miércoles, 14 de diciembre de 2011

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UN EJERCICIO DE COMPARACIÓN ES COMO UN ABRACADABRA




Querida Mariana: el viejo Alfonso prendía el quinqué y me daba la libreta número 354. Yo la abría y anotaba: “comparación número doscientos sesenta y cuatro”. Mientras el viejo sacudía los libros con un paño rojo, y Emiliano copiaba comparaciones de libros, en el fondo, yo buscaba la comparación que él me imponía. Su estudio era húmedo, siempre tenía que amarrarme una bufanda al cuello. Yo creo que era tan húmedo porque no tenía ventanas que dieran a la calle, apenas un ventanillo no mayor a una caja de zapatos daba a un patio cerrado.
El viejo me decía: “San Caralampio es tan milagroso como…”, y yo debía completar la comparación, mientras él, ya lo dije, limpiaba El Quijote o Cien Años de Soledad. Yo decía: “…como el aire que se escurre por en medio de los barrotes de la celda”. Don Alfonso, desde el tercer escalón de la escalera de madera, me miraba y decía: “Un calamar es tan débil como…” y, silbando, seguía en su labor de limpieza. Cuando él pasaba a otra comparación significaba que mi respuesta no era incorrecta, así que, mientras buscaba la respuesta del siguiente ejercicio, escribía la anterior y le ponía una palomita: “San Caralampio es tan milagroso como el aire que se escurre en medio de los barrotes de la celda”.
A veces me daba una descripción del objeto, otras dejaba que yo lo hiciera. Mis descripciones siempre caían en el terreno de la imaginación. Esto lo hacía como una vía de escape. Nunca he sido bueno para las descripciones reales. Le decía por ejemplo: “El calamar es un objeto que tiene alas y cuando vuela calma al mar”. Emiliano, detrás de su quinqué, reía y continuaba con su labor. Una vez que me acerqué a su escritorio me dijo que había copiado más de treinta y cinco mil comparaciones. El viejo Alfonso le daba comida y alojamiento (su catre estaba al lado de su escritorio). Emiliano, esa vez, en voz baja, me dijo que llevaba más de ocho años trabajando con el viejo. Una vez que se atrevió a preguntarle para qué usaba las comparaciones escritas por los grandes escritores él le contestó: “Es un gusto como de pastel hecho por mi mamá” (tal vez por esto, la primera comparación que el viejo me dictó fue precisamente: “Es un gusto como de…”. Esa vez yo le dije: “…como de lluvia en tarde iluminada”, y él sonrió y me aceptó como su alumno).
Cuando mi papá me preguntó para qué quería yo aprender a hacer comparaciones, igual que el viejo no tuve una respuesta precisa. Mi papá, que me amaba, me acarició y movió su mano sobre mi cabello como si hiciera “la sopa” de las fichas de dominó y me dijo que estaba bien. Si había decidido ser escritor debía caminar por los cables donde los pájaros detienen su vuelo. Abrió su cartera y me dio el billete para pagar mi primera mensualidad.
El letrero en la pared de la calle movía a risa a medio pueblo: “Taller Alfonsino. Se enseña a hacer comparaciones literarias. Módicas mensualidades. Informes acá mismo”.
“…como los sueños en su tinta”, dije y el viejo sonrió; dijo que ya había terminado la hora. Antes de guardar la libreta anoté: “Un calamar es tan débil como los sueños en su tinta”. Emiliano sonrió detrás de su quinqué y me dijo adiós con la mano. Bajó la cabeza y siguió buscando entre líneas una comparación.
Como todas las tardes los dejé en medio de la humedad y de la penumbra: a Emiliano copiando comparaciones de libros y al maestro limpiando libros.
Un día te conocí y vos te convertiste en el motivo de mis tardes. Dejé de ir al estudio del viejo. Ahora, con vos practico las comparaciones.
Olvidé decir que el rostro de Emiliano, con la luz del quinqué, se alumbraba como el fogón donde nacen las hojas secas.
Una vez entré a deshoras de la noche para recuperar la libreta que el maestro se negó a darme la tarde que le dije no volvería a su curso. En el estudio, siempre alumbrado con dos quinqués, Emiliano limpiaba un libro y don Alfonso, como si fuese un escribiente del siglo XV, copiaba mis comparaciones de la libreta número 354. Supe que el maestro era Emiliano y don Alfonso un simple empleado. Ambos fingían ser lo que no eran, durante el día. ¿Por qué lo hacían? No supe responderme. Salí. Me subí el cuello de la chamarra y caminé pensando que, de grande, me gustaría ser como Emiliano.