martes, 9 de noviembre de 2010

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LAS LÍNEAS PUEDEN TORCERSE

















Querida Mariana, Briseida es comiteca, pero radica actualmente en la ciudad de México. Ella me escribe de vez en vez (me refiero a Bris y no a la ciudad). Bris, cuyo nombre suena a brisa o a “brisagra” (como Aureliano, un indígena tojolabal, le decía a la bisagra) trabaja en un edificio alto. No sé en qué piso labora, pero debe ser uno entre el tercero y el quinto pisos. No sé si, al llegar, sube en elevador o por las escaleras. Lo que sí sé es que, desde el ventanal de su oficina, ve un parque y cuando lo ve se acuerda de Comitán. Ya sabés que los seres humanos siempre llevamos en el corazón el lugar donde nacimos. Sin importar el lugar de nuestro destino el cielo de nuestra infancia lo llevamos enredado en el último pliegue del espíritu.
A veces llega un músico al parque de Bris. El parque, para los millones de habitantes del Distrito Federal, se llama Clemente Orozco, pero Bris lo ha bautizado con otro nombre, uno que está muy cerca de su nostalgia. Ella no lo grita en voz alta porque sabe que si Ebrard se entera la puede multar. Se sabe que los nombres oficiales no pueden modificarse por decisión de los ciudadanos. Los nombres los deciden los poderosos, por esto, de vez en vez, oímos que ya a una calle la bautizaron con el nombre de Gustavo Díaz Ordaz o un parque infantil se llama Padre Maciel.
Bris siempre se acerca al ventanal cuando presiente que el músico llega al parque. Bris dice que lo presiente, así como presiente cuando va a llover o cuando la primavera llega. Bris mira al hombre desde arriba, mira que el hombre saca un clarinete de una morraleta sucia y comienza a soplar su instrumento (me refiero al musical), con timidez al principio y con mucha fuerza al final. Bris sabe que el hombre siempre toca aquélla de “un viejo amor, ni se olvida ni se deja”. Tal vez esto es lo que remoja las orillas de la nostalgia de Bris. Comitán es su amor, me lo ha confesado. Cuando el músico termina de tocar, mira hacia arriba, esperando que Dios le envíe el maná del cielo. Bris siempre le arroja una moneda de diez pesos. El músico se agacha, recoge la moneda, guarda el clarinete en la morraleta y busca otro edificio para tocar.
El otro día, Bris tenía urgencia para salir, pero ya cerca de la puerta presintió que el músico se acercaba al parque. Bris corrió hacia el ventanal y escuchó el primer acorde de “ni se olvida ni se deja…”, buscó la moneda en su bolso y la arrojó (la moneda, no el bolso). Entonces oyó un gran silencio, se asomó al ventanal y vio que el hombre había suspendido la canción para levantar la moneda. El hombre se persignó, guardó el clarinete y siguió su camino. María, la secretaria, le dijo: “Bien dicen que músico pagado ¡toca mal son!”, pero Bris supo que no se trataba de eso, se trataba de la metáfora de la vida: Siempre suspendemos nuestra melodía por recibir monedas.
Ese día, Bris suspendió su urgencia, ya no fue a la cita, acercó una silla al ventanal y se puso a mirar el cielo, los árboles, los pájaros y la cinta del aire. Deseó que, en lugar del músico con el clarinete, llegara -a la usanza africana- un músico con una marimba colgada del cuello y tocara la canción que dice: “Comitán, Comitán de las flores, donde están mis amores…”.
No sé si Bris sube por las escaleras o por el elevador, no sé cómo baja. Quienes caminamos por la calle jamás imaginamos lo que sucede en el interior de los edificios altos; jamás sabemos qué hacen los que, por trabajo, por entretenimiento o por vocación, siempre nos están viendo desde arriba.
Pd. Quique viaja mucho, es comiteco. Él me escribe desde el lugar donde esté y siempre, al estilo del Sub Marcos, en sus cartas coloca “Desde un lugar del mundo”. A veces no puedo distinguir las coordenadas desde donde me escribe. Apenas ayer en la mañana recibí una carta suya, la leí, no supe dónde estaba. Salí de casa y, a mitad del parque central, vi a Quique. Nos abrazamos. Supe, entonces, que para él este pueblo también “es un lugar del mundo”.