viernes, 9 de diciembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN BALCÓN ES MÁS QUE UN HUECO EN LA PARED




Querida Mariana: hace doce años, aproximadamente, conduje el programa radiofónico “Imagina que te llamas”. Mario Escobar, gerente de radio IMER, gentilmente abrió un espacio para ese programa que era un juego de la imaginación. El invitado llegaba y la propuesta era: “Imagina que te llamas ¡piano!”, por ejemplo. Y el juego comenzaba: “¿Por quién te gustaría ser tocado? ¿En dónde tienes la tecla del RE? ¿Eres vertical o eres de cola?”, y así hasta el infinito; bueno, hasta que la hora terminaba. Como mirás, las posibilidades del programa eran tantas como palabras existentes en nuestro lenguaje. Podíamos imaginar llamarnos amor, jocoatol, ventana, papalote, maíz, silla, mano, tutís, árbol, Comitán, nube, uña…
Ayer, caminando por las calles del pueblo, recordé el programa. Lo recordé al ver las tejas, los portones, los zaguanes y los balcones de este Comitán de aire transparente. Y luego recordé lo que Rosario Castellanos, en su novela Balún Canán, dice respecto a los balcones: “Los balcones están siempre asomados a la calle, mirándola subir y bajar y dar vuelta en las esquinas. Mirando pasar a los señores con bastón de caoba; a los rancheros que arrastran las espuelas al caminar; a los indios que corren bajo el peso de su carga; y a todas horas el trotecillo diligente de los burros que acarrean el agua en barriles de madera. Debe de ser tan bonito estar siempre, como los balcones, desocupado y distraído, sólo mirando. Cuando yo sea grande…”.
Y todo esto fue porque, también, recordé la tarde en que un afecto y yo, sentados en una banca del parque de San Sebastián, jugamos a imaginar que ella se llamaba balcón y yo pared.
Los balcones, las ventanas y las puertas son los huecos por donde las paredes sonríen. Algunos balcones comitecos ya están deteriorados, no obstante muestran su sonrisa sholca; otros permanecen intocados como si tuviesen sonrisa de placa porcelanizada hecha por el dentista Bermúdez. Los muros ciegos son tristes. El Muro de Berlín, por ejemplo, nunca tuvo un hueco por donde pasara el viento, al contrario, su objetivo era cancelar la libertad del aire. En las casas, las paredes más oscuras son las que sirven para delimitar la vecindad, sólo las enredaderas se atreven a desafiar su infausta vocación.
Las niñas que tienen la costumbre de escarbar las paredes y comen la cal, son espíritus que, en vidas pasadas, fueron la Juana de Arco que de vez en vez asoma en los siglos. Las personas que son como Gandhi no soportan las paredes. Las paredes limitan, esa es su encomienda en la vida. Por esto, cuando vamos al campo o al mar nos sentimos bien al mirar el horizonte; ¡entendemos que la vocación del hombre es la libertad!
Al Javier le gusta ir a la Casa Rosada a tomar la cerveza y el caldo de mollejas con el chile al pastor. Cuando me invita me resisto tantito, porque es un lugar lleno de paredes que impiden ver el cielo. La botana es maravillosa, pero yo disfruto los espacios libres de muros. Me encantaba El Camino Secreto de los primeros tiempos, cuando, con los amigos, tomábamos la cerveza en el sitio de la casa. Los propietarios habían instalado una mesa metálica debajo de la sombra de un árbol de aguacate. Un mantel blanquísimo era el fondo para los platos repletos de unas “boquitas” riquísimas. El nombre del lugar se debe al título de una telenovela de moda que quedó como anillo al dedo al local porque caminaba uno por un pasillo estrecho (como hasta la fecha) y al bajar se encontraba uno con el corazón iluminado del sitio de la casa. Poco a poco, la cantina se hizo famosa y con ello la renovaron y la convirtieron en lo que ahora es: un espacio cerrado, un tantito asfixiante. Me cuentan que la botana sigue siendo exquisita y la profusión de visitantes así lo corrobora. En general, las cantinas comitecas ofrecen botanas deliciosas, pero -por desgracia- sus locales han perdido el contacto con lo natural, han dejado de tener ese encanto de Selva, de Valle, del verde que se tiende como una mujer enamorada.
El Tono Gallos de los primeros tiempos estuvo instalado en el patio central de la casa del propietario, con piso de ladrillo, rodeado por macetas llenas de helechos y colas de quetzal. No sé, pero el trago resbalaba más galán y la convivencia tenía listones de luz que se disolvían lentamente. Es una pena que los aguajes comitecos hayan sucumbido a la seducción del cemento. ¿Por qué se disfruta tanto una cerveza y unos camarones al mojo de ajo en la playa? Ya ni escribo la respuesta, querida mía, porque es obvia. No le encuentro el chiste (así le digo al Javier) cuando tomo una cerveza y tengo frente a mi vista ¡una pared!, casi casi la misma pared que tengo en mi casa a la hora de la comida. La misma Casa Rosada en sus principios tuvo más luz (aún cuando nunca tuvo plantas, flores o árboles). La historia tiene su encanto, al inicio se llamó La Casa Blanca y cuando se cambió al lugar donde ahora está se convirtió en Casa Rosada (si jugamos un poco podemos decir que dejó de ser el recinto del Presidente de Los Estados Unidos de Norteamérica para volverse el simple recinto de la Presidente de Argentina, por esto ahora tiene menos luz). Cuando voy a una comida para convivir con los afectos me gusta hacerlo en espacios donde el aire corre como niño sobre carretón y donde la mirada se cuelga en las ramas de los maravillosos azules de nuestros cielos.
“Imaginá que te llamás pared”, dijo mi afecto. Sí, le dije, pero después vos sos balcón. “Va”, me dijo. Y jugamos. ¿Qué tipo de pared sos? ¿Qué temblores resistís? ¿Sos pared de un cuarto? ¿Si, como dice Juan Ruiz de Alarcón, las paredes oyen, vos, que sos pared de cuarto de motel, qué oís? Y jugamos más de dos horas. Luego ella imaginó ser balcón y le hice preguntas. Cuando la tarde se escondió, ella me dijo: “¿Podés hacer un huequito en tu pared para que quepa mi balcón?”. Yo, emocionado, agradecido con la vida y con Dios, dije que sí. Y dije que sí porque los balcones oxigenan la vida de los pueblos.
No puedo imaginar un pueblo con casas cerradas. Las casas son nuestro resguardo, precisamente porque permiten que sus habitantes, igual que las campanas del viento, entren y salgan a toda hora.
Si Rosario viviera en estos tiempos escribiría casi casi lo mismo que escribió. Algunos de los balcones que ella vio de niña siguen mirando las calles. Esos balcones son testigos de las transformaciones de nuestro pueblo. Han visto cómo desaparecieron los burritos cargando agua y se treparon a los autos y ahora conducen desaforados; han visto cómo los señores cambiaron los bastones de caoba por andaderas metálicas al resbalar en las banquetas de laja; han visto cómo los rancheros dejaron las espuelas después que los zapatistas se posesionaron de sus haciendas y ahora, como si fuesen personajes de García Márquez o de Juan Rulfo, deambulan por los callejones gritando: “¡Ay, mis tierras! ¡Ay, mis tierras!”. Los indios son los únicos que permanecen como los balcones: inalterables en su deteriorada forma y en sus maltrechos sueños.
Los balcones siguen viéndonos. Ellos no han cambiado ni en forma ni en fondo. Siguen estirándose en sus barrotes de madera o enredándose en sus grecas de hierro forjado. Los balcones siguen guiñándonos cada vez que pasamos frente a ellos; siguen recordándonos que esos ojos misteriosos son lo que le da sentido a los muros de nuestro pueblo. A cada instante nos dicen que los hombres debemos tener balcones en nuestro corazón. Quien tiene muros ciegos en su espíritu no permite que el genio del hombre crezca. Quien no abre ventanas en su alma enmohece sus patios interiores.
“Debe ser tan bonito estar siempre como los balcones”, dice Rosario. Con ello, a los comitecos nos dice a cada rato que los hombres debemos también ser como los balcones. Desde ahí, los comitecos hemos construido nuestro mito y nuestra capacidad de ensoñación; desde ahí, por en medio de los barrotes, los niños -como gorriones enjaulados- han presenciado los cohetes que incendian los cielos y han visto cómo los papalotes se enredan en medio de los cables de luz; desde ahí, las enamoradas han fisgoneado al amado -a través de la cortina- cuando acude a darle serenata; desde ahí, las abuelas han visto -mientras costuran- cómo la vida es una simple tierra baldía. Desde el balcón (nos dicen los historiadores) nuestra Patria se fortalece cada quince de septiembre.
Pd. ¿Cuándo, vos y yo, jugamos al Imagina que te llamas? Hay tantas nubes que me gustaría jugar con vos. Me gustaría jugar a imaginarnos bandera, libro, almohada, teclado, aljibe…
Pero acá, entre vos y yo, lo que más me gustaría jugar es a imaginar que nos llamamos palabra, que somos palabra. Esto posibilita construir el infinito; permite imaginar más allá del vacío y de los agujeros negros del universo. Permite pensar que la vida puede ser el cordel que dé vuelta al Movimiento Perpetuo.
Mi afecto desapareció de mi vida una tarde. Yo presentía que eso iba a ocurrir. Todo estaba escrito en el libro del destino. Ella, en cuanto tuvo alas, ¡voló! Yo, niña mía, sigo siendo pared. Se sabe, la vocación de la pared y del muro es sembrar raíces en la tierra y mirar cómo las aves vuelan, cómo los trenes llegan y se alejan. La vocación de la pared es la de la mano que siempre dice adiós y sueña con los lugares que miramos a través de los barrotes de un balcón. Soy pared. ¿Vos qué sos?