viernes, 16 de diciembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL VIENTO TIENE EL COLOR DE LA TIERRA


Con un abrazo para Enrique Robles, por su cumpleaños.



Querida Mariana: ¿cuál es la piedra más prodigiosa? Laura asegura que el diamante (Shirley Bassey, cantante singular, nos dijo que los diamantes son para siempre), pero Karina dice que la piedra más prodigiosa es ¡el ámbar!
¿Mirás que ambas piedras vienen de lo más profundo de la tierra? A diferencia de las rosas y de los claveles y de las piedras comunes (esas que sirven para espantar chuchos o para quebrar cristales), las piedras preciosas no palpitan al influjo del Sol y del viento. Los hombres, como si fuesen parientes del hombre de Cro-Magnon, tienen que abrir cuevas para descubrir el brillo del diamante o la luz tenue del ámbar.
Parece que la sabiduría está del lado de Karina. El diamante sólo despierta la codicia y la vanidad; en cambio, el ámbar previene El Mal de Ojo. Es maravilloso ver el ritual cuando la madre le cuelga un ojo de ámbar a su crío, para que las miradas calientes no perturben sus sueños de vida.
¿Cuál, entonces, querida mía, el color más prodigioso? ¿Cuál es el color que otorga plenitud a nuestro espíritu? “¡El rojo!”, dice Karina y me lleva hasta la cuna donde duerme su sobrina y me muestra el collar hecho con hilo rojo, y luego me lleva hasta la ventana y me enseña cómo la orquídea también tiene su hilo rojo para que no le echen ojo. Hay miradas, me dice, que son tan calientes que pudren y secan (hay mujeres, digo yo, que también son muy calientes y sus calenturas pudren y secan el corazón de sus amados a la hora que mojan sus cuerpos abrasados en otros ríos; este mal no puede contrarrestarse con un simple hilo rojo).
Parece, entonces, que la fuerza más prodigiosa es la echadura de ojo. En Comitán, cuando yo era adolescente, los amigos, que me miraban tutuldioso y sin novia, me sugerían que debía echarle el ojo a una muchacha bonita.
¿Cuál, entonces, es el órgano del cuerpo más prodigioso? Laura dirá que el corazón, pero Karina dirá que ¡el ojo! La tía Alicia sabía de esto y a cada rato repetía lo que tío Guillermo (su papá) le enseñó: “Los ojos son la ventana del alma”. Esto que repetimos a cada rato ¡es un prodigio del lenguaje! Lo es porque abre la posibilidad de vislumbrar el alma a través de la mirada. Claro, no cualquier mortal tiene acceso a esa ventana. Los Iniciados sí logran acceder; los diletantes se quedan en la orilla.
El color rojo, dice Laura, está desprestigiado. El rojo es bello porque representa la pasión, y quien no tiene pasión por la vida anda mal por la vida. ¿De dónde le viene al rojo su desprestigio? De que el imaginario colectivo ha otorgado tal color al infierno. La iconografía religiosa pinta al demonio inmerso en un lago de fuego y, basta ver cualquier pastorela, para identificar al demonio (color rojo) y al ángel (color blanco). De ahí que el color rojo esté asociado con el pecado y con la depravación (por esto, mientras más rojos los labios de las muchachas de la vida alegre ¡más provocativas!). Pero el color rojo es, antes que todo, el color de la sangre, ¡de la vida! Los demonios, asegura Laura, son negros, negros como la noche en que se perdió el cuch, y así debían pintarlos en la iconografía religiosa, a fin de regresar al rojo su lugar de privilegio en la paleta del sentimiento universal.
Aunque, tal vez, el color más prodigioso sea el color del ámbar. Su transparencia a punto de miel permite ver la luz de otra manera. Y lo que a nuestro mundo le falta es, precisamente, mirarlo de otra manera.
Hace años, Alicia, Quique, Sonia, Paty y yo, hicimos un viaje a Guatemala. En el Lago de Atitlán, trepados en una lancha de motor, pescamos los reflejos dorados que brincaban como peces vela; y en la Antigua Guatemala pepenamos dos vergüenzas. Primera: cuando quisimos comprar rollos fotográficos en Comitán para que no nos hiciera falta, alguien dijo: “¡Ay, ya, si no van a un rancho! Cómprenlos en Guatemala”. Le hicimos caso; cuando entramos a una tienda de artículos fotográficos en aquel país descubrimos que los rollos eran carísimos. ¿Por qué?, le preguntamos al dueño y éste, detrás del mostrador, nos dijo: Es que son de importación. Revisamos la caja y vimos que los rollos estaban hechos en la planta de Kodak, en la ciudad de Guadalajara, en México. Segunda: caminamos por las calles empedradas y en el atrio del templo de La Merced nos topamos con dos mujeres que, en una mesa plegadiza, vendían collares de alpaca y aretes y anillos de ámbar. Las mexicanas enloquecieron ante las joyas. Alicia puso un arete en el oído de Sonia, y dio dos pasos para atrás para ver cómo se veía: luego, Sonia se colocó una pulsera y alargó el brazo para presumirlo. Preguntaron precios y las chapinas dijeron: cuesta tanto y, lo menos, es tanto. Las mujeres abrieron sus bolsos y sacaron los quetzales, mientras las vendedoras, vestidas con trajes bordados, ponían los collares y alhajeros en bolsas de plástico. A Quique se le hizo caro y lo dijo. Las vendedoras, muy serias, guardaron los billetes en medio de su pecho y dijeron: “Es que el ámbar nos lo traen desde Chiapas”. Sí, Chiapas, México.
Y todo esto sale, querida Mariana, porque el otro día, Karina me dijo que su abuelita la llamó y le regaló un par de aretes de ámbar. La señora regaba las begonias de su jardín, dejó la regadera en el suelo, metió la mano en su delantal con rayas azules y puso el par de aretes en su mano. Karina dice que su abuela le dijo que pusiera atención en el animalito que estaba dentro de una de las gotas de ámbar. “Es una simple hormiga”, dijo mi amiga. “Sí -dijo la abuela- tiene millones de años”. La mujer no dijo más. Levantó la regadera y, con la mano en alto, siguió regando unas orquídeas que tiene colgadas en una pared.
¿Cuál, Mariana, es el mayor prodigio del universo? De seguro que no es una piedra preciosa. ¿Tiene alguna importancia un collar de diamantes ante la inmensidad de lo infinito? ¡Por supuesto que no! Todas las piedras, así sean preciosas, no son más que eso: simples piedras. Y ya nos han dicho los sabios que en la medida que los hombres botamos nuestras piedras ¡nos volvemos más humanos, más cercanos con el plan maravilloso del universo! ¿Cuál es el mayor prodigio del universo? ¿Saber que existen millones de millones de estrellas? ¿Reconocer que el universo está en expansión y que, probablemente, no tiene límites? A veces es bueno pensar lo contrario: ¡que el infinito no tiene mayor trascendencia ante lo mínimo cercano! Lo que tenemos al alcance de la mano ¡es lo prodigioso! El pedazo de cielo que nos ilumina; la calle que, a pesar de sus banquetas de laja, nos acaricia el alma; los balcones; la bajada al Mercado Primero de Mayo; el jardín de la casa de la abuela; el corredor con ladrillos de barro; Yalchivol o la fuente del parque central.
Tutuldioso me decían los amigos porque no tenía novia. Echale el ojo a alguna, sugerían. Y yo escuchaba a los mayores decir que, en la década del cuarenta o del cincuenta, los comitecos acostumbraban dar vueltas en el parque: de un lado las mujeres y del otro lado, en sentido contrario, los hombres. Era como una carreterita de voy y vengo, donde recomendaban bajar las luces altas cada vez que pasaba uno frente a la otra, pero que, al mismo tiempo, recomendaban que, cuando una muchacha bonita llamaba la atención del muchacho, éste debía dar quemones. ¿Y cómo eran los quemones, Mariana? Pues a través de la mirada, a través de los ojos, que son la ventana del alma.
De donde entonces concluyo que los hombres somos frágiles y que el amor no está instalado en el corazón. Si el corazón se nos apachurra cuando amamos a alguien es porque, antes, quemó nuestra mirada. ¡Todo amor entra por los ojos! ¿Los ciegos, entonces, no se enamoran? Por supuesto que sí, también lo hacen a través de los ojos. El alma de ellos está tan abierta al misterio y al prodigio que ven más allá de donde los simples mirones vemos. Ellos están ciegos porque la ventana de su alma está abierta a todo lo que da. Los demás, los que poseemos la bendición de mirar las cosas de todos los días, siempre tenemos media abierta la ventana. Nos da temor que el chorro de luz nos lamparee para siempre.
Un día, hallé a una muchacha bonita que no tenía colocado su collar de hilo rojo ni tenía una piedra de ámbar. Este descuido logró que, a pesar de que mi mirada es sencilla y tiene una brasa de medio día, ella se fijara en mí. Algo vio en mis ojos. Se hizo mi novia y yo me casé con ella. ¿Cuál es la piedra más prodigiosa? ¡El afecto! No pesa. No duele. Es como el vuelo del amanecer, cada día.
Pd. Alguna tarde, los chiapanecos tendríamos que escribir una carta a la UNESCO para que, de igual modo que Juan Carlos Gómez Aranda y Fernando Escárcega han propuesto que La Marimba sea declarada Patrimonio de la Humanidad, el ámbar sea declarada la piedra más prodigiosa del Universo. Ese día Karina brincará de gusto, porque el otro día me dijo: “Mi abuelita me regaló millones de años a través del ámbar y del animalito que está adentro: eterno”. Evitar el Mal de Ojo ¡es toda una bendición!