sábado, 20 de enero de 2018
CARTA A MARIANA, CON RINCÓN BLANDO
Querida Mariana: Hay lugares inolvidables. Recuerdo, en mi casa de infancia, tres gradas que llevaban a una habitación. Me sentaba en esas gradas y leía la revista de monitos que mi papá había comprado en la Proveedora Cultural. Me sentaba ahí los sábados y domingos, en la mañana, cuando el sol era como una mano afectuosa. Recuerdo ese espacio como un espacio blando, delicado. Ahí me sentía dentro de una burbuja de aire tibio.
Ricardo me contó que, de todos los espacios de su casa, adora un rincón del jardín donde tiene sembrada una buganvilia. Ahí dispone una mesita con una bebida y se sienta a leer. Dice que esa es la imagen que sintetiza la felicidad. Quienes conocieron al famoso escritor Julio Cortázar cuentan que él tenía un cuarto en su departamento, cuarto en el que se encerraba a jugar, a crear, a tocar la trompeta. Mi abuela Esperanza era una hormiguita, andaba de arriba para abajo en la casa, en los pasillos, en la cocina, en el comedor, en el patio, regando las flores, plantando begonias, trepando sobre una silla para cortar granadas, pero su espacio especial era el oratorio. Dos veces al día entraba, una vez en la mañana y otra en la tarde, prendía una veladora, se hincaba en el reclinatorio con tapiz rojo y, de una bolsa de plástico, toda ajada, sacaba un bonche de hojas que tenían oraciones para todos los santos y vírgenes y para todas las ocasiones. Ahí se pasaba mucho tiempo. Cuando salía, yo la veía bañada en una luz espléndida, como si en ese cuarto hubiese sucedido una transformación. Pero ahora que Ricardo cuenta que el espacio de la buganvilia le da felicidad, pienso que yo también, en esas gradas, me llenaba de una luz especial. ¡Era mi lugar favorito!
El otro día, una hija de doña Chusita, la señora que vende chinculguajes en el mercado primero de mayo, me dijo que cuando va a casa de su mamá (la hija vive en Comitán), sus hijos comienzan a correr por todo el campo. Dijo: “Haga usted de cuenta que es como cuando se sueltan los chivitos que se ponen a dar brincos por todo el campo”. Ahora no se dan cuenta, pero cuando sean grandes, estos niños, tal vez, recordarán como su lugar favorito el sitio de la casa de la abuela, allá en Quijá.
Una mañana, el escultor Luis Aguilar (quien estaba de vacaciones) me mandó un inbox invitándome a vernos a las siete de la mañana (le encanta caminar en el friecillo de Comitán). Nos veríamos al lado de su escultura “Sitio marcado”. Dijo que daríamos una vuelta al parque y luego iríamos al mercado primero de mayo a tomar un atol de granillo o un jocoatol. El itinerario era casi sencillo y abarcaba apenas doscientos o trescientos metros. Esto en el plano físico, porque en el plano espiritual significaba un recorrido tan intenso como el que realizan los españoles cuando recorren el Camino de Santiago. Cuando estábamos en el puesto de los atoles, vimos la pericia de la mujer al pasar el atol de la olla al vaso. A la hora que el vaso estuvo lleno, la muchacha de sonrisa suave levantó la mano y suspendió la caída. Fue un instante sublime, el mismo (pensé) cuando Dios hizo el último movimiento de la creación; el mismo (dijo Luis) que hace el escultor cuando quita el último fragmento de mármol al rostro perfecto de la pieza. Salimos a la calle, sentimos la púa del viento frío de la Ciénega, pero, como estábamos en estado de gracia, nuestro espíritu estaba lleno de calor.
En ese mismo lugar, el puesto de atol de granillo y jocoatol, me topé con Alfredo Gordillo Zamora, amigo de la prepatoria, en los años setenta. Él radica en la Ciudad de México y estaba de vacaciones en Comitán. Alfredo, después de darnos un abrazo, me dijo: “No sabés lo que significa para mí el abrazo de todos ustedes” y cuando me lo dijo vi que su rostro se llenaba de energía, la energía que había recibido de todos sus amigos y familiares y de las esencias de su pueblo. No se lo dije, pero podía decirle que sí sabía lo que eso significaba, porque él ya recibía el vaso de atol de granillo y lo llevaba a su boca y ponía la cara de cristal del niño feliz. Yo también, de igual manera, cuando radicaba en Puebla, en una ocasión vine de vacaciones a Comitán, y después de ir a dejar flores a la tumba de mi padre, lo primero que hice al llegar a mi pueblo, fue ir al mercado Primero de Mayo, pararme frente a ese puesto y pedir un vaso de jocoatol. Cuando probé el primer sorbo sentí que ahí, también, estaba uno de mis sitios favoritos; es decir, el sitio especial está donde están las esencias fundamentales de la vida.
Estoy seguro que vos, igual que yo, tenés un sitio donde te sentís más a gusto que en cualquier otra parte. ¿Cuál es? Armando, quien es un romántico empedernido, tenía una frase que usaba cada vez que pretendía a una muchacha bonita: “Vos sos mi lugar favorito”. ¿Cómo lo mirás? Pues más de dos cayeron redonditas. Habrá que admitir que era un piropo sensacional: Vos sos mi lugar favorito, como si dijera que ella era el sitio perfecto, el espacio donde Armando se sentía más a gusto, como si ahí corriera el aire más limpio, el agua más transparente.
¿Cuál es ahora mi lugar predilecto? Cuando viví en Puebla viví a gusto, pero cuando me sentaba en una banca del zócalo miraba el cielo y extrañaba el mío, el comiteco. Una tarde alcé la vista y pedí a Dios que me permitiera volver a mi lugar y ¡me fue concedido! Regresé a Comitán y supe que mi lugar favorito era este pueblo, con sus calles, con sus parques, con sus balcones y (como dijera el clásico) “con sus subidas y bajadas y su viento de la chingada”.
Mi regreso a Comitán fue como volver a sentarme en esas tres gradas donde recibía el solecito de la mañana, donde leía una revista de monitos, que bien podía ser Kalimán, Memín Pinguín o Los Supersabios. Ya tiene diez años que regresé. Debo confesar que poco a poco mi lugar predilecto se ha ido reduciendo. Las tres gradas ya se volvieron dos, porque Comitán ya no es el lugar seguro que dejé. Todos mis amigos se quejan de la inseguridad, del problema de las organizaciones, de la carencia de agua entubada, de la suciedad. ¿De la suciedad? Sí, en los años noventa, muchos turistas alababan la limpieza de la ciudad, muchos amigos aseguraban que caminaban por las calles del centro y no encontraban una sola basura. ¿Ahora? Comitán es un pueblo sucio. Muchas personas tienen la fea costumbre de tirar la basura a la calle y las propias autoridades propician que la imagen se llene de polvo. ¿Cómo es posible que el encargado de la limpieza tenga establecido un horario de recolección de basura que permite montañas de basura en el centro, en la tarde y en la mañana? La otra tarde tomé una fotografía donde decenas de bolsas y cajas de cartón estaban colocadas en la base de la escultura de Luis Aguilar. ¿Era algo conceptual? ¡No! Era una falta de respeto, decenas de bocas acartonadas vomitaban basura en pleno centro. Y esto, ¡qué pena!, es una imagen recurrente. Muchas personas de Comitán se topan a cada rato con montículos pestilentes frente al templo de Santo Domingo. ¿Cómo es posible que la autoridad, en lugar de vigilar la imagen del pueblo, le agregue toneladas de basura a nuestro pueblo mágico? ¿No puede el encargado de la limpieza establecer un horario donde tal cochinero no perjudique la imagen y salud del pueblo?
No obstante, Comitán sigue siendo mi lugar favorito. No importa que mi espacio cada vez sea más reducido, no importa que mis horarios sean restringidos. Porque hubo un tiempo, en los años setenta, tiempo en que compartí salón con Alfredo Gordillo Zamora, que caminé con toda tranquilidad las calles de Comitán a las doce de la noche. Hubo un tiempo que las casas de mis amigos también fueron mis casas, bastaba empujar la puerta para entrar al cuarto del amigo y echarle un poco de agua porque seguía acostado en su cama. ¿Hoy? Hoy, las casas de mis amigos tienen paredes altísimas, están coronadas con gusanos de alambre de púas, sus puertas siempre están cerradas, por lo que es preciso tocar el timbre y esperar que los dueños observen a través de las cámaras de vigilancia.
He contado que, de niño, el parque central fue mi patio de juegos, porque mi casa estaba a media cuadra. Mi papá rentaba una casa de cuatro corredores, propiedad de la familia Esponda. Pedía permiso para ir al parque y mi mamá llamaba a Víctor, el hijo de la sirvienta, para que me acompañara. Caminaba al lado de Víctor y cuando llegaba al parque comenzaba a correr, un poco como dijo la señora de Quijá: como si fuera un chivito al que lo hubieran soltado en el campo.
Posdata: El puesto de venta de jocoatol del mercado Primero de Mayo y el parque central siguen siendo dos de mis lugares favoritos. Del primero nada digo, sólo admiro el movimiento de la mujer a la hora que sirve el atol. Lo que sí lamento es que ahora los vecinos del parque central saquen su basura y la amontonen en el lugar donde está la escultura emblemática de Luis Aguilar o frente al templo de Santo Domingo; lamento que el piso del parque esté lleno de hoyancos y la autoridad no haga algo para solucionar tal problema; lamento que las vendedoras de empanadas y taquitos, frente al 500 noches, tengan el piso todo sucio y resbaloso. Lo lamento, porque con eso, cada vez de forma más intensa, los comitecos nos quedamos sin los lugares que daban armonía a nuestro espíritu.