viernes, 23 de diciembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY ÁRBOLES SIN HOJAS


Con un abrazo para el Profr. Jorge Antonio Gómez Solís,
Coordinador del Deporte Municipal, por su cumpleaños.




Querida Mariana: si alguien te hiciera una pregunta Peñanietera: “¿Cuántos Whitman hay en tu vida?”, ¿qué dirías?
Aunque nos cuesta admitirlo, el apellido es discriminatorio. En Puebla conocí a personas que agregaban una “y” a sus apellidos para darse más importancia. Decían: “Sánchez y Sánchez” y se esponjaban como jolotes sobrevivientes después de la navidad.
Da caché tener un apellido de alcurnia o tener amigos con apellidos extranjeros. La mera verdad es que el apellido apantalla. No es lo mismo tener un apellido rimbombante que uno más común.
Acá en Comitán, los apellidos todavía dicen mucho acerca del abolengo. Quienes se apellidan Albores, Castellanos o Domínguez siguen escarbando en los árboles genealógicos para hallar un hilo que los emparente con Roberto Albores Gleason, con Absalón Castellanos o con Belisario Domínguez. ¡Da importancia decir: “Mi abuelo fue sobrino en tercer grado del Doctor Belisario Domínguez”! ¡Ah, pucha, caminan como si el cielo fuese la alfombra idónea para sus ilustres pasos! (aunque sus calcetines huelan a queso rancio, siempre dirán que son de gruyere).
Esto del apellido es un poco como el nombre. Ahora, el comiteco que tiene un nombre sacado de una telenovela de Televisa se cree más importante que el compa que se llama Caralampio (aunque nuestras verdaderas raíces están hincadas en un árbol que se llama San Caralampio). Con el Caralampio nos sucede lo mismo que con el voseo, como nos da vergüenza ahí tenés a gente que, ya mayor, hace los trámites legales para quitarse “el Lampo”. Nunca hemos dicho el nombre con orgullo, por esto tenemos el complejo de volverlo un nombre indigno.
Pues como vos estás para saberlo y yo estoy para contarlo, te diré que tengo dos Whitman en mi vida y esto me da chentura. Uno es don Walt, que ya tiene años de fallecido; y el otro es don George que, me acabo de enterar, murió hará cosa de diez o doce o catorce días.
Ahora que lo digo, lo digo encrespándome un poco, así como Julio Gordillo Domínguez levita tantito cuando habla de Jorge De la Vega Domínguez o de Carlos Fuentes (andá a saber si es cierto, pero don Julio dice que con el famosísimo escritor se lleva de cuartos hasta mañana).
Yo, la mera verdad, no tuve el gusto de conocer físicamente a don Walt ni a don George y ambos se murieron sin tener la mínima idea de quién es el tal Molinari. Pero lo que sí te puedo contar es que, de veras, ¡lo juro por Dios Huitzilopochtli!, he estado en sus casas ¡muchas veces! Más en la casa de don Walt que en la de don George.
Resulta que don Walt fue un gringo, considerado uno de los poetas más fregones de América y del mundo. Tiene un libro espléndido que se llama “Hojas de Hierba”. ¿Mirás qué título más fregón? Pues bien, yo he estado en su casa más de diez veces. Leo, con placer, las palabras que él escribió. Se que esta carta no es lo mejor para embarrar palabras poéticas en tu corazón, pero copio unos versos para que mirés qué bello escribía este hombre: “¿Qué soy después de todo, más que un niño complacido con el sonido de mi propio nombre? Lo repito una y otra vez. Me aparto para oírlo –y jamás me canso de escucharlo”. ¡Ah, qué belleza! Sus palabras son como esas chinitas que beben agua en los charcos después de la lluvia, ¿verdad? (espero que mañana hagás un campito, entre todas tus actividades, para que nos miremos y yo lea, en vivo, otros versos de Whitman. Hay que aprovechar las vacaciones, ¿no?).
¿Y don George? ¿Has oído hablar alguna vez de esa maravillosa librería “Shakespeare and Company” que existe en París? Bueno, pues resulta que don George Whitman fue su propietario. Uno de estos días leí “La Jornada”, en Internet, y me enteré que don George murió.
Vos sabés que no he pasado de Chacaljocom, así que eso de conocer París es pura ilusión. Pero sí he visto muchas fotos de esa librería y, poco a poco, he caminado por sus pasillos estrechos, en medio de paredes llenas de libros y de humedades. Esta librería es muy especial, porque pasás de un cuarto a otro y hallás un colchón, por ejemplo, al lado de los estantes retacados de libros (los libros permanecen en un desorden maravilloso que se amontonan en el suelo. Mientras vos caminás tenés que ir eludiendo las torres de libros o de plano te sentás y comenzás a mirar qué libros tiene esa columna). ¿Por qué el colchón? Porque don George daba posada de manera gratuita. A quienes no tenían una casa en París para pasar la noche, les proponía un trato: ¡lean un libro diariamente y chambeen dos horas (acomodando libros o atendiendo a los clientes) y pueden quedarse a dormir acá!
La “Shakespeare and Company” es una librería famosa en París y en todo el mundo. Como ya te diste cuenta ¡no es una librería para espíritus refinados o para apellidos de alcurnia, como Peña Nieto, Cordero o Vázquez Mota! ¡No! Esta librería es para los amantes de los libros; para quienes disfrutan encontrar Ediciones Príncipe o libros escasos (casi casi con el mismo gusto que tío Eligio escogía los mariscos en el mercado de La Viga o tía Elenita elegía los mejores claveles en el vivero de Coyoacán, en la ciudad de México).
Nosotros, los que no tenemos muchas librerías en nuestras ciudades, las imaginamos impecables, impolutas, bien ordenadas, con los libreros de madera bien barnizados y con olor a Maestro Limpio (como la Librería Gandhi, en la ciudad de México). La librería de don George Whitman es todo lo contrario. A veces pienso que los clientes deben sentir un tufo de petate quemado en alguna de las piezas.
El otro día busqué en una guía turística de París el lugar exacto donde está la librería. ¿Sabés cuál es la referencia? Así como nosotros decimos: “Cerca del Veinticinco”. Allá, cualquier parisino puede decirte, con la erre arrastrada: “La librerrrría está cerrrrca de Nuestrrra Señorrra de Parrrís”. Y vos, con la emoción enredada en el occipucio del calcañal, dirías: “Mercy”, y caminarías por la orilla del Sena y subirías por un Quai hasta llegar a la entrada de la librería, que ha sido escenario de varias películas y no pocas tramas literarias.
Existen, querida mía, lugares que son emblemáticos, así como hay personas emblemáticas. Comitán tiene sus espacios y sus personajes. El político más despistado que llega de fuera siempre tiene dos nombres de comitecos emblemáticos en su discurso: tío Belis y Rosario. La librería de don George es un espacio emblemático de París.
Nosotros no tenemos una librería que se acerque al espacio sublime (demos gracias a Dios que tenemos una o dos, todavía). Por desgracia, los libros y la literatura no son el pan diario de nuestra mesa. Lo que sí tenemos (¡por fortuna!) son espacios emblemáticos en otras disciplinas de la vida. Los turistas (¡cómo no!) llegan buscando los lugares emblemáticos de nuestra cocina. Uno de éstos es la venta de atol de granillo y de jocoatol, en la Central de Abasto o en el Mercado Primero de Mayo. ¿Quién no ha oído hablar de “Tono Gallos”, para comprobar el mito aquél de “cien botanas diferentes”? (si te soy honesto, no sé si dicho restaurante da servicio aún). Los panes compuestos de “El Foquito” se han convertido también en un referente obligado de nuestra gastronomía (igual que los “huesos”). El otro día, una persona que vino de Tuxtla Gutiérrez me preguntó dónde podía comprar los “panes revolcados”. ¡No, no -le dije- son panes compuestos!
¿Por qué, si nunca he salido del país, digo que conozco la librería de París? Porque he visto muchas fotos de dicho lugar y, como si fuese una polilla, he caminado -en forma virtual- por sus estantes, por sus pisos de madera y por en medio de las páginas de los libros. Como he sido un lector contumaz desde hace muchos años, tengo, entre mis afectos, a muchos escritores con apellidos extranjeros. Ellos no lo saben, pero son mis afectos porque los tengo en mi mente y en mi corazón. Son mis compas, pues. Tal vez por esto, los apellidos importantes de la comarca no me impresionan. Respeto por igual a Bermúdez que a Pérez y a López que a Pedrero. He estado con Benedetti, con Cortázar, con Oé, con Saramago, con Yourcenar, con… ¡uf! Decenas de escritores famosos han estado en la sala de mi casa (Fuentes no me conoce, pero yo, ¡ay, Señor!, lo conozco desde que leí “Aura”). Y por ratos he estado con Cervantes, con Kafka, con Kawabata, con Aristóteles… ¡Dios mío y ya me callo porque puedo comenzar a discriminar los apellidos modestos de estas zonas!
Entrados en materia. Soy un creyente en el valor de la persona, más que en el brillo engañoso de los blasones. Si me siento orgulloso de los escritores que he leído y pronuncio sus apellidos con chentura es porque ellos han logrado trascender gracias al brillo de su obra y no de la savia de sus árboles genealógicos. De los millones de turistas que entran al Museo del Louvre, pocos retienen en su memoria el nombre del Rey que hizo el Palacio. En cambio, cada visitante pronuncia con respeto el nombre de Da Vinci cuando se para frente a la Gioconda. ¡El genio del hombre es el que justifica la luz del apellido y del nombre!
Pd. En México, la importancia de los apellidos se ha vuelto sexenal. Recordemos la sentencia francesa de “Muerto el Rey, ¡viva el Rey!”. Por el momento, todo el mundo se enjuga la boca con el apellido Sabines. Para el fin del 2012, otro apellido sustituirá a éste y los enjuagues bucales tendrán otro sabor (sólo los amantes de la poesía seguirán pronunciando con reverencia el apellido Sabines). Por esto, y no por otra cosa, hay gente que apuesta todo al arte. Los apellidos políticos son de temporal, los apellidos enredados en la luz del arte ¡son de riego! En la DIEZ, la Revista Digital de Comitán, apareció la siguiente predicción para el 2012: “El ave de moda en Comitán será el ¡Ave-ndaño!”.