miércoles, 26 de julio de 2017
PUERTAS
Siempre que llego a la casa de la mamá de Pau, mi sobrina me invita a jugar el juego de Puertas. Las posibilidades son infinitas, tantas como puertas existen en el mundo, pero a Pau y a mí nos gusta jugar el juego de la “Puerta que se abre ¿en qué lugar?”
El juego es sencillo, pero resulta muy divertido. Pau se sienta frente a mí, me ofrece un dulce de los que come, y me pregunta: “¿En qué lugar se abre tu puerta?”. Y yo debo imaginar una puerta (ella también debe imaginarla, porque todo es un juego de imaginación) y debo abrirla y ella debe abrirse justo en el lugar que yo imagino, que yo deseo.
Romeo, el otro día, jugó con nosotros y dijo que él deseaba que su puerta abriera al cuarto de José. Un cuarto con un radio antiguo sobre una mesa de madera, con un pequeño ventanillo que siempre mantenía en penumbra al cuarto, con una silla desvencijada, con una bacinica debajo de la cama, que era una cama de madera apolillada y un crucifijo chueco colgado en la cabecera. José era el abuelo de Romeo y un día se murió y cuando murió los hijos (incluido el papá de Romeo) vendieron la casa y se repartieron el dinero, y quien compró la casa la tiró (era una casa vieja con paredes de adobe) y construyó un edificio de departamentos, de esos que están tan de moda. Así pues, el cuarto de José acabó. Romeo no sabe quién se quedó con el radio antiguo, con la silla desvencijada, con la cama apolillada que, durante tantos años, acunó el cuerpo endeble de José. Romeo jugó y pidió que a la hora que abriera la puerta José estuviera ahí sentado en la silla, amarrándose las agujetas de los zapatos preparándose para salir. Porque todos los sábados y domingos, José llevaba a Romeo a caminar. Caminaban mucho, subían, subían por un sendero casi angosto, de tierra, con monte en las orillas y al llegar a lo alto se trepaban sobre una piedra muy grande (un piedrón) y desde ahí miraban el valle de Comitán. José le decía a Romeo (su nieto) que cerrara los ojos y Romeo los cerraba y (niño) sentía cómo una ligera llovizna azotaba su cuerpo y su cara, y él sentía como si cientos, miles, de pedacitos de papel de china chocaran contra él. Como el viento venía de tan lejos, quién sabe desde dónde, él sentía un golpeteo como de alfileres que se deshacían. ¡Era agradable! Cuando la llovizna se diluía, Romeo (aún con los ojos cerrados) escuchaba. Lo hacía así, porque José siempre le decía que oyera, que oyera bien, que descubriera el secreto del sonido, porque (¡prodigio!) en la altura de la montaña, Romeo podía escuchar perfectamente lo que abajo sucedía. Escuchaba los golpes que (abajo, en algún barrio del pueblo) el mecánico daba con un martillo sobre la carrocería de un auto; escuchaba los gritos de los niños que jugaban en los patios; escuchaba los pasos de las señoras que entraban a la iglesia, se hincaban y oraban; escuchaba el golpeteo de los pies sobre la plataforma de una máquina de coser; la carrera de las gallinas a la hora que una señora regaba maíz en el sitio. Romeo escuchaba y se maravillaba por ese prodigio del sonido. Luego abría los ojos y le costaba trabajo recuperar la luz del día. José (tío Pepe le decían sus amigos del barrio, con los que iba a tomar unas cervezas al medio día) abría una morraleta y le extendía al nieto unos paquitos de frijol con chorizo, abría un pomo de cristal que contenía salsa verde molcajeteada y le decía a Romeo que le pusiera un poco a la tortilla doblada. Romeo obedecía, porque era una sugerencia feliz. José abría un termo y servía café en la tapa del objeto y lo compartía con el nieto. Así se estaban mucho tiempo, encima del piedrón, viendo el valle, sintiendo cómo el aire juguetón hacía ronda en sus cuerpos, escuchando los sonidos que desde abajo subían como si tuviesen alas, como si fueran zanates o palomas. Romeo entrecerraba los ojos y pedía que todo en la vida fuera así, que esa cuerda de armonía siempre lo sostuviera. Pedía que el crucifijo torcido siempre ayudara a su abuelo. Pero una mañana José no se levantó y todos en la casa se preocuparon, llamaron al doctor y éste dijo que no, que no había más qué hacer. Y una tarde José murió. Romeo lloró. En lugar de ir al panteón, caminó por la brecha y subió, subió, hasta llegar a la cima. Subió al piedrón y ahí se estuvo hasta que la noche cayó. Escuchó, en medio de los claxonazos de los autos, de los gritos de una mujer que regañaba a un hijo, las paletadas de tierra que cubrían el ataúd de José, su abuelo.
Por eso, cuando Romeo jugó con nosotros pidió que su puerta abriera al cuarto de su abuelo, pero conforme avanzó en el juego, Pau y yo vimos que no estaba contento, como cuando nosotros pedíamos que nuestra puerta abriera a una playa o a un museo o a un estadio. Conforme avanzaba en el juego y caminaba por el cuarto y abrazaba al abuelo y, juntos, caminaban por el sendero, vimos que Romeo tenía agua en sus ojos y se atoraba en su relato. Pero, al final, se limpió los ojos y dijo que lo perdonáramos, que era su manera más feliz de jugar el juego. Nosotros sonreímos y él también lo hizo y dijo gracias, gracias. Luego cerró la puerta y el juego acabó.