viernes, 2 de diciembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA BANQUETA ES CASI COMO LA CASA




Querida Mariana: mi tía Ausencia vaticinaba que si seguía portándome mal, de grande, iba yo a terminar “durmiendo en la banqueta”. Yo, que estudiaba el bachillerato, seguí parrandeando, sin hacer caso al augurio. Pero lo que sí hice fue salir a las calles, diariamente, a las ocho o nueve de la noche, para ver si un “bello durmiente callejero” me contaba su experiencia. ¿Los que duermen en banquetas, envueltos en cartones y periódicos, fueron mal portados de adolescentes? Nunca hallé un durmiente a esa hora. Jorge me decía que esos hombres “se acostaban” más tarde. Son personas, me decía, que no tienen dónde dormir y se acuestan tarde para despertar temprano y así dormir el menor tiempo posible, porque el suelo es duro, muy duro.
Las banquetas, desde siempre, me han subyugado. De niño pensé que eran como un puente en el vacío. Cuando Sara, la sirvienta, me llevaba al mercado, ella señalaba al niño que caminaba debajo de la banqueta y decía: “Mirá, eso está mal”, y yo movía mi cabeza de arriba para abajo. Sí, estaba mal. Los niños (mi mamá decía a cada rato) debían caminar sobre la banqueta, así evitaban accidentes. Entonces, la banqueta era como una alfombra mágica que resguardaba de peligros terrenales a los peatones.
Pero, para los otros, la banqueta era un territorio emocionante. Algunos niños bajaban un pie a la calle y caminaban con el otro sobre la banqueta. Caminaban como cojeando y esto les provocaba un gran gusto. Cantaban: “Una pata en la tierra / otra pata en el cielo / pata sobre pato pata / pata pata pata en celo”, y daban un paso sobre la banqueta y otro paso sobre el arroyo y eran como barcos bamboleándose en medio del oleaje de las doce del día frente a la Nevelandia.
La palabra peatón (ya lo dijo Sabines) es una palabra bonita. Todos los seres humanos somos peatones, sólo eso, ¡no más! Los hombres y mujeres nos pasamos durmiendo un tercio de nuestra vida; por lo tanto podríamos definirnos como durmientes, pero somos peatones gran parte de la vigilia. Todo mundo anda de acá para allá; incluso quienes viajan en avión, caminan apresurados en las salas del aeropuerto para alcanzar el vuelo y después caminan, con la misma premura, para subir a un taxi. La Marvin -de Coneculta-, el Gobernador de Chiapas y el Presidente de la República no son más que simples peatones, aunque viajen en helicópteros o en lujosas camionetas. Cuando se bajan de las naves vuelven a ser lo que son. Si ellos (los poderosos) son peatones, con mayor razón todos los de a pie. En Comitán, en muchas esquinas, hay letreros con el lema: “El peatón es primero”. Pienso que tienen razón; en este pueblo se reconoce que el ser humano es lo más importante que tiene el universo. Es fácil de entender por qué es así: ¡este pueblo es un pueblo sabio! (sólo nos falta ser congruentes con nuestro pensamiento sabio).
Cuando crecí, las banquetas se convirtieron en fronteras. Tenía una amiga con la que jugaba, jugaba a que la banqueta donde caminábamos era México y la banqueta de enfrente era Francia. Cuando mirábamos que el carro venía lejos, a una cuadra, cruzábamos hacia la otra banqueta y movíamos nuestros brazos como si nadáramos (lo recuerdo con emoción porque como no sé nadar, siempre me sentía como campeón de natación cuando llegaba al otro extremo de ese mar). Ya, en el otro territorio, nos secábamos el cabello y hablábamos en francés: “Bonjour, mon amour” y sonreíamos, felices de andar por los Campos Elíseos, a media cuadra del parque central de Comitán. En ese tiempo las banquetas fueron como el hilo que me decía que todo el mundo estaba en mi mano con sólo pasar de una a otra acera.
Pero -¡oh, Dios mío!- un día descubrí que la banqueta era un círculo limitante. Fue una mañana en que, sin tener algo mejor qué hacer, comencé a caminar por la manzana que está frente al parque de San Sebastián; caminé por el portal, di vuelta en la esquina, pasé por la casa de la mamá de Hernán Esquinca (que ella descanse en paz), y luego di vuelta con rumbo al Centro de Salud, hasta llegar al Jardín de Niños Justo Sierra y torcí con dirección al Puente Hidalgo. Al llegar a la esquina, después de pasar por la casa de Florecita Alfonzo y por donde ahora está un taller donde componen televisiones, caminé hasta llegar a la casa de don Tito Caballero y, cuando vine a ver, estaba en el mismo sitio de donde había partido. ¡Me paralicé! No pude cruzar hacia el parque, porque lo vi muy lejos. Como si fuese yo hijo de Fidel Castro Ruz me sentí en una isla. Estaba rodeado de calles.
No hay peor sentimiento que saberse isla, que saberse solo. Supe entonces que las banquetas eran ¡una mera ilusión! Caminábamos sobre ellas, sólo para dar vueltas y vueltas, regresando siempre al mismo lugar. Me di cuenta que caminábamos mucho, todos los días, a todas horas, y no salíamos del pueblo. No era cierto que bastaba pasar del otro lado para llegar a París. ¡Todo era una farsa! Por esto, intuí, los durmientes banqueteros, decepcionados, dejaban de buscar su Ítaca y se recostaban sobre las banquetas, convencidos de que ya estaban en su isla, condenados a no abandonarla nunca. Las banquetas eran como la cáscara de las manzanas y éstas estaban llenas de gusanos.
Ese día, Marianita de todas mis lajas, pensé haber perdido una de las nubes más importantes de mi vida. Agotado, decepcionado, me senté y apoyé la cara en mis manos. Me senté sobre una banqueta, casi en espera de que un auto pasara y me tumbara los pies, como se tumban los cimientos de un edificio que se derruye. Pero, como siempre sucede en la vida, tal desvelo no hizo más que mostrarme ¡el prodigio! El prodigio de los hombres que se sientan en las banquetas y miran cómo el mundo pasa enfrente. Descubrí el prodigio del tiempo; la bendición de la pausa; el encanto del que se recuesta en la hamaca y deja que el Sol se pierda detrás de la montaña.
Ese día, Marianita de todos mis atardeceres, descubrí el encanto del verbo “banquetear”. Porque el mayor privilegio de los comitecos es conjugar dicho verbo para jugar con él: yo banqueteo, vos banqueteás y ellos banquetean.
Descubrí que banquetear es uno de los hilos de nuestra identidad. Bajé, emocionado, al barrio de La Pilita Seca y con mi amigo Jorge Gómez -hoy flamante Coordinador del Deporte Municipal- banqueteé una tarde que se nos fue mirando los verdes de la Ciénaga.
Ahora, voy a la Pilita Seca con frecuencia. Me gusta ir a la hora en que el olor a pan de Las Torres entra a todos los patios de las casas aledañas y juega sube y baja por todas las calles del barrio; a la hora en que se prenden los focos de encima de las puertas y, en algunas, sacan mesas con manteles de plástico y ponen recipientes con queso, frijol, carne y picles para hacer las tostadas o los panes compuestos o los tacos dorados de papa.
En ese barrio, Marianita, la vida sale de adentro de las casas y se instala en las banquetas. He visto, te lo juro, a dos o tres niñas jugar con sus barbies, justo en el espacio de la banqueta que delimita la puerta de entrada. Ahí, las niñas juegan a que son mamás y les enseñan a sus hijas cómo la vida es eso que pasa por el frente.
En ese barrio, Marianita, ¡la vida está sobre las banquetas! Ahí está la permanencia. Las muchachas bonitas abren las puertas de sus casas, se sientan y estiran sus piernas sobre las banquetas; los jóvenes, sin citarse, se reúnen y chancean, platican, piropean a las niñas bonitas que por ahí pasan o bromean al “mamado” que se encamina a hacer su rutina de gimnasio.
Ahora, voy a la Pilita Seca, sólo para platicar con doña Martita Abarca, quien, todas las noches, saca una mesa en la banqueta de la esquina y vende chalupas, tacos dorados y tacos suaves. Ella, orgullosa, dice que su salsa es única, porque está hecha en molcajete, y ya se sabe que la salsa hecha en molcajete tiene un sabor que supera al de la hecha en una simple Moulinex. Parece, querida mía, que el secreto de banquetear es el mismo; cuando nos sentamos en una banqueta es como si molcajeteáramos la vida.
Cuando mi tía Ausencia insistía en que dejara esa vida equivocada, yo pensaba: ¿Tan malo será dormir en la banqueta?
En una ocasión fuimos al rancho de Quique, y, en la noche, después de tomar unos tragos de ron, los amigos nos tumbamos en el suelo, boca arriba. El cielo era como un huevo de guajolote: lleno de puntos maravillosos. Cada lucecita parecía un hueco por donde se podía pasar a otra dimensión. Esa noche pensé que tal vez quienes dormían en las banquetas eran unos eternos buscadores. Como no encontraban en los suelos lo que buscaban, ¡lo buscaban en los cielos! Tal vez no era tan malo dormir en la banqueta. Pero, un día le hice caso a mi tía y comencé a dejar el camino equivocado. Juré no volver a tomar trago y así lo hice, no por lo que ella decía, sino por lo que Jorge me dijo: ¡el suelo es duro, muy duro!
Ahora, mi niña bonita, lo que hago en Comitán es banquetear. En las tardes me siento en cualquier banqueta y dejo que el día se diluya; cuando los focos se prenden, me levanto y voy a casa, ahí me acuesto sobre mi cama, cierro los ojos y sueño que estoy en el rancho de Quique y que el colchón es el pasto y que el techo de la casa es el cielo y miro miles de estrellas y siento que ahí, ¡ahí!, está lo que ellos (los durmientes banqueteros) y yo buscamos. Alzo mis manos y trato de pescar algo. Cuando abro los ojos miro mis manos y encuentro unos puntitos como cuando mirás el Sol durante algún tiempo. Sé, entonces, que las banquetas son el puente que cubre los vacíos del espíritu a la hora que caminamos por estas calles. Y recuerdo lo que mi mamá decía (y sigue diciendo): los niños deben caminar sobre la banqueta (no importa que andemos resbalando porque se han vuelto superficies llenas de jabón por la laja que las cubre).

Pd. ¿Qué tarde vos y yo conjugamos el verbo banquetear? Estarás de acuerdo que nos falta conjugar muchos verbos: querer, amar, descubrir, comer, soñar, iluminar, ¡vivir!