viernes, 19 de noviembre de 2010

HORA DE PÁJAROS



Con un abrazo para Hernán Esquinca Carpio y sus hermanas
por la ausencia física de Doña Estelita Carpio de Esquinca.




Mi papá era un viajero maravilloso. Siempre que viajábamos a otra ciudad jugaba conmigo a “Los Parecidos”. En el parque, en la calle, sentados en un restaurante o en la entrada de un cine se ponía a ver a los paseantes y me decía: “Aquel señor de la esquina se parece a don fulano de tal”. ¡Claro, su referente era alguien de Comitán, un artista del cine o algún familiar! La mayoría de veces acudía a la semejanza física, pero en ocasiones vislumbraba caracteres de personalidad. Yo siempre coincidía con él y le decía, ¡sí, sí, se parece!, y reía a carcajadas. Mi papá sonreía iluminado (nunca fue hombre de carcajadas) y, de inmediato, buscaba otro personaje. Puedo decir que entre mi papá y yo establecimos un código secreto. Jamás alguien se dio cuenta que lo utilizábamos como peón de nuestro ajedrez. Este código es importante porque, de lo contrario, si un protagonista involuntario se da cuenta que es utilizado puede enojarse y soltar, desde una mentada de madre hasta una ensarta de balazos. ¡Nunca alguien se dio cuenta de nuestro juego y todo mundo siguió su camino sin saberse elemento de juego inocente!
Una vez, en el Puerto de Veracruz, mientras yo veía el mar. ¡Ah, el mar!, mi papá me llamó y me llevó hasta una palapa en donde, con disimulo, me dijo: “Ahí está Miguel Hidalgo y Costilla”. Sí, ahí, tumbado en una poltrona, con un coco en la mano derecha, estaba el héroe de la Independencia. Una güera con pechos generosos le sobaba la pelona y él, con los ojos cerrados, chupaba el popote y llenaba su panza con ginebra.
Encontrar a un personaje como Pedro Infante, en Villa Constitución, Baja California, o a Irma Serrano, en Guadalajara, era motivo de celebración. Yo veía a mi papá y gritaba (es un decir): “Sí, sí, es él (o ella)”. Mi papá, entonces, buscaba alguna confitería y me compraba un helado de pistache. Ya luego buscábamos a mi mamá que se había quedado en una tienda comprando un bolso o una blusa y entrábamos al cine. A veces, coincidía que en el cine exhibían una película de Pedro o de Irma y, en medio de la penumbra, mi papá buscaba mi rostro y sonreía. Sabíamos que éramos diferentes a los demás espectadores porque nosotros habíamos tenido la suerte de conocer el doble de esos famosos artistas. Una vez caminábamos en las calles de Comitán y yo le dije a mi papá: “¡Ahí está Irma Serrano!” y él, sin emoción, me dijo: “Sí, hijo, es ella”. La artista, la verdadera, había llegado al pueblo para visitar a su hermana Yolanda. Yo también me decepcioné. Conocer a los personajes famosos de carne y hueso ¡no tenía chiste! Lo bonito del juego era, precisamente, encontrar los parecidos.
El otro día fui a San Cristóbal de Las Casas (la ciudad donde nació mi papá). Cerca de El Carmen vi a un hombre chaparrito que, delante de mí, caminaba con mucha dignidad, pero con cierta premura. ¡Le encontré parecido! Me pasé a la otra banqueta y apresuré el paso. Cuando estuve al parejo lo miré, con el disimulo que logramos adquirir, y me dije: “Ahí estás”. Sí, sí, tenía un sorprendente parecido a mi papá. Ay, viejo, no sabés cuánto deseé que estuvieras a mi lado y me dijeras, sin emoción: “¡Sí, hijo, soy yo!”. Deseé que no fuera un juego sino que fueras vos y me abrazaras como lo hacías cuando yo era niño y me llevabas a otras ciudades, al lado de mi mamá, sólo para que jugáramos el juego de Los Parecidos. ¡Ay, viejo de toda mi vida, de todos mis sueños, de todo mi amor! Vos nunca te pareciste a alguien. ¡Fuiste único, sos único!