien aparece en la fotografía en blanco y negro es Domingo Soler, reconocido actor del cine mexicano, con ligeras incursiones en la cinematografía de Hollywood. El rostro a todo color es del escritor Óscar Bonifaz, quien, en 2014, obtuvo el Premio Chiapas.
Domingo, tal vez, es el menos reconocido de la dinastía Soler, pero, sin duda, era el mejor actor de todos los hermanos. Uno de sus hermanos fue nominado al Ariel durante cuatro ocasiones, pero nunca lo alcanzó; por el contrario, Domingo sí salió con su domingo siete y obtuvo el premio en una ocasión; lo mismo sucedió con don Fernando que, también, en una ocasión, levantó la añorada estatuilla que lo reconocía como el mejor actor del año. De los cuatro Soler, Julián es el menos recordado. Fernando y Andrés actuaron en muchísimas películas populares, lo que hizo que el imaginario colectivo los tenga frescos en la mente de los cinéfilos. ¿Quién no recuerda a don Fernando Soler en la cinta “Cuando los hijos se van”? ¡Ah!, más de diez cinéfilos llorosos lo acompañaron en su tragedia. Por otro lado, don Andrés participó en más de ciento noventa películas. ¡Ah, pucha! ¿No había más actores? Ya ni los Bichir se adueñaron de tal manera de las pantallas grandes.
Pasé a saludar a Óscar Bonifaz en su oficina del Teatro Junchavín, en Comitán. Todo mundo de acá sabe que las paredes de la oficina están tapizadas con fotografías (en blanco y negro) de actores del cine mexicano. Como si yo viera figuritas de un álbum infantil, le pregunté al maestro si esa fotografía de Domingo Soler era una adquisición reciente, porque no la había visto. Bonifaz ignoró lo que le pregunté y me dijo que su bisabuelo tuvo el apellido materno Pardavé. ¿Ah, sí?, dije yo, mientras él señalaba la fotografía donde está el actor Joaquín Pardavé. Luego le pregunté si tenía relación familiar con el famoso actor, pero Bonifaz (de nuevo) ignoró mi pregunta, abrió una gaveta de su escritorio, sacó su novela “Cuando florecen las espinas” y, mientras buscaba unas líneas, me dijo que en ocasiones no recuerda con precisión lo que escribe, porque su proceso de creación lo abstrae de tal modo que luego no sabe de dónde salió lo que aparece publicado. No halló en su novela lo que buscaba. Pregunté qué cosa era y, ¡por fin!, respondió mi pregunta. Dijo que en el texto aparece una anécdota de un condón, y me la contó. Al final, como siempre sucede en un encuentro con Bonifaz, terminé riendo a carcajada limpia. No cuento la anécdota porque perdería todo su encanto. Sólo hay dos posibilidades de hallar la gracia de tal historia: una, escucharla en voz del propio Bonifaz (privilegio de quienes lo saludan); y dos, leerla en su libro.
Sé que la segunda pregunta se quedará en el limbo y nunca hallará respuesta: ¿Su familia tuvo algún nexo sanguíneo con Pardavé? El apellido Bonifaz, aparentemente, procede de Génova, Italia, tierra donde nació Colón, el descubridor de este continente. ¿Y Pardavé? San Google dice que es un apellido de origen árabe, pero que, en nuestro país, está relacionado con el arte teatral. ¿Qué decir del maestro Óscar? Decir que ha sido un Colón de los dos últimos siglos, porque ha sido un permanente descubridor de anécdotas, y ha sido un Pardavé, porque ha dedicado su vida a la representación teatral, tanto la que se realiza en el escenario como la que se desarrolla en la escena de todos los días.
En la calle, en la sala de la casa, en el patio y en cualquier lugar, él representa un papel: el papel de contador de anécdotas. He presenciado cómo, en presencia de algún político renombrado, él se convierte en el centro de la atención y, como si cortara un durazno, descuelga una anécdota que logra destellos y las carcajadas del político más serio y más escurridizo. Bonifaz mete los políticos a la bolsa y ahí los apelmaza como si fueran semitas. La anécdota ha sido su mejor arma de seducción. La comparte en la charla diaria o a la hora de recibir un premio (cuando le otorgaron el Chiapas compartió su texto jocoso que se llama “Vuelo nupcial” y que, como si fuese Luis Miguel en concierto, muchas personas le piden que lo comparta, lo solicitan con una frase como: “Maestro, echesesté la del zancudo”). La anécdota la comparte en sus libros o en la intimidad de una cena familiar. La anécdota la avienta con la misma certeza con que el niño avienta la canica para darle a la timbirimba; con la misma inocencia perversa con que el tahúr avienta los dados sobre el tapete verde del casino.
La mañana que pasé al teatro a saludarlo, el maestro se colocó (a petición mía) al lado de la fotografía de don Domingo y se puso en la misma (pero no) posición del actor. Domingo sostiene su barbilla con la mano izquierda y posa con rostro de divo; el maestro Bonifaz usó la mano derecha y posó con su siempre rostro de domingo lleno de jacarandas. Y digo domingo, porque los domingos son días plenos, donde los niños van al parque y corren detrás de las palomas que se amontonan en la banca donde un viejo les da comida. Los domingos son días en que el bullicio de entre semana se esconde y da paso a una armonía que camina con la tranquilidad de un gato sobre un sofá. El rostro sonriente que acá se ve es como de árbol lleno de pájaros, de tiuca alborotadora, de niño travieso, de eterno contador de anécdotas picantes y escandalosas.