A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como lentes para el sol, y mujeres que son como barba de candado.
La mujer lente mira todo en color miel, como si fuese un escarabajo en medio de una gota de ámbar. El hombre que se le acerca debe saber que nunca hallara el espíritu de ella, sólo encontrará su propio reflejo. Por esto, la mujer lente alienta en él la línea ingrata de Narciso. Ella es liviana como el agua y escurridiza como la arena.
El placer lo encuentra a la hora del retiro; a la hora en que el Sol se escurre detrás de la montaña, a la hora en que la ola regresa al capullo del mar; a la hora en que las manos se desprenden del aplauso.
Lo más bello de su cuerpo son sus pechos. Cuando algún ignorante (nunca faltan los inocentes) le pregunta por qué cubre sus ojos detrás de los lentes, ella le avienta el abismo de su desprecio. ¿Cómo -se pregunta, indignada- este estúpido no advierte que mi mirada está en mis pechos que como colibríes parpadean a la hora en que la mano toma vuelo?
Siempre ríe, jamás el pulso de la tristeza ahorca la muñeca de su mano. Siempre muestra una dentadura perfecta. Cuando los ojos no hablan ¡los dientes son el marfil del encuentro! Por esto, a ella le gusta que su amado juegue el eterno juego de la Caperucita: ¿Por qué tienes los pechos tan aroma de pomarrosa? ¿Por qué tienes las manos como hoja de oro para retablo? Hasta ahí todo bien, pero nunca falta el pendejo (a cada vuelta de la esquina los hallamos) que, con voz de terciopelo negro, dice: “¿Por qué tienes los ojos tan grandes?”. En ese momento, ella mete el pie en el riachuelo y responde: “¡Para verte mejor!”. Y el tipo queda extasiado, mientras ella se prende las alas y sale a la calle a descolgar lámparas.
Que mis lectores no se confundan y la crean superficial como fresa en medio del desierto. ¡No, no! Ella es como el arco que sostiene la catedral. A veces, como si fuese luz del vitral, con su mano izquierda, baja tantito los lentes para ver lo que tiene al frente. Claro, esto sólo lo hace cuando está segura de que el milagro de Dios vuela frente a sus ojos.
De igual manera que Midas convertía todo en oro, ella convierte en sepia todo lo que toca con su mirada: la flor blanca del hartazgo, el vestido rojo de la carne, la seducción amarilla del hastío y la tristeza negra de la fosa.
Una tarde estuve frente a una mujer lente. Bailaba a mitad de la pista de una disco, en medio de luces de neón y de humo del cigarro. Las parejas a su lado aplaudían o levantaban los brazos. Ella simplemente movía su cuerpo como si su línea de temblor ¡despertara! Sudaba. Su rostro, sus piernas y su pecho eran como el aire de la madrugada. La minifalda roja, ceñida, era un velo húmedo sobre el tendedero. Sudaba. Las gotas de sudor jugaban en las líneas de sus pechos y caían como una cortina de flores doradas. No resistí, dejé mi bebida, me acerqué a ella y me tiré a su lado. Ella no se sorprendió (sin duda estaba acostumbrada a que los bueyes buscaran su querencia). Ella siguió bailando, dejando que su sudor me cercara. Oía las burlas de los demás. Los presentí con sus vasos en las manos, señalándome y botándose de la risa. Debe ser patético ver a un hombre tirado en el suelo, con las manos levantadas en actitud de pedir limosna, pepenando gotas de sudor y lamiéndolas. Debe ser patético ver a un hombre con los ojos cerrados ¡deslumbrado ante tanto amarillo atardecer, tanto polvo de oro!
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como una maleta de viaje, y mujeres que son como un chicle tirado en el suelo.