martes, 16 de noviembre de 2010

CUANDO EL RÍO NO NECESITA PUENTES


Con un abrazo para las familias Palacios de León y Trujillo Palacios
por la ausencia física de Paquita Palacios de León.



El Pedro me dijo: “No tenemos puente porque no queremos. Un día vino el gobierno y nos dijo Les haremos un puente para que vayan al otro lado del río, y nosotros no dimos permiso, dijimos: ¿Para qué queremos ir al otro lado? Allá hay lo mismo que acá. Acá tenemos tierra, tenemos mujer para criar hijos, tenemos Sol y tenemos lluvia. El gobierno tomó sus camionetas y se fueron. Indios pendejos, nos dijeron. Nosotros reímos y continuamos sembrando la milpita, unos, y pescando, los otros”.
Me lo dice a la orilla del río. Su mujer, la Rosa, asa una mojarra en las brasas de un anafre. El Sol está a punto de ocultarse atrás de las montañas. La hija de la Rosa hace diminutos soles con sus manos y los coloca sobre el comal. Los soles levantan su pancita, agradecidos, con su padre mayor que ahora bosteza y se dispone a dormir.
No le creo a Pedro. ¿Nunca han ido al otro lado del río? ¿De veras? Se me hace imposible, pero él lo asegura. Dice que con sus cayucos llegan hasta la mitad del río y luego regresan. Dice que la mitad del río no les pertenece. Una leyenda cuenta que uno de los suyos se atrevió a ir más allá y que el monstruo del río abrió su boca y lo tragó.
Tal vez Pedro tiene razón. ¿Qué puede haber en la otra orilla que no tengan en la suya? Tengo muchos amigos que han viajado a Europa y Asia. Cuando regresan a Comitán los oigo contar de lo que vieron, de lo que hicieron. Los miro emocionados, pero nunca alguien ha contado algo diferente. Me cuentan que se deslumbraron ante Praga o París o Tokio. Me cuentan de museos, de otras lenguas, de otros modos de ser, pero, siempre advierto que no hay alguna diferencia notable, algo que me hiciera de pronto decir: ¡Eso es insólito!
Siempre, lo sabemos, en la otra orilla no hay algo especial, todo es semejante. Cuando veo a una muchacha bonita sé que ella es la otra orilla. Los jóvenes suben a sus cayucos y cruzan el río para llegar a las orillas húmedas de la muchacha. Ellos bajan asombrados, iluminados, deslumbrados, saben que son un renovado Cristóbal Colón y quieren reclamar esas tierras para gloria de su rey. Pero, días o meses después -oh, decepción- advierten que esa orilla era un El Dorado falso. Nada nuevo encuentran. Todo era un simple espejismo, vana ilusión. El problema, muchas veces, es que ellos ya quemaron sus naves y no encuentran el camino para regresar a su orilla original, a su tierra amada.
¿Y qué ves desde esta orilla en la otra?, le pregunto a Pedro. Él se rasca la cabeza y dice que ven lo mismo que ven los otros desde el otro lado. Sonríe. Si ellos nos miran a nosotros desde allá, entonces, lo que hay allá es lo mismo que hay acá. Por esto es que estamos tranquilos.
Sé que Pedro es la esencia de aquel personaje literario que se amarraba al palo mayor del barco para no caer bajo el influjo del canto de las sirenas. Toda orilla es un canto seductor que usa máscaras. Detrás del escenario está el verdadero rostro y este rostro no es diferente al que vemos en el espejo todas las mañanas cuando nos rasuramos.
La María nos ofrece pescado sobre hojas de plátano; su hija nos ofrece tortillas recién salidas del comal. Buen provecho, dice el Pedro. Ya se hizo de noche; ya han prendido unas teas en la orilla del río. Miro que en la otra orilla unos hombres también prenden teas. Sé que están haciendo lo mismo que nosotros. Sé que en todas las orillas están haciendo lo mismo. Así es la vida.