viernes, 17 de septiembre de 2010

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO ES MATERIA MALEABLE




Querida Mariana, subí al taxi y, de inmediato, vi el muñequito de peluche colgado del espejo retrovisor. El chofer oía un compacto con chistes de Polo Polo.
Casi no subo a taxis porque me enerva el olor de los desodorantes que usan en los transportes públicos, pero, bueno, si se trata de elegir entre una combi o un taxi, pues prefiero este último.
Vos sabés que no le tengo miedo al uso de las palabras. Todas las que contiene el diccionario son para usarse. Si estoy en el aula descuelgo algunas que puedan pelarse con toda confianza; de igual manera, si estoy en la cantina con los compas tomando una cerveza, descuelgo las que no tienen cáscara. Coincido con aquéllos que dicen que no hay palabras malas y palabras buenas. Siempre he dicho que suena más “fiero” esa de “pluscuamperfecto” que la de “pendejo”. Yo me descontrolaría más si alguien me dijera: “Sos un pluscuamperfecto” que si alguien dijera: “Sos un pendejo”. Pendejo sé qué es, pluscuamperfecto ¡no! Los estudiantes de literatura deben chutarse palabras muy raras como: “Sinécdoque”, “Oxímoron” o “Epíteto” (pucha, esta última suena muy alburera, ¿no?).
¡No le tengo miedo al uso de las palabras! ¡No, no! Pero me molesta que ellas no se empleen en los lugares adecuados. Si voy al templo a orar (poné atención, dije: orar) me resulta estúpido emplear palabras que suenen irreverentes. Asimismo, si estoy platicando con los compas, me resulta absurdo sacar palabras vestidas con frac. Me parece que el secreto del lenguaje es el mismo de la vida: adecuarse al espacio y al tiempo.
El Polo Polo vomitaba sus lindezas, mientras el taxista tocaba el claxon con desesperación porque el auto de adelante se detuvo tantito. ¡No aguanté! Con cierta energía le pedí que apagara esa pendejada. El taxista (ya dije que estaba enojado) apagó el tocadiscos con un movimiento alterado.
¿Sabés que me pareció abusivo? Que el taxista no tuviera conciencia de que presta un servicio y de que él debe atender a sus clientes. Imaginé que no era yo quien subió al taxi; imaginé que era cualquier otro y pensé “¿Por qué este güey tiene que obligar a su cliente a escuchar sus gustos?”. A cada rato la gente se queja del sonido estridente de la música grupera que escuchan los conductores de las combis; ahora resulta que a esa lista hay que agregar a los que les gusta oír a Polo Polo o al personaje denigrante de “Pacho, el borracho” (menos mal que no llevaba un devedé porque si no, ¡seguro!, a sus clientes nos ponía a ver películas pornográficas. Y, vos sabés, no soy persignado, veo XXX pero en la intimidad).
Todo, Marianita de mi vida, tiene su espacio, ¿no? El Polo Polo y el Pacho son para cuando estás solo en tu casa. Ni siquiera se justifica cuando estás con tus compas, porque puede ser que alguno de éstos prefiera la plática amistosa y franca, en lugar de oír estupideces dichas por expertos del albur.
Me molestó que este taxista comiteco no tuviera conciencia de servicio. Pensé en la reacción de un par de turistas. ¿Lo verían como un producto folclórico de este pueblo?
En cuanto apagó el aparato sólo oí un resoplido como de doberman encadenado. Ya no le dije más porque pensé que ahí me bajaba y me golpeaba, y vos sabés que soy un hombre alejado de broncas.
Pd. Cuando sucede algo similiar pienso en mi tío Ramón que recomendaba: “Hijito, llevá siempre en tu morral un par de zapatillas de ballet para que se lo des a los fastidiosos y se vayan de puntitas a mingar a su chadre”.