martes, 2 de noviembre de 2010

LOS INTERCAMBIOS



Entiendo que los objetos y chunches se modifiquen o se extingan. Que las pizarras sean sustituidas por cuadernos y éstos, a su vez, por laptops; que las navajas de rasurar desaparezcan ante el embate de los rastrillos. Entiendo que las carrocerías de lámina gruesa sean desplazadas por las cubiertas “nometoques” que ahora tienen los autos y que se deshacen ante el más leve recargón. Entiendo, ¡por supuesto!, que los jóvenes de hoy coman pizzas y dejen a los panes compuestos como plato de segunda mesa. Asimismo entiendo que las madres solteras ya no escarben los cielos de la Virgen Redentora o que los alcatraces deseen ser tulipanes de Holanda. Entiendo que los departamentos tengan vocación minimalista y dejen los retablos barrocos para consuelo de la Historia. Justifico que las muchachas bonitas ya no sueñen con casarse de blanco ni con resguardar en telas de araña el himen adormilado. Pero lo que sí no soporto es la idea de que las palabras jóvenes caigan en el olvido y su uso pierda vigencia. ¿Qué encanto encuentran las muchachas bonitas de hoy al llamar “bubis” a sus pechos? ¿Cómo un poeta puede invocar la luz si en el poema tiene que hablar, en lugar de los pechos iluminados, de las “bubis fosforecentes”? ¿Cómo los amados pueden retozar con la luna si ésta ya es como un globo de Cantoya?
Me resisto a caer en la tentación del libro ahogado por polillas. Y no sólo levanto una barricada de Resistencia en pleno bulevar de Comitán, sino que lanzo un grito de auxilio para que, ya en invierno, pepenemos las hojas secas del otoño de nuestra palabra. ¡Que alguna muchacha bonita -por el amor de Dios-, sólo una al principio, vuelva a ponerse una pantaleta en lugar de un “chón”!
Los jóvenes de mi tiempo sudaron ante la simple mención de la palabra. Las muchachas de entonces no usaban tangas ni hilo dental, usaban telas delicadas que eran la metáfora del misterio. Cuando los jóvenes jugábamos con las muchachas ellas se sonrojaban tantito cuando nosotros, audaces, les decíamos que jugáramos al juego de las adivinanzas. Si el amado atinaba el color de la pantaleta ella daba un beso como premio.
Me resisto a pensar en las palabras carentes de su magia y encanto. Ahora (medio mundo lo ha dicho) la palabra “güey” sirve para designar al amigo, lo mismo que al novio, al tío y, en ocasiones, al papá o al abuelo (gracias a Dios, la “huella” todavía sigue siendo trilla de paso). Hace poco tiempo, la palabra “verga” era un vocablo de cantinas o un agua limpia pronunciada en voz baja por la amada cuando, en lo íntimo, jugaba con ella. Pero ahora -¡Dios mío!-, en la boca de las niñas de secundaria y de bachillerato, es una palabra que la emplean para designar a la amiga, al compañero, al tío, tía o al novio. Salgo a la calle y veo a grupos de muchachas con uniforme escolar y escucho a una niña decir: “Ayer me habló el verga”, mientras la otra dice: “¡No mames, verga!, ¿y qué pasó, güey?”. La palabra perdió su brillo y su ala de misterio. Antes se pronunciaba en voz baja y si una muchacha la decía, su amado sentía un temblor sutil como un camino de hielo.
Me resisto a creer que la palabra ya perdió su capacidad de sugerencia, su fuerza de inventario. Alguien debe iniciar un movimiento de Resistencia, un oleaje donde los acantilados recuperen su épica claridad y su ancla de resonancia.
Me resisto a aceptar que la cúpula sea un simple cascarón y que el viento de la piel de mi muchacha sea un instantáneo acostón de antro. Me resisto a la extinción de esas palabras que son como jaguares, como tortugas, como pavones en medio de la nubliselva, del corazón.