jueves, 11 de noviembre de 2010

DIARIO HACEMOS, DIARIO ACABA




Eugenia olvidó la cámara y miró, sorprendida, a la mujer. Estábamos en la Central de Abasto. Eugenia vino tres días a Comitán para hacer una serie de fotografías de un proyecto editorial. ¡En la Central se dio vuelo! En su cámara, ¡lo sé!, guardó cada aroma, cada color, cada gesto de este pueblo. Ahí, en esa cajita digital, se llevó las esencias de este pueblo: un canasto con Tzizim; un vaso con atol agrio; una olla con atol de granillo; marquesote; chicharrón de hebra y tortillas con asiento, es decir, la grasa que quedó en el fondo del perol donde pusieron a hervir el cuch. Se llevó los morados de las bugambilias; los rojos y rosas de los bordados de las tojolabales y los amarillos de esa flor que acá llaman jutús. Asimismo se llevó la mirada triste de la mujer que, con su puesto sobre el suelo, cargaba a su hijo envuelto en un chal. Era paradójico el contraste entre el rostro tiznado del niño y el deslumbre de todos los colores del bordado. Lo único que Eugenia no llevó en su cámara fue a la mujer que, con un canasto pequeño recargado sobre el vientre, ofrecía pepita molida (sakil). La mujer pasó a nuestro lado y ofreció: “Lleve su pepita. ¡Diario hacemos, diario acaba!” y, con una cuchara, sirvió un poco para que lo probáramos. Eugenia, soltó la cámara y ésta quedó suspendida de la cinta bordada que, un día antes, Eugenia había comprado en el atrio de Santo Domingo, en San Cristóbal de Las Casas. Tomó una pizca de la pepita molida y sonrió, como, sin duda, sonreía de niña cuando su papá le daba su caramelo favorito.
Lo que Eugenia no llevó en su cámara fue el habla de este pueblo, esos enroques que hace cuando pasa de un “chido” a un “vení”. Para nosotros es muy sencillo, pero esta simple jugada es como un puente del siglo XVI al XXI. Acá, en la plaza, en el mercado, en el patio de las casas, en los colegios, en las cantinas y en los lugares más exquisitos la palabra brinca la cuerda del tiempo todos los días. Hay como un eco de los conquistadores españoles que se enreda con la palabra más reciente traída de saber qué cosmopolita ciudad. Por esto, a Eugenia le llamó la atención lo que la mujer decía: “Diario hacemos, diario acaba”. La oración era contundente. Los comitecos pasaban a su lado sin sorprenderse porque esta teofanía es cosa de todos los días. “Diario hacemos, diario acaba”, para significar que ese polvito, manjar de Dioses, es del día, como si fuese un pescado recién sacado de la laguna, todavía con el agua para comprobar su frescura. “¡Eso es!”, dijo Eugenia. “¡Frescura!”. Sí, dije yo, acá los arcaísmos no tienen el hedor de lo antiguo, acá la palabra arcaica suena fresca, recién descolgada del cielo.
Muchos pobladores se dan cuenta de este prodigio, pero muchos otros ¡no! A veces es necesario que venga una Eugenia de Madrid y abra los ojos y la boca como si estuviese frente al Santo Grial para darnos cuenta que poseemos un tesoro.
Mientras los académicos de la Lengua Española “destildan” la palabra solo (de solamente), los comitecos nos encargamos de ponerle tilde a vení, comé, soñá, tragá, cogé, viví, despertá, escribí, jugá y más palabras, muchas más.
Eugenia se fue ayer. Al despedirse me dijo que vivo en un pueblo maravilloso. Sí, dije, acá el asombro es cosa de todos los días y nuestra vida es como el sakil: “Diario hacemos, diario acaba”.