viernes, 24 de septiembre de 2010

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL GALLO PIERDE PLUMAS




Querida Mariana: Armando llegó a casa por la noche, ya pasada la noche. Llegó como caballo acezante, pateó la puerta y me dijo, con voz de piedra bajando por la montaña: “Compa, se acabó París”, se reclinó sobre la pared y se quedó estacionado como si la Segunda Guerra retornara. ¿Lo mirás? Uno está tranquilo en su casa y la desgracia llega desde la calle. En la calle suceden todas las cosas, las buenas y las malas. En casa todo es como en pueblo viejo donde no sucede algo. He visto casas donde hay carros buick modelo 1918. Es en la calle donde transitan los carros modernos. Yo no guardo autos antiguos, pero sí conservo en el patio de la casa la armonía de otros tiempos, muy lejanos a estos tiempos vertiginosos. Como si fueran autos de esos de lámina gruesa, conservo en la cochera una serie de recuerdos perennes. Mi casa, Mariana, es como uno de esos radios de bulbos con “estática”. Por esto me gusta escuchar una canción donde se alcance a oír el patinar de la aguja sobre el disco.
¿Así que se acabó París? ¿Mirás qué cosas dicen? Armando se llevó la mano a la boca y, besando la cruz, dijo: “Sí, compa, los gitanos levantaron toda la ciudad y se fueron a otra parte”. Quien no lo conoce puede convencerse de la certeza de sus dichos, sobre todo cuando, como si fuese Al Pacino, se lleva la cruz a la boca y cierra los ojos en actitud de San Francisco. ¿Mirás, Mariana? Este mi compa ¡tiene cada idea! Esa noche, lo traté como si fuera un sobreviviente del Día D (estos apapachos le encantan y lo apaciguan), lo abracé y lo pasé para la sala. Ahí, Paty le dio una taza de té de menta y unas rosquillas de mantequilla.
Mi mamá, generosa como siempre, le preguntó por la Torre Eiffel y él dijo que, gracias a Dios, seguía en pie, pero que en cualquier momento regresaban “Los Parisi” y se la llevaban de fierro en fierro. Yo iba a preguntarle por El Sena, pero era como alentar su desvarío.
Los seres humanos somos frágiles y, a veces, la única manera de disfrazar nuestro cristal de aire es imaginando historias. A Armando, por temporadas, le da por inventar cosas. Los imagina de tal manera que los narra como si, en efecto, sucedieran. Por esto los niños lo siguen a todas partes. Es seductora la manera como cuenta sus inventos, casi casi como si fuera un Laco Zepeda (claro, Laco en sus mejores tiempos, porque ahora que nos narró la historia como pretexto del Bicentenario ya sonó un poco a homenaje a Ángel M. Corzo con los “Cuentos del abuelo”).
Somos frágiles, en el camino se nos caen las plumas y, por esto, buscamos sucedáneos para el vuelo, aún a sabiendas de que somos de la tierra y el cielo no es más que una utopía. A veces, Mariana querida, pensamos que la vida puede ser un simple modo de ser gitano, como si, a la hora que se nos pegara la gana, pudiéramos recoger los trastos y largarnos a otra parte. Pero, Mariana, ¿de qué nos sirve la mudanza si, después de todo, no podemos ir más allá de lo nombrable? Por esto es que soporto que Armando llegue a altas horas de la noche a casa (altas horas, para mí, son las nueve o nueve y media). Tolero y, a veces, impulso su capacidad de imaginación sólo para ver si por ahí se cuela algo que no sea tan común como la vida de todos los días. Deseo que su capacidad pueda, un día, abrir algo como una ventana cuya vista dé hacia otro mundo, otro en donde París sea como un sueño o como una orden de tacos para llevar.
Pd. Un afecto me obsequió, hace tiempo, un llavero original con la réplica de la Torre Eiffel. Siempre que saco el llavero para abrir la puerta de la oficina creo que algo de París está conmigo, como si la Torre fuera mudable y, por instantes, la Ciudad Luz se quedara sin su símbolo. Una vez escribí un cuento acerca de esto. La Torre desaparecía de la ciudad cada vez que el hombre desorientado perdía el llavero. ¿Alguna vez has imaginado a la ciudad de París sin la Torre?