sábado, 27 de enero de 2018

CARTA A MARIANA, CON UNIFORME DE GALA



Con un abrazo respetuoso para la familia González Ruiz,
por la ausencia física de doña María Elena.



Querida Mariana: Cada época tiene su gracia y su desgracia. Quienes, en su juventud, vivieron los años sesenta en Comitán alaban, por ejemplo, la bondad de su clima templado, pero lamentan el olvido en que estaba inmersa la ciudad con respecto al centro del país. Comitán estaba muy lejos de la Ciudad de México, tanto en distancia física como en distancia tecnológica. Los jóvenes de hoy no creen que los autobuses de la Cristóbal Colón que viajaban a México no tenían sanitarios. ¡Cómo!, se sorprenden. ¿Entonces, dónde? Sí, los camiones no tenían sanitarios. Al viajero que “le andaba” tenía que esperarse a llegar a una estación de servicio para hacer lo que tenía que hacer y cuando la urgencia era caso de vida o muerte, el viajero caminaba por el pasillo, deteniéndose con ambas manos y pedía, ¡por favor!, al chofer que se “orillara a la orilla” para buscar un arbolito que disimulara la urgencia.
Ahora, con la novedad del Calentamiento Global, hay días que tenemos un calor tan agobiante como el de Tuxtla, y un frío tan congelante como el de San Cristóbal. Pero, en compensación, la distancia tecnológica ya no es tan grande. Ahora, los autobuses tienen sanitarios, se hace menos horas a la Ciudad de México y, gracias al Internet, cuatro quintas partes de Comitán tienen acceso al mundo. Ahora, cualquiera que tenga un lector de libros digitales puede descargar un libro inconseguible en formato impreso. Antes, ¡ay, Dios padre!, la única biblioteca pública que estaba en la presidencia municipal tenía un acervo limitadísimo y la única librería (la Proveedora Cultural) también era muy limitada en su oferta. A veces, cuando no encuentro un libro impreso en las librerías de acá (la Proveedora, Lalilu y Porrúa) lo solicito por Internet a la librería Gandhi, de la Ciudad de México, y tres días después lo tengo en la puerta de mi casa. ¡Es admirable!
Hemos ganado y hemos perdido. Hemos perdido valores que lamentamos, pero hemos ganado en amplitud de miras. Tengo una sobrina que estudia su maestría, en una universidad de gran prestigio (el Tec de Monterrey) y lo hace en línea. ¡Nunca imaginamos esta posibilidad en los años setenta! Desde su casa, en Comitán, cursa un posgrado. ¡Qué bendición!
Digo que hemos ganado y hemos perdido. Parece que es la relación biunívoca que define la vida. El compa que anda soltero tiene toda la libertad del mundo, cuando entra en una relación interpersonal pierde esa supuesta libertad y asume compromisos, ante la pérdida de la libertad sin concesiones gana la posibilidad de compartir los instantes con la persona amada; es decir, ante una pérdida también aparece una ganancia. Ya los viejos sabios nos han dicho que, a veces, se gana perdiendo.
¿Por qué digo esto? Porque el otro día, en casa de mi amigo Víctor González, vi una fotografía que me hizo reflexionar en las pérdidas y ganancias de Comitán, a través de los años. Si ves la foto no advertirás más que lo evidente: Son dos niños que portan uniformes. Pero no son uniformes comunes y corrientes. Los dos niños están preparados para asistir al desfile del dieciséis de septiembre. Los dos niños portan el uniforme de gala de la Escuela Primaria Fray Matías de Córdova. En los años sesenta, la mayoría de escuelas de la ciudad participaba en esos desfiles y tal celebración era todo un acontecimiento local. Las personas sacaban sillas a la banqueta y se sentaban a esperar el paso de los contingentes. Igual que ahora, sólo que en aquel tiempo había más responsabilidad en los grupos de escolares, porque los maestros tenían más enraizado el valor del civismo, valor que ahora está casi ausente. Como los maestros actuales están acostumbrados a realizar marchas para reclamar derechos laborales y para inconformarse contra la Reforma Educativa y caminan todos desguachipados por las calles, los alumnos hacen lo mismo en los desfiles. En los años sesenta (y antes) la forma era diferente. Quien conoció al maestro Roberto Bonifaz, maestro de educación física, de la Escuela Secundaria y Preparatoria, sabe que él era un modelo de disciplina. Los alumnos de aquel tiempo se sentían orgullosos de participar en los desfiles y marchaban con gran marcialidad. La gente disfrutaba el paso del contingente escolar que marchaba con orgullo militar. Recuerdo que la tía Engracia, desde el balcón de su casa, ubicó a su sobrino Melchor y levantó la mano para saludarlo, para que “viera que lo estaba viendo”. Melchor, en cumplimiento de las indicaciones del maestro, ignoró el saludo. La tía agregó la voz al saludo manual: “Hijo, acá estoy”. Esto provocó hilaridad entre las personas que estaban por ahí y causó un enrojecimiento en el rostro de Melchor, quien siguió con la mirada al frente, con el braceo perfecto. La tía se molestó, porque pensó que el sobrino la ignoraba a propósito. Así que, ya molesta, gritó: “Cabrón, te estoy hablando”. Las personas disfrutaron con carcajadas la insistencia de la tía. Uno de los maldosos (de los que nunca falta) le echó más leña al fuego: “Hey, vos, hacele caso a la señora”. Más risas. Melchor, rojo de la vergüenza y del coraje, pedía a Dios que el contingente avanzara pronto para que ya pasara esa aduana ingrata. No sé qué pasó con Melchor a la hora que llegó a su casa. No sé si la tía le recriminó con coraje o Melchor encaró a la tía para explicarle el valor de la marcialidad. No sé si el maestro se dio cuenta de tal suceso y, al final, felicitó a su alumno por su aplicación. Lo que sí sé es que si Melchor hubiera hecho caso al saludo de la tía y el maestro lo hubiese cachado, no le habría ido muy bien en la calificación final. La disciplina era un valor esencial en los colegios del Comitán de antes. El maestro marchaba con marcialidad, los alumnos debían hacer lo mismo. Ahora los maestros marchan como si caminaran en el parque un día de domingo, los alumnos hacen lo mismo. ¡El colmo! En el último desfile presencié a un alumno que “marchaba” mientras veía su celular, iba tan embebido en la pantalla que pisó al compañero que iba delante y le quitó el zapato, lo que provocó un ligero altercado. ¡Ay, Señor, ya los hubiera querido ver en tiempos del maestro Bonifaz! En un desfile actual, los alumnos y maestros no marchan, caminan y lo hacen de manera desganada, pidiendo a Dios que todo acabe para ir a tomar un café o una cerveza.
Acá, en esta fotografía, están Víctor y Martha, con el uniforme de gala de la Matías de Córdova. Ella, con vestido y chaleco de color verde y calcetas y guantes de color blanco. ¿Él? Con corbata, polainas y casco de color verde. Este uniforme, querida mía, era la apoteosis, los espectadores aplaudían y se emocionaban cuando los muchachitos de la Matías desfilaban ante ellos, porque, a la hora de pasar frente al balcón central de la presidencia municipal, el maestro ordenaba: “¡Saludar, ya!” y todos los niños desenfundaban la espada de madera y la presentaban en señal de respeto, porque además de disciplinados, los niños de aquel tiempo, éramos respetuosos. Los espectadores aplaudían y los niños que marchaban se sentían orgullosos. Porque (disculpá que yo sea tan encajoso), los niños de aquel tiempo nos sentíamos orgullosos de formar parte de nuestra escuela. ¿Hoy? Ya no veo el mismo orgullo.
Las escuelas de aquel tiempo tenían un uniforme de gala para actos especiales. Recuerdo con emoción los uniformes de gala de la Secundaria y Preparatoria, la del Colegio Regina, la del Colegio Mariano N. Ruiz y, por supuesto, de la Matías de Córdova. El día del desfile, no sé cómo le hacían los maestros y los padres de familia de la Matías, pero conseguían ramas de laurel y las enredaban en los cascos de los alumnos. ¿Hoy? Ah, pues, seamos serios. Hoy, te lo juro, he visto escuelas cuyos alumnos desfilan con la playera de su escuela y con pantalones de mezclilla. Sí, con mezclilla, como si fueran el Molinari con su horma de todos los días. ¡Uf, qué pena!
La pulcritud la perdimos, perdimos las lecciones básicas de civismo. Esto, no puede ser de otra manera, es reflejo de la sociedad fracturada en que vivimos. Las propias autoridades municipales han desvirtuado el sentido del protocolo cívico. El presidente municipal no siempre encabeza el homenaje a la bandera de los lunes en el parque central, y los subalternos platican o responden mensajes por el celular a la hora que el Himno a Chiapas suena a todo lo que da en bocinas destempladas.

Posdata: Perdimos y ganamos. Yo nunca fui afecto a los desfiles. Me parece que son manifestación de nacionalismos obtusos. Cuando veo una fotografía de macro desfiles de potencias, como Rusia o China, siento que algo está mal, que esa muestra de poderío militar es mal presagio para la tranquilidad del mundo. Pero, recuerdo a mis amigos de la Matías desfilando frente al balcón central del palacio y saludando con la espada de madera y pienso que eso era un juego simpático, un juego que los alumnos jugaban con todo el orden del mundo, porque así deben jugarse todos los juegos, todos los juegos de la vida. Perdimos y ganamos.