martes, 2 de enero de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CON QUIÉN AMANECÍ




Querida Mariana: ¿Con quién amaneciste? Esta era la pregunta que Romeo hacía el primer día del año. Por supuesto que no esperaba recibir respuesta. Su objetivo era presumir, presumir que en la cena del año viejo, en la residencia de su tío Alfonso (con champaña, caviar, orquesta de cámara y más de doscientos invitados de la mejor sociedad) él había conquistado a fulana de tal y, con sus encantos (porque habrá que admitir que era seductor, de ojos azules, con gazné y manos de pianista), la había llevado a su departamento de soltero.
Por supuesto que cada uno de enero (para ir en consonancia con el año) era una nueva chica la que nos presumía. Sus amigos no se sorprendían, ya que eran los años noventa y las chicas no tenían problema con acostarse con muchachos apenas recién conocidos; lo que les sorprendía era que al contar su intimidad sacaba la punta de un calzón femenino (de seda fina) y aseguraba que esa prenda era de la susodicha. Algunas muchachas que se enteraban de las infidencias de Romeo decían que eso era una cochinada.
¿Con quién amaneciste?, preguntaba y si alguien, con la misma suerte, quería responder, él lo impedía en automático, porque apenas dicha la pregunta, él mostraba el pedazo de seda y contaba su aventura, contaba cómo la había conocido, qué le había dicho y cómo, a las dos o tres de la madrugada, habían abordado su jaguar y terminado bebiendo champaña en la sala de su departamento, con iluminación tenue y música de jazz. Se regodeaba en contar detalles, como la forma en que, bailando, la había conducido hasta la habitación y cómo, por ejemplo, con sus dientes, besando por aquí y por allá, había desabrochado el sostén de la chica.
Se volvió casi un ritual de año nuevo. Cuando se reunían los amigos en el parque central, no faltaba el amigo que, antes de saludar, preguntara: “¿Ya vino Romeo? ¿Ya les dijo quién fue la afortunada de este año?”.
Romeo murió, no sé, en 2002 o 2003.
Si yo hubiese conocido a Romeo y si éste siguiera vivo, iría a su casa, tiraría piedritas en la ventana y, cuando apareciera su rostro bellísimo en el marco, le pediría que bajara para contarle con quién amanecí este uno de enero.
Amanecí con Silvia, con Silvia Molina. Acá tengo el libro que es prueba fidedigna. Sonrío al pensar que enseño el libro como él mostraba el calzón de la chica afortunada. No creo que Silvia sea la afortunada, en realidad, siempre, los afortunados somos los lectores. No sé con quién amaneció Silvia, en realidad, en el plano físico, pero yo amanecí con ella, porque, a las cuatro de la madrugada, desperté y tomé su novela “En silencio, la lluvia” y la disfruté. Amanecí con Silvia. Me encanta este oficio de lector, en el que no debo poseer los dones de conquista que Romeo tenía. En mi oficio de lector basta extender la mano y coger a la elegida. Ellas, las chicas escritoras, jamás se niegan, siempre están dispuestas.
Amanecí con ella y me sentí bien. Hace muchos años leí su novelilla (ya considerada clásica, dicen los críticos): “La mañana debe seguir gris”, novela que disfruté mucho; más tarde leí “La familia vino del Norte”, novela que Fito me obsequió. Desde entonces le he seguido la huella a Silvia. Ahora, el libro que tengo en la mesa de noche es uno de esos que pueden llamarse de 2 por 1, ya que, además de la novelilla mencionada, trae otra que se llama “El amor que me juraste”.
Romeo, dos o tres años antes de morir, se disgregó del grupo. La mañana de un uno de enero, alguien del grupo de amigos dijo que Romeo ya se había tardado. Ellos querían saber cómo le había ido, así que subieron al Chevrolet de Arturo y llegaron a la casa de Romeo (ya había dejado el departamento y se había cambiado a una casa grande, fastuosa). Bajaron del auto y lanzaron pequeñas piedrecillas en la ventana de su cuarto. Vieron que una mano movió las cortinas y luego éstas regresaron a su lugar; escucharon que un perro ladraba adentro de la casa y luego oyeron que alguien corría la cerradura y abría la puerta. Romeo estaba en bata. Sin saludarlos, sin darles la mano, pidió a sus amigos que se fueran, casi los empujaba, dijo que luego llegaría al parque, que, por favor, sus papás habían llegado de visita y estaban desvelados, que la fiesta había sido apoteósica, ya les contaría. Sus papás descansaban, no quería que el borlote los despertara.
Sus amigos dijeron que estaba bien y caminaron hacia el auto. Arturo vio hacia la ventana y descubrió que la cortina estaba descorrida y un muchacho bellísimo los veía desde la altura. El muchacho estaba con el torso desnudo y llevaba una toalla blanca amarrada a la cintura.
Ya en el auto, todos juraron que el muchacho estaba a punto de abrir la ventana para apurar a Romeo, para que no se tardara. Romeo no llegó esa mañana al parque y, desde entonces, no volvió a reunirse con el grupo de amigos. Al poco tiempo cambió de lugar de residencia. Una mañana alguien contó que había fallecido en un accidente.
A veces recuerdo la historia de Romeo y su ritual maravilloso. Y digo que me hubiese gustado conocerlo, esperarlo en el parque y, adelantándome, preguntarle: “¿Con quién amaneciste?”, y antes de que respondiera me adelantaría para contarle que yo había amanecido con Silvia, con Silvia Molina.

Posdata: Llevo tres o cuatro años que elijo libros de autoras para leer en la noche del treinta y uno de diciembre y en la madrugada del uno de enero. Lo hago de snob, sólo para decir que amanecí con una chica, pero, tal vez, también lo hago como un homenaje en memoria de Romeo, quien era un seductor único.