sábado, 31 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO UNA NOVELA ES MÁS QUE UNA NOVELA


Con un abrazo a Víctor y Ari, por su matrimonio. Ojalá muchas nubes buenas, siempre.



Querida Mariana: una novela es un río, un río de palabras que nunca cesa. Yo, lector asombrado, me pregunto: ¿qué prodigio ocurre cuando un escritor comienza a engarzar palabras? Cuando juego a ser escritor, pienso que sólo me ha sido dado el hilo donde ensarto perlas que obtengo quién sabe dónde. Ningún escritor puede dar respuesta exacta a la pregunta: “¿De dónde salen las palabras que luego se convierten en cuentos y novelas?”. El carpintero madrugador de allá de San Sebastián, el que tiene su taller enfrente del Jardín de Niños “Justo Sierra”, cuando mira la silla terminada sabe de dónde salió esa madera y está consciente del proceso de corte y factura, pero ¿de dónde proviene el viento que trae la palabra? En todo proceso de creación existe el misterio del universo.
Estoy contento, porque ya apareció publicada mi novelilla “Yo también me llamo Vincent”, en una edición de Coneculta-Chiapas. Ésta, vos lo sabés, es la segunda novela breve que escribo. ¿Recordás cómo se llama la primera? “Dios también resuelve crucigramas”. Ambas son como riachuelos, y, sin embargo, contienen un titipuchal de palabras. Al escribirlas intenté que sus aguas tuviesen una transparencia literaria que al lector permita gozarlas. No hay peor cosa en la vida que un libro se te caiga de las manos, por aburrido, por soso, por tonto. Los lectores dirán si mis intentos consiguieron el objetivo de escribir novelillas inteligentes y gozosas. La prueba de fuego a la que invito siempre a mis lectores es que lean dos páginas, si quedan con ganas de seguir leyendo, si “se pican”, ¡mi objetivo fue alcanzado! Mi corazón se llenó de tenocté cuando leíste la primera novelilla y me sentí bien chento al saber que te gustó. Respeto tu afición literaria y sé que tus juicios críticos están por encima de nuestro afecto. Sos bien joven, pero sos una gran lectora. En un país donde la lectura no es el pan de todos los días ¡es un prodigio hallar lectoras jóvenes y sabias!
Como todo en la vida hay que volverlo una gran fiesta, he preparado una “Gira Mundial” para hacer Firmas de Libros, en pueblos y ciudades de Chiapas. El 9 de abril estaré en el Centro Cultural Jaime Sabines, de Tuxtla Gutiérrez; el 11 de abril, en el Café del Parque Central, de La Trinitaria; el 12 de abril, en el kiosco del parque central, de Las Margaritas; el viernes 13 ¡en Comitán!, en el “Café, Canela y Candela”; y el 14 de abril, en el “Café Las Nubes”, de San Cristóbal de Las Casas. En todos los lugares estaré de 11 de la mañana a una de la tarde y de 4 a 6 de la tarde esperando a los lectores potenciales. Un afecto me preguntó ¿qué es una firma de libros? Bueno, no es un laberinto. Los escritores asisten a un café o a una biblioteca o a una librería, se sientan en una mesa (siempre es bonito que la mesita tenga un mantel de paño color vino o verde botella) y los lectores que gustan de su obra literaria, acuden para comprar el libro y recibir el autógrafo del autor. A mí me encantan las firmas de libros, ¡odio las presentaciones de libros! Me encantan Las Firmas, porque permiten una cercanía más directa. Ahí, los lectores, mientras el autor firma, se sientan, platican, contestan sus celulares, echan desmadrito y se carcajean como si el mundo fuera la sonrisa del gato en El País de Las Maravillas. En cambio, las presentaciones de libros son aburridonas, los asistentes deben hacer silencio, poner atención a lo que los presentadores dicen en una mesa de honor; si suena un celular los demás miran al propietario como si fuese el máximo delincuente del barrio y lo quieren convertir en sonda espacial para enviarlo a Marte o más allá. Las Firmas de Libros son como la vida sosegada: ¡todo lleno de aire y de papalotes!
Si estás en Tuxtla el 9 me sentiré contento con tu compañía, pero como vas a estar de vacaciones, no te preocupés si no llegás. De lo que casi casi estoy seguro es que el viernes 13 sí me acompañarás, en Comitán. Ahora el “Café, Canela y Candela” ya no está frente al parque de San Sebastián; ahora está en la calle que va rumbo al Puente Hidalgo, la que va rumbo a la Calzada del Panteón (2ª. av. ote. sur no. 91). ¡Ahí te espero!
Me sentiré chento con la compañía de los lectores que me hagan el honor de llegar. Estoy seguro que todos aquéllos a quienes les gustan estas “Arenillas” me acompañarán. En esta novelilla hablo de Comitán, de un Comitán que bambolea entre la ficción y la realidad. Uno de los personajes centrales es un viejo escritor, de apellidos Castellanos Domínguez, que contrata “modelos” para escribir sus personajes. ¿En dónde has visto que esto se dé? Bueno, pues en la novela se da y este oficio inusual no podría darse en ninguna otra ciudad más que en Comitán, lugar del mundo donde ¡todo es posible! ¿Imaginaste alguna vez que el pintor Vincent Van Gogh viniera a Comitán? ¡No, es una locura! Bueno, pues esto es de lo que trata la novela.
El otro día, sólo por curiosidad, abrí el archivo en Word de la novelilla y descubrí -ésta es la palabra- que contiene ¡veintitrés mil veintidós palabras! ¡Dios mío, casi casi me da el telele! ¿A qué hora, en qué momento, pude escribir tal palabrerío? ¿Cuánto es esta cantidad? Tuve el deseo de estar en uno de esos bosques que en otoño llenan su suelo de hojas secas y, con paciencia, levantar hojas y hojas hasta formar un montón que contuviera la misma cantidad de palabras que usé para mi textillo. Tuve el deseo de aventarme, como si fuese una alberca, en ese túmulo y nadar como si supiera hacerlo. Tuve este deseo porque cuando leo es lo que hago: ¡nado! ¡Me sumerjo! Sin temor, braceo y me deslumbro ante la vastedad del mar de la literatura y dejo que sus olas me estrellen contra los farallones de la imaginación. A veces termino exhausto sobre la arena, complacido, satisfecho, como si hubiese llegado a la Costa Francesa o a un puerto en La India. ¿Cuántas palabras he leído a través de mis cincuenta y cinco años de vida? ¡Dios mío, no quiero saberlo! Saberlo me ataría para siempre. ¡Cuánto mar, Dios mío, cuánto mar! ¡Qué prodigio! Por esto, cuando los lectores contumaces intentamos contagiar el entusiasmo de la lectura a los demás decimos: ¡no pierdan la oportunidad de descubrir qué hay del otro lado del mar!
Nadie puede explicar cómo se da el prodigio de la creación. Un día, como de la Nada, comienza a brillar algo que luego se convierte en un libro de cuentos o en una novela. Al final, después de muchísimas horas de juego casi Divino, uno no logra explicarse cómo, frente a una hoja en blanco, ocurre el prodigio de “llenar los huecos” con palabras. Las palabras son la mayor invención del hombre, más que el Tiempo, más que la idea de Dios. El Tiempo y Dios no existirían si los hombres no pudiésemos nombrarlos. La idea de Dios y la idea del Tiempo existen porque existen las palabras que los crean. ¡Con la palabra es posible inventar todo! En ocasiones anteriores, vos y yo, hemos platicado de cómo el nombre de una persona es la que lo define como tal. Si en este momento digo silla la silla ¡existe!, y aparece en tu mente.
¿Imaginás un mundo en donde la palabra no existiera? ¡Imaginá un mundo lleno de sordomudos! Los nombres, a través del tiempo, se disolverían como arena. No habría necesidad de nombrar el mundo y el mundo sería como un desierto. La palabra nos sirve para cantar la cualidad de los objetos y el carácter de las personas. Por ahí, Roberto Cantoral le pidió al reloj que no marcara las horas “porque (iba) a enloquecer”. ¿Mirás el prodigio de la palabra? El enamorado le pide al medidor del tiempo que se haga tacuatz, que se vaya a dar una vueltecita por Los Lagos de Montebello, a fin de que esté con su amada más tiempo. ¿Qué podríamos preservar si no tuviésemos el arca de las palabras?
Por esto, con humildad y orgullo, te cuento que estoy contento, porque tengo el privilegio de poseer a la palabra como aliada, para nombrarte, para contarte, para tratar de definir el mundo que es mi mundo y tu mundo, ¡nuestro mundo!, el mundo de los otros, que también son mundo.
Los sabios recomiendan tener siempre presente los dones con que contamos. Por esto, al despertar, refriego mis ojos, me quito los cheles y los abro. ¡Los abro con la emoción del que mira por vez primera! Los sabios recomiendan disfrutar cada ladrillo del día: la lluvia, el arcoíris, el vuelo de los loros, el juego del chupamirto y la caricia de la mamá. Todo esto no sería posible si nos olvidáramos de nombrar el mundo. ¿Cómo decir “Te quiero” sin esa combinación de dos palabras sencillas? ¿Cómo nombrar Comitán sin esa voz de cenzontle? ¿Sin ese polvo con vuelo de colibrí? Amamos los pueblos y su gente porque tenemos la posibilidad de nombrarlos. Al nombrarlos los bautizamos y los hacemos nuestros.
Pd. Por esto, a veces, los hombres de mi tiempo contratan a un trío (o si hay paga ¡una marimba!), para que, a media noche, al amparo de una lámpara triste de la esquina, le cante a la amada esa de: “Reloj, detén tu camino, porque voy a enloquecer…detén el tiempo en tus manos, haz de esta noche perpetua…”.
Y lo único que puede perpetuar, no sólo la noche, sino el corazón del hombre ¡es la palabra! Si los seres humanos hemos perpetuado el conocimiento ha sido, precisamente, porque hemos logrado perpetuar El Verbo. Y ahí, niña bonita, en El Verbo está Dios, enredado en la palabra ¡Eternidad!
Marianita chula, invitá a mucha gente para que acuda a la Firma de Libros, en Comitán. Será en el “Café, Canela y Candela”. Espero que mis lectores se lleven mi novelilla con un bonito dibujo y unas palabras que sean como agradecimiento por su complicidad y sean una alabanza a Dios por el don de ¡la palabra!
¡Que la luz de la palabra ilumine, siempre, todos los resquicios de tu alma! ¡Bonita!

viernes, 30 de marzo de 2012

FIRMA DE LIBROS




¿Y qué esperás para tu firma de libros?, él me preguntó, mientras comía cacahuates. El suelo estaba lleno de cáscaras. Cuando le pregunté por qué no ponía las cáscaras en una bolsa, me dijo que a su sobrino Marcos le encantaba levantar las cáscaras. Él le daba una moneda de diez, a cambio. Nada, nada espero, le respondí.
¡Qué bueno!, dijo, porque si esperás algo te vas a frustrar. Sí, confirmé, nada espero. Él siguió comiendo cacahuates. Como si cortara bambú, partía en dos la vaina, sacaba el fruto dorado en comal y tiraba la cáscara.
Es difícil, si no sos Jaime Sabines o Carlos Fuentes, que los lectores se acerquen a una firma de libros. Por esto contratá a dos muchachas bonitas, con likras bien entalladas de arriba y de abajo, con colores fluorescentes. No importa que ellas sean muy bonitas, pasaderas está bien, lo que sí debés exigir es que estén buenas, que tengan bien puestas sus cositas y, sobre todo, que muevan el trasero como perritas en pista de circo. ¿Si has visto a esas muchachas, bien potables, que bailan en las tiendas de celulares de Telcel? Es condición indispensable que bailen bien el baile del perrito. El trasero lo bambolean de un lado para otro y de arriba para abajo. Sólo así se acerca la gente. No faltará el que se acerque a tu mesa y te pregunté si hacés recargas. Entonces, en ese instante, vos alargás el brazo y le ponés el libro frente a la cara y le decís que sí, que sí hacés recargas, pero de imaginación. En ese momento de confusión del lector potencial debés de mantenerte sonriente (chin, con vos está difícil, pues siempre tenés cara de piedra y si sonreís se te miran los huecos de tus dientes caídos) y, a manera de síntesis, decir que tu novela cuenta la historia de un tipo que mata a otro. No vayás a decir que el personaje de tu novela se llama Vincent por Vincent Van Gogh, porque, seguro, en ese momento, el advenedizo volverá a ver a las chicas y, como si tirara un kleenex con mocos, dejará el libro sobre la mesa y se retirará. ¡Nenas, nenas es lo que necesitás para llamar la atención!
Claro, no sólo nenas. Sería bueno que contrataras también a dos muchachos bonitos, bien mameyes, para que se acerquen potenciales lectoras. De esos que contratan para las despedidas de soltera. Estos no necesitan bailar, basta con que repartan algunos trípticos con información de tu novela. El único requisito es que sonrían y que huelan rico. Ya mirás que el olor tiene una relación directa con el deseo. Si mirás que dos o tres chicas (siempre lo hacen en bola) se acercan y comienzan a platicar con el modelo, dejalas que agarren confianza, que el muchacho bonito las acerque a la mesa, que les enseñe el libro, que escriba su nombre y número telefónico en la primera página y que reciba el dinero. No se te vaya ocurrir ponerte de pie y saludar; no se te vaya a ocurrir (por amor de Dios) preguntar si quieren tu autógrafo. Vos hacete tacuatz, mirá para otro lado y, si no te causa conflicto, preguntá (siempre mirando al modelo) si quiere que le pongás el libro en una bolsa de papel estraza. Lo mismo tenés que hacer con las modelos y con los hombres que se acerquen a ellas y les hagan plática y les pidan su número de teléfono. Dejá que sean ellas las que vendan el libro, casi casi como si fueran las autoras, como si fueran Elena Poniatowska (aunque la Pony se encabronaría si leyera esta comparación).
¡Así, vas a ver, tu firma de libros será un éxito! Tenés que invertir, hermano, pero invertir bien. Muchachas bonitas y muchachos bonitos ¡venden! Bueno, con decirte que son capaces hasta de vender libros, de vender novelas, novelas tuyas, y esto, esto ya es decir todo.
Él siguió comiendo cacahuates. Su sobrino llegó con una bolsa de plástico, levantó toda la basura, extendió la mano y él buscó en la bolsa de su pantalón y le dio una moneda de diez. Luego, él me vio y dijo: No te lo ofrezco, pero si llega un grupo de vándalos y te hace una travesura y agarra tus libros y los tira por todo el lobby del Centro Cultural Jaime Sabines y luego, sólo por diversión, los tipos deshojan tus libros, mientras se botan de la risa, mi sobrino puede, por una moneda de diez, levantar toda la basura, porque, pobre la Blanca Margarita López Alegría, se va a quedar sólo con el López porque la alegría desaparecerá al ver su Centro todo sucio.
¡Muchachos bonitos y muchachas bonitas es lo que necesitás! Aunque, viéndolo bien, si nada esperás, pues nada pasará y vos estarás contento. Sólo que estarás solo en la mesa llena de libros y, la mera verdad, te sentirás como el tipo que en el mercado vende reproducciones de pinturas famosas al lado del local, siempre lleno, del que vende quesadillas fritas y pozol de cacao. Pero en fin, hacelo. Ya luego me contás cómo te fue.
Y él se fue. Se fue comiendo cacahuates. Su sobrino detrás, levantando las cáscaras.

miércoles, 28 de marzo de 2012

POR LAS MADRUGADAS




En casa, conocíamos todos los movimientos del gato. Ayer amaneció muerto. Dormía encerrado, por acuerdo de los integrantes de la familia. Sólo se ponía contento cuando la tía Arminda llegaba a casa y le traía comida.
En la madrugada, el gato comenzaba a gritar como si fuera un comerciante ambulante; con voz de alud demandaba que le abriéramos para salir al patio. Todo mundo de casa despertaba y los mayores pedían, a gritos, que alguno de nosotros se levantara y, somnoliento, hiciera el ritual de abrir el candado para que saliera (parece, Alejandro, que tuviste un error en la escritura: escribiste “comenzaba a gritar” en lugar de “comenzaba a maullar”). El nosotros se reducía a Alfonso, Francisco y yo (los menores de casa). Tiempo atrás habíamos acordado que los mayores se encargaban de encerrarlo por las noches y nosotros, los menores, abríamos la puerta en las mañanas. ¿Por qué no seguíamos el rol que los mayores nos habían diseñado? El papá había dicho que los lunes, jueves y sábados le tocaba a Alfonso, martes, viernes y domingos a Francisco, y miércoles a mí (yo soy el menor). No seguíamos las indicaciones por la natural rebeldía que tenemos los niños frente a los adultos. Los mayores habían tolerado nuestra insurrección, tal vez porque les gustaba gritarnos en la madrugada y despertar a todos.
Los gritos del gato eran todas las noches y todas las mañanas (¿no vas a escribir maullidos? ¿O resulta que el gato no es gato? Si no es un gato, entonces ¿quién es? ¿Qué es?). Por las noches, sus gritos eran soportables, porque nunca lo encerraban después de las ocho. Apenas terminaba de cenar, ya la mamá y el papá lo cogían y lo arrastraban por toda la cocina hasta encerrarlo en la bodega. La mamá apagaba la luz y el papá echaba candado. “Buenas noches, minino”, decía la mamá y se persignaba mientras rezaba el ángel de la guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. Pero, parece que sus rezos no fueron tan efectivos porque ayer ¡amaneció muerto!
Dos noches antes, Alfonso había dicho, mientras mamá nos servía el plato con avena, que renunciaba a abrirle la puerta al gato. ¡Nunca más lo haré!, dijo. Francisco, llenándose la boca con avena, dijo que también él renunciaba a levantarse en la madrugada. Ambos me quedaron viendo. La mamá dijo que ni lo pensaran, que el papá se enojaría. Fue entonces que Alfonso, en voz baja, mientras la mamá lavaba el vaso de la licuadora en la cocina, dijo que sería mejor que el pinche gato se muriera. Así lo dijo, y mientras lo dijo, sus ojos brillaron como brasas, igual que brillaban los ojos del gato cada vez que lo encerraban en la bodega. Luego preguntó, así sin ver a alguien, si el veneno de ratas también mataba a los gatos.
Conocíamos todos los movimientos del gato. Siempre se escurría por las piernas de la mamá cuando quería croquetas; siempre movía la cola cuando alguien llegaba a hacerle cariños. El papá decía que era un gato raro porque nunca lo oímos ronronear. Alfonso juraba que alguien le había cortado un trozo de lengua. Yo nunca lo vi. La verdad es que el gato me daba miedo.
Ayer, los de casa extrañamos sus gritos de madrugada. A las cinco y media todos nos despertamos con la asfixia del silencio. El papá y la mamá llegaron a nuestro cuarto, Francisco y yo nos levantamos, extrañados del silencio del gato. Cuando la mamá le dijo a Alfonso que se levantara él volvió la cara a la pared, dijo que el pinche gato no le quitaría más el sueño y volvió a taparse con la cobija.
Fuimos a la bodega. El papá quitó el candado y encontramos al gato muerto. La mamá se tapó la nariz con la mano y nosotros nos cubrimos la boca. El hedor era insoportable. Su cuerpo estaba lleno de mierda. El papá trajo kilos y kilos de cal y cubrió el cuerpo. ¿En dónde lo enterraremos?, preguntó la mamá. El papá lo metió en una bolsa negra y lo llevó a la cajuela del carro. Oímos el runrunrun del motor y la palanca de velocidades retorciéndose al entrar a la primera. Silencio. Luego los toques en la puerta. ¡La tía Arminda! La mamá nos obligó a encerrarnos. Por la hendija vimos a la tía con la bolsa de siempre. La mamá le dijo que el papá había ido a dejar al abuelo a la terminal. “¿Puedes creerlo, el tío Luis le mandó su boleto para que pase una temporada en su casa de Los Ángeles?”. La tía dejó la bolsa en el suelo y lloró, lloró mucho, como si algún pariente se le hubiese muerto. Alfonso nos vio y dijo: “¿No me van a dar las gracias?”, y luego fue a prender la televisión y vimos caricaturas. (¡Ah, ya! Ya le entendí, Alejandro. El gato era el abuelo, ¿no?, pero, entonces, por qué tenía cola y comía croquetas. ¿Por qué? ¿Por qué lo encerraban en la bodega? ¿El abuelo le había hecho algo perverso al hijo de niño y éste ahora se desquitaba? Porque el abuelo era papá del papá, ¿verdad? ¿O era de la mamá?).

lunes, 26 de marzo de 2012

¡HABEMUS LIBRINCILLO!




Marvin Lorena Arriaga Córdova ¡cumplió su palabra! Mis lectores conocen la historia donde solicité la impresión de mi novelilla: “Yo también me llamo Vincent”. Según yo, lo hice en términos correctos y con el derecho que me corresponde al ser un creador Chiapaneco. ¿Coneculta es una institución pública que tiene, entre otros objetivos, la encomienda de apoyar y promocionar la obra de creadores de Chiapas? Este fue el juego que jugué y al que invité a jugar a los funcionarios Coneculteros. La Directora (hoy ex) me recibió y, con amabilidad, comprometió su palabra. Me dijo que publicarían la novelilla y que sería -primero Dios- en el mes de marzo. Y cumplió, porque ¡ya está lista la edición de mil ejemplares!
“Me voy, cumpliéndote mi palabra”. Este fue el mensaje que Marvin me envió el 26 de febrero. Medio mundo en Chiapas sabe que ella está ahora metida en otros ajos. Dejó la Dirección de Coneculta, pero ya había realizado el movimiento de la varita mágica para que mi textillo fuera publicado.
Y ahora, la nueva Directora de Coneculta, Angélica Altuzar Constantino, me informó en días pasados que la novelilla ya está lista.
¿Me permite, el lector de estas Arenillas, hacer tres comentarios como consecuencia de esta aventura? El primero alude a la posibilidad de diálogo entre el ciudadano común y corriente y el funcionario público. Éste último tiene el compromiso laboral de atender todas las peticiones, siempre y cuando se hagan en términos correctos. No siempre la respuesta debe ser positiva, pero sí debe haber una respuesta. Ningún funcionario puede hacerse tacuatz ante la petición de un ciudadano. Escribí una carta abierta a la Directora de Coneculta, ella me respondió y, en este caso, por fortuna para mí, la respuesta fue inmediata y a mi favor.
El segundo comentario tiene sustento en la propia obra. Fundamenté mi petición en un mínimo de calidad en el texto. Si la novelilla pasaba (¡no de panzazo!) era deber de la institución cultural más importante de Chiapas ¡publicarla! Si el textillo estaba muy jodido, pues que lo botaran al basurero. En este caso mi textillo pasó la prueba y ahora será el criterio del lector quien decidirá si tiene algún mérito literario o no (espero que sí; espero que a los lectores que me han dicho en la calle, a través de correos o en mensajes, que les gustan estas Arenillas reciban con benevolencia mi segunda novelilla corta, la primera se llama “Dios también resuelve crucigramas” y, de igual manera que “Yo también me llamo Vincent”, es un novela sin pretensiones, sencilla).
Y el tercer comentario responde a la pregunta: ¿Y ahora qué? Pues ahora a realizar un “Tour Mundial” que comience en ciudades y pueblos de Chiapas, para charlar con los lectores. De la misma forma que realicé una Firma de Libros con el librincillo “Conjuros”, ahora estaré en el lobby del Centro Cultural Jaime Sabines, de Tuxtla; en la cafetería del Parque, en La Trinitaria; en el Kiosco del Parque, en Las Margaritas (gracias a la intervención del profesor Salazar, del Consejo Ciudadano de Cultura); en el “Café, Canela y Candela”, de Comitán; y en la Cafetería “Las Nubes”, en San Cristóbal de Las Casas, firmando libros. Espero que lleguen mis amigos, mis lectores y compren la novelilla y la lean. La paga de la venta será destinada al Centro Cultural Rosario Castellanos. La “Gira Mundial” se desarrollará en la segunda semana de abril y ya pronto serán publicados las fechas y horarios.
Soy un convencido de que las presentaciones de libros son aburridas (con sus honrosas, breves, humorísticas e inteligentes excepciones). ¿Qué van a decir de mi librincillo los amigos que lo presenten? Pura cosa bonita, mentiras piadosas. Es más simpática una firma de libros en donde los lectores platican, toman café, fuman (no cerca de mí, por favor), echan desmadre y, de paso, platican con el autor y tienen la posibilidad de conversar con la obra, así, de primera mano, sin intermediarios.
¿Cuántos llegarán a las firmas de libros en las diversas ciudades y pueblos? ¡No lo sé y no me preocupa! Yo debo cumplir con el deber moral de acercar este objeto cultural a las manos de los lectores. ¡Gracias, Chiapas, por permitir jugar en mi pueblo! Marvin ¡cumpliste! Angélica ¡sé que me apoyarás!

sábado, 24 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA INFANCIA ES UNA LÍNEA EN EL AGUA





Querida Mariana: las manos de los niños son pequeñas, apenas alcanzan a rodear el contorno de un durazno, sin embargo, pueden aprehender el mundo. Los niños aprehenden el mundo como ningún adulto logrará asirlo después. Por esto los sabios dicen que la vida de los adultos se reduce a buscar la luz que extraviaron cuando dejaron de ser niños.
¿Qué recordás con más agrado del tiempo en que fuiste niña? Ahora que ya sos una adolescente ¿regresás a los patios de tu infancia? El poeta Jaime Sabines recomienda no regresar a los lugares donde uno fue feliz. ¿Acaso él nunca volvió a su casa, a su Tuxtla, a su Yuria, a la piel de sus mujeres, al río de trago de su adolescencia? Según Sabines, no debemos volver a rascar la pared de la casa del abuelo. ¡Yo digo que sí, que debemos volver a la luz de la felicidad! A Sabines, a veces, no hay que hacerle mucho caso, se avienta unos versos dignos del abismo. ¡Debemos regresar a los lugares donde fuimos felices porque con ello rescatamos la esencia que hay en el corazón de la piedra!
El otro día viví un instante grato: ¡regresé a la escuela donde estudié la primaria! Quince o veinte ex alumnos acudimos a la invitación de Luis Ignacio Avendaño Bermúdez. Luis Ignacio rindió un sencillo homenaje al principal promotor de la Independencia de Chiapas y, de paso, pepenó algunas nubes envueltas en la transparencia de la memoria. Todos los que esa mañana volvimos a ser los niños de la escuela primaria Fray Matías de Córdova recogimos trozos de aquel cielo de oro.
Ahora, como es tiempo de campañas electorales, salgo a la calle y leo algunos letreros pintados en las bardas: “Comitán va verde”. Esto no es ninguna novedad: Comitán ¡siempre ha ido verde! Quienes estudiamos en “La Matías” ¡lo sabemos!
Yo (lo confieso) nunca le encontré el chiste a los desfiles, pero, como era obligatorio ¡debía asistir! Mas en una ocasión (qué contradictorio), un desfile me otorgó uno de los momentos más sublimes de mi vida. Fue el dieciséis de septiembre de mil novecientos sesenta y siete. Fue una mañana soleada. La gente llenó las calles principales del centro de Comitán. En ese tiempo, Mariana mía, aún existía la “manzana de la discordia” y frente al Palacio Municipal había una calle donde caminaba la gente y pasaban los carros. En casa, mi mamá me despertó temprano para que me bañara y dejó mi uniforme de gala sobre la cama. ¿Sabés cuál era el uniforme de gala de los de La Matías? Casco verde, pantalón y camisa blancos, zapatos negros (bien boleados) y polainas verdes. Además, en el cinto portábamos una espada de madera. La hoja de la espada estaba pintada de blanco cromado y la empuñadura de color negro. Los maestros no lo sabían, pero nosotros usábamos esas espadas para jugar en la tarde. En ese tiempo leíamos historias de piratas y, con ayuda de esas espadas de madera, nos convertíamos en el pirata Barba Roja que asaltaba los grandes barcos que surcaban los mares de la India, llenos de especias.
Aquella vez del desfile, mi mamá me dio su bendición y dijo que iría a verme. Cuando llegué a la escuela ¡ya estaban reunidos todos mis compañeros! El desfile comenzó. Marchamos por las calles, como si fuésemos una indivisible hoja verde, una extensa sábana Irlandesa. Las personas, sentadas en pequeñas sillas sobre las banquetas, aplaudían cada vez que pasaba un contingente. A algunos les aplaudían más, a otros menos. El contingente de la Escuela Preparatoria siempre se llevaba el aplauso más prolongado. El Maestro Roberto Bonifaz era muy exigente y sus alumnos desfilaban con una marcialidad digna de cadetes del Colegio Militar. Nosotros, nosotros hacíamos lo que podíamos, pero esa vez cuando pasamos frente a la Presidencia y nuestro director, el maestro Víctor Manuel Aranda León, con su megáfono, nos ordenó desenfundar la espada y presentarla en lo alto, en saludo a la bandera y a las autoridades ¡una cascada de aplausos nos inundó! “Saludar ¡ya!”, había dicho el buen maestro y nosotros habíamos prolongado la luz. Lo hicimos con la marcialidad de los cadetes del Colegio Militar y con el orgullo de ser alumnos de la que considerábamos la mejor escuela de la ciudad. Nos aplaudieron como si fuésemos sobrevivientes del Escuadrón 201 de la Segunda Guerra Mundial. Jamás he vuelto a oír ese desborde de energía (qué bueno que los de La Prepa venían mucho atrás, porque se hubiesen sentido menos que cucarachas). Mientras nosotros avanzábamos con paso marcial y las espadas al aire, los aplausos eran olas que reventaban iluminadas en los acantilados de nuestro corazón. No pude evitar que mis ojos se llenaran de agua. Lleno de coraje y vergüenza, a la hora de regresar la espada al cinto, me limpié los ojos con la manga de mi camisa. ¿Imaginás lo que habría sucedido si mis compañeros se daban cuenta que lloraba? Sería la burla de toda la escuela al otro día. Ellos nunca podrían entender que mis lágrimas eran las mismas lágrimas que sueltan aquéllos que ganan una medalla de oro en los Juegos Olímpicos o aquéllos que obtienen el Óscar por la mejor actuación.
Pero no sólo esto recordé ahora que estuve en La Matías. Ese día, un grupo de madres de familia organizó una kermés, con venta de antojitos y de refrescos. La tienda escolar estuvo cerrada. A Carmelita le pregunté dónde estaba la tiendita y me dijo: “donde siempre”. Entonces, sabiendo que ella y yo hablábamos el mismo lenguaje caminé hasta donde, desde siempre, ha estado la tiendita. Recordé que era feliz cuando a mi grupo le tocaba atender la tienda escolar. Porque cuando fui estudiante, a cada grupo le tocaba atender la tienda una semana. ¡Era feliz! El maestro Luis Alberto nos llamaba a tres o cuatro alumnos (se supone que los más aplicaditos) y nos enviaba, con una lista, a comprar los dulces y galletas a una tienda del rumbo de Jesusito. Salíamos de la escuela y caminábamos por un Comitán desconocido. Desconocido porque a esa hora, entre semana, siempre estábamos “encerrados” en salones. ¡Éramos felices! Veíamos cómo se desarrollaba la vida mientras nosotros permanecíamos encapsulados. Uno de nosotros (el más responsable) llevaba el dinero y se sentía más importante que si fuera el gerente del Banco Nacional de México. Regresábamos y nuestra comisión era arreglar la mercancía para que estuviera lista a la hora del recreo, hora en que atendíamos la tienda.
La maravilla de la escuela residía, sobre todo, en el momento en que los maestros nos asignaban una comisión especial o cuando sucedía algún fenómeno que alteraba la rutina. Uno de estos instantes fue cuando José Castañeda Lince, Mr. México, llegó a nuestra escuela a hacer una exhibición. A mitad de la cancha improvisaron un templete donde subió el campeón y con las poses que acostumbran esos hombres llenos de nervios y de músculos nos mantuvo con la boca abierta. Otro instante imborrable fue cuando el Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz, acudió a inaugurar el nuevo plantel (el edificio viejo estuvo a media cuadra de la iglesia de Jesusito y era una casa rentada. El grupo de ex alumnos que acudió esa mañana estuvo molestándome debido a que yo era el más viejo, el único sobreviviente de aquella escuela vieja. Yo no me sentí viejo, al contrario. Siempre llevo como divisa un verso de Sabines que dice que la juventud se da por contagio. Para que mirés, pepeno lo bueno de Sabines y desecho lo malo). Gaby Bonifaz y yo tuvimos comisión especial ese día, la comisión de Gaby fue importante (fue la encargada de entregar el ramo de flores al Presidente de la República), la mía fue modesta (debía ir al Hotel Los Lagos de Montebello y correr a la hora que avistara la caravana donde venía el Presidente y el Gobernador del Estado). En ese tiempo, yo era un gordito simpático (según yo), un gordo pesado (según muchos otros). A los lados estaba la gente ansiosa esperando el paso de las personalidades. Los alumnos de todas las escuelas de Comitán formaban una valla. Esperé en la esquina del hotel, hasta que el rumor tomó forma de grito: “¡Ya vienen, ya vienen!”. Entonces corrí por la calle, gritando: “Ya viene el Presidente, ya viene”. Corría orgulloso de mi misión de vocero oficial. Los alumnos de las otras escuelas no entendieron la trascendencia de mi comisión y me mentaban la madre y me gritaban palabras hirientes, de esas que suenan como: “Panzudo”, “Cuch”, “Tombolón”, “Potzolón”, mientras yo, acezando, seguía corriendo. Llegué con la lengua a mitad de la panza, busqué al maestro Víctor y le avisé. Él corrió a dar órdenes y yo me quedé, reclinado en una pared, orgulloso de haber cumplido. Cinco minutos después llegaron las autoridades y la escuela tomó su rostro de fiesta interminable.
Ahora, ya andando en los cincuenta y cinco años de edad, con pena confieso que sigo sin encontrarle el chiste a los desfiles; pero, a veces, cuando paso por el frente de la Presidencia Municipal, cambio mi modo desgarbado de caminar, saco las manos de las bolsas del pantalón, levanto el rostro y, como si marchara, vuelvo a ser aquel niño estudiante, alumno orgulloso de “La Matías”, cuyo uniforme ha sido siempre verde, verde ilusión, verde esperanza.
Ahora dicen que Comitán ¡va verde! Dios mío, los de “La Matías” lo hemos sabido desde siempre.

Pd. Alejandro Jodorowsky recomienda que, en lugar de decir Lo mío, debemos decir: lo que ahora poseo. Tal vez esto nos regresa la humildad de la niñez, de cuando no teníamos la aprehensión por los bienes materiales. Cuando niños no nos importaba tener sino ¡ser! Cuando fui estudiante tuve amigos cuyos papás eran ingenieros o doctores y también amigos cuyos papás eran albañiles o ladrilleros. Nunca a alguien se le ocurrió hacer una distinción. Sabíamos que el destino nos había encomendado una misión especial: ¡compartir esos instantes del camino! ¿Sigue siendo así, ahora? No lo creo, ahora veo que algunos caminan por calles de tierra y otros, como si fuesen artistas de Hollywood, caminan por alfombras rojas. El rostro de la infancia ¡también ha cambiado! Por esto, a veces, es bueno que alguien, como Luis Ignacio, convoque a regresar al agua limpia de los lugares donde fuimos felices.

viernes, 23 de marzo de 2012

PARA JUGAR A MEDIO DÍA




A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que son como cordón umbilical y mujeres que son como pechos de mujer.
La mujer pecho es como la madre de todos los hombres del mundo. Quienes padecen mamitis o no fueron destetados a tiempo ¡son felices al lado de esta mujer! En ella se cumple el dicho de que: “el tamaño sí importa”. Sí importa porque, a pesar de aquella prédica: “lo que quepa en la mano, lo demás es desperdicio”, el hombre es feliz cuando la mujer se desborda en generosidad. Se sabe que todo hombre, en el fondo, tiene un severo complejo de Edipo, por lo que una mujer pecho generosa siempre va a la medida de los deseos.
La mujer pecho debe tener mucho cuidado en no convertirse en un mero chunche. Hay hombres (¡nunca faltan!) que la agarran como almohadón; hombres que, cuando viajan, creen que esta mujer es el más mullido respaldo de asiento.
Los hombres confunden todo. Por esto, en medio del aletargamiento de la confusión, creen que toda mujer reencarnará en vaca y agarran sus tetas como si sólo fueran productoras de leche. De igual manera hay algunos tipos (¡Dios mío!) que creen que su entrepierna tiene la brasa del fogón y entonces deciden hacer pan y a la pobre mujer le dan una amasada que ni en tiempos de rosca de reyes.
“¿Por qué tienes los ojos tan grandes?”, preguntan los niños bonitos a la mujer pecho que, sin recato, muestra sus atributos como si fuese “La chiquitibum”. Ella entrecierra sus ojos verdaderos, se moja los labios con un movimiento de lengua y dice: “Para mirarte mejor”, en el instante que apaga la luz.
Claro, como todo en la vida, la mujer pecho tiene diferentes personalidades, por lo que estudiosos del carácter femenino han realizado una tipología. Acá damos a conocer algunas de estos caracteres: La Mujer Pecho Semana Santa es aquella que su areola tiene las características de una corona de espinas y su amante pasa cuarenta días y cuarenta noches en su desierto; la Mujer Pecho Torre de Pisa es aquella que tiene las mamas tan grandes que cuando camina parece que se irá de lado y terminará rodando en el suelo; la Mujer Pecho Menú de Restaurante es aquella que, dependiendo de la temporada, tiene pezones al dente; La Mujer Pecho Juan Ruiz de Alarcón es aquella que tiene el privilegio de tener los pechos privilegiados; la Mujer Pecho Polo Norte es aquella que acoge a su amado como si su seno fuera un iglú para el hielo; y la Mujer Pecho Heroína de la Independencia es aquella que en todas las habitaciones y con todos los hombres se cree un busto.
Su árbol genealógico la emparenta con Eva y con la Madre de Cristo, con Lilith y con La Mujer Relámpago, con La Llorona y con La Vía Láctea. Así como es madre de todos los hombres del mundo, también es madrastra de todas las mujeres. Por esto nunca falta aquella que se enamora de ella.
A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que son como un currículum vitae y mujeres que se pasan la vitae dando el currículum.

miércoles, 21 de marzo de 2012

PARA CUANDO LLEGUE EL FIN DEL MUNDO




“El fin del mundo ocurrirá a las cinco con treinta y dos minutos de la tarde. En el primer minuto del final todo se volverá arena: los árboles, los edificios, la gente y el mar. Poco a poco ese desierto inicial se fundirá con la roca y con el magma y la tierra será más pesada. Será tanto su peso que no resistirá el equilibrio de la fuerza de la gravedad y caerá en el vacío, de la misma forma en que cae el polvo de los techos. En el vacío, como si fuese una canica, chocará contra otros planetas. Tras cada colisión la roca se irá fragmentando, hasta que, de aquella enorme masa, sólo quede algo menos que un grano de arena. ¿Ven? Será como en la cita bíblica: ¡Polvo eres y en polvo te convertirás! La tumba del planeta será el mar del universo. Pero esa mota de polvo es una semilla y, un día aún no establecido, se producirá un nuevo Big Bang y la tierra dará a luz un universo y otra tierra volverá a aparecer en el infinito”.
Así habló Akenatón. Un silencio voló por todo el auditorio al final de su charla. Todo mundo vio hacia el techo como si presintiera que en ese instante iba a derrumbarse. “Es un charlatán”, dijo Mariana, en voz baja. “Hasta acá oí las palabras de la señorita. No, no, señorita, no soy un charlatán”. Puso sus manos sobre el pecho y preguntó: “¿Alguien de ustedes puede decirme cómo comenzó el universo?”. Una sábana negra volvió a cubrir nuestra mente. “El inicio de nuestro universo comenzó hace millones de años en la misma forma. La primera tierra acabó, se fragmentó en millones de pedazos y, del último grano que quedó, con una enorme concentración de energía, brotó el universo”.
Según Akenatón, este proceso se ha repetido durante siete veces. “¡Existen siete universos alternos! Cada vez que una gran explosión aparece, el universo anterior es desplazado. Si nosotros pudiésemos pararnos en la cima del límite veríamos algo como siete lagos unidos, cuya aguas no se mezclan”.
Mariana llegó a su límite, se puso el suéter y me dijo que saliéramos. Yo, que siempre soy tímido y respetuoso de las otras personas, así tengan ideas extrañas, le pedí que nos esperáramos tantito, que ya no tardaba en concluir. “Sí, señor -dijo él-, gracias por su tolerancia. Ya termino. No hay necesidad de que la señorita se altere”. Mariana, ya molesta, me dijo: “Gasté mis últimos cincuenta pesos a lo tonto”. Yo, en afán de paliar su mal humor, dije: “Ay, Marianita, ahora que se acabe el mundo el dinero no tendrá mayor importancia”.
El vidente puso las manos sobre su pecho, hizo una inclinación y todos aplaudimos. La gente comenzó a pararse, entonces él dijo: “Si la señorita sigue pensando que soy un charlatán la reto a que me pruebe. Yo le demostraré que la ciencia de los Siete Mares está de mi lado”. Entonces, Mariana se paró y aprovechó lo que yo había dicho minutos antes: “Como el fin del mundo se acerca ¡el dinero ya no importa! ¿Puede usted regresarme mi entrada?”. El público que aún quedaba rió ante la ocurrencia.
Akenatón, de nuevo, llevó sus manos al pecho y dijo: “Con todo gusto, señorita. Su billete de cincuenta ya está en su bolso” y dio las buenas noches. “Pendejo”, dijo Mariana, en voz baja. El vidente volteó, miró a donde estábamos y rió. Cuando salimos la invité al café de la Casa de la Cultura. Mientras ella revisaba el menú yo miré el cartelón donde se anunciaba el acto del vidente: “Instrucciones para cuando se acabe el mundo. Veinticinco pesos la entrada”. Cuando Mariana lo vio por primera vez, me jaló y dijo que entráramos: “Parece un título escrito por Cortázar. Va a estar divertido. ¿Sí, sí? Yo te invito”.
Ella pidió un café y pay de queso, yo pedí una botella de agua pura, al tiempo. Mariana abrió su bolso y sacó un espejo. “Mierda -dijo- tiramos nuestro dinero a lo tonto”. ¿Y ese billete de cincuenta?, pregunté. ¿Qué no sólo traías un billete?, agregué. Mariana me vio, dejó el espejo y nada dijo.
Yo, por si las dudas, me estoy preparando para cuando llegue el fin del mundo.

lunes, 19 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO ALGUNOS CAMINAN POR LAS GALERAS DEL MUNDO




Querida Mariana: Gustavo abrió la ventana de su departamento en el segundo piso, movió las manos y me gritó para que subiera. Yo caminaba apresurado con rumbo a la tienda de don Sebas y la güera. Mi mamá me había hecho el encargo de comprar un litro de leche. Subí por la escalera húmeda, eludiendo las bolsas de sabritas y latas que estaban regadas por todos los escalones. “¿Qué te ofrezco?”, dijo, en cuanto me abrazó y, con un movimiento de su mano, me invitó a sentarme. Llevo prisa, contesté, y él agregó: “Te sirvo un café y te lo tomás aprisa”. Cogió unas hojas de su escritorio y me dijo: “Te llamé porque quiero enseñarte este proyecto” y me entregó las dos hojas. Leí. Él sonrió. “Es buena idea, ¿no?”, dijo, se sentó al lado del escritorio y tomó un sorbo de café. “¡Chin, ya está frío! ¿Qué te parece?”. No sé, dije, es una idea locochona.
Cuando entré a casa mi mamá preguntó por la leche. Debí regresar a la tienda. Minutos antes había bajado de manera apresurada los escalones del departamento de Gustavo, esquivado a una pareja que se besaba en el descanso de la escalera y, con la confusión gozosa de su proyecto, olvidé el mandado.
¿Una Galería de Personajes Sin Lustre? Sólo a él, que no trabaja, se le ocurre andar inventando rarezas. Su planteamiento no deja de tener cierta razón: ¿Por qué sólo los personajes ilustres tienen el mérito de la inmortalidad?
Gustavo dice que abrirá una Sala con fotografías de personajes sin lustre: El mesero que, en la cafetería, por quién sabe qué misterio de la vida, no coloca cianuro en tu taza; el peluquero que se pasa de bueno y nunca te corta; la mujer que no acepta pasar la noche contigo porque tiene una enfermedad venérea; el bebé que no te orina.
Una galería con fotos de aquella gente que pasa inadvertida por la vida y que, sin embargo, hace que este mundo funcione como funciona.
En el primer muro será necesario colocar la foto del conductor que te llevó de Tuxtla a Monterrey y tuvo plena conciencia de que llevaba bajo su responsabilidad a treinta y dos pasajeros, dos niñas de seis años incluidas. El hombre que hizo que horas después (vos durmiendo) llegaras con bien a ver a tus tíos y primos.
¿Cómo se llama el controlador de los vuelos que hace que los aviones no colapsen a mitad del cielo? ¿Quién es esa mujer que te da de comer tacos, en la calle, y, sin que vos lo sepás, usa agua purificada? ¿Quién es el hombre que no embarra de grasa los calcetines cada vez que bolea tus zapatos? ¿Quién el hombre que, en la penumbra del callejón, a las nueve y media de la noche, no saca un cuchillo y te exige, con palabras intimidantes, que le des tu cartera? ¿Quién el enfermero que, sin asco, limpió tu caca la vez que estuviste internado en el hospital?
Gustavo dice que estos son los hombres sin lustre que estarán en su galería.
Cuando mi mamá sirvió la leche buscó el frasco de nescafé en la alacena y lo halló vacío. Sí, dije, voy a la tienda. No sé por qué di un rodeo. No quise toparme de nuevo con Gustavo que, imaginé, seguía en la ventana comentando su proyecto con medio Comitán.
Cuando entré al tendejón vi a la güera, detrás del mostrador, y pensé en preguntarle su opinión acerca de un local donde, por el pago de un peso, pudiera entrar a ver Personajes Sin Lustre. ¿Alguien pagaría por ver gente común y corriente?

sábado, 17 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO ES UNA FIESTA




Querida Mariana: fiestas hay en China, Japón y Australia, pero ¡los guateques comitecos no tienen comparación en el mundo! Acá, las fiestas incluyen una rara costumbre que se llama: “Se perdió la llave”. Creí que dicha práctica ya estaba proscrita, pero ¡ay Dios!
Emilio nos invitó a comer el día de su cumpleaños. Margarita mandó a poner una mesa debajo del árbol de aguacate. Poco a poco los amigos fuimos llegando, caminamos en medio del sendero de cipreses y macetas llenas de margaritas hasta llegar al corredor; ahí Emilio nos recibió para darle su abrazo. Él dejaba los regalos sobre una mesa cuadrada y nos ofrecía una bebida. En Comitán (tal vez en todos los pueblos del mundo) lo primero que se ofrece es una bebida. Y como Cristo dijo que es bueno “darle de beber al sediento”, ahí tenés a medio mundo sintiéndose muy cristiano al ofrecer agua revuelta con brandy o güisqui; y, de igual manera, ahí tenés a medio mundo poniendo cara de chucho en medio del desierto para recibir el cuenco lleno de taberna y satisfacer la sed. La mitad de los amigos pidió güisqui con hielo, mucho hielo, porque, a pesar de los frentes fríos que nos ensartan alfileres de hielo, ya comienza a sentirse el calorcito de Semana Santa. Los bolos, lo sabés bien, siempre tienen pretextos para enjuagar el cogote. Martín dice que en el buche tenemos el espíritu, por esto hay que bendecirlo a diario con vino, que es la sangre de Cristo. ¡Haceme el favor!
Me senté casi casi junto al tronco del árbol, donde un colibrí jugaba a libar una campanita blanca. “¡Mirá -dijo Elena- ese chuparmito en el quiebracajete!”. ¡Ah, me dio mucho gusto oír esas dos palabras comitecas en los labios de mi amiga!
Dos chiquitíos comenzaron a servir las botanas sobre el mantel blanco, tan blanco como el sueño de quiebracajete que nunca tuvo Van Gogh. Emilio, desde el corredor, preparaba las bebidas. Armando llegó y saludó a todos levantando la mano. “Me voy a sentar acá”, dijo y retiró la silla plegable, pintada en azul. Afuera, en la calle, se oía el ajetreo del día. Era la hora de salida de la escuela. Rocío dijo: “El tráfico está insoportable”. “Sí, vos, Comitán se está volviendo insoportable con tanto carro”. “¿Por qué fregados el Director de Vialidad no ordena el tráfico y elimina las calles de doble sentido que más bien parecen decisiones sin sentido?”, aventó Rocío, pero nadie le hizo caso, porque a esa hora entraron los marimberos; entraron cargando la marimba, en un ritual contradictorio, pues la cargan como si cargaran un ataúd y, sin embargo, cargan la vida, la alegre y jacarandosa vida.
“Cotz con los marimberos”, dijo Armando y pidió una cerveza al niño que sirvió un plato de sangrita sobre la mesa. A esta hora la mesa ya estaba llena de botanas, los chiquitíos, como hormigas habían traído platos con chicharrón prensado, frijoles refritos con chile de Simojovel, tostadas de manteca y guacamole. A esta hora la mesa ya estaba llena de cervezas (de esas de a cuartito). Emilio seguía preparando las bebidas que le pedían: tequila, güisqui en las rocas y un “Torres” puesto.
“Cotz con los marimberos”, volvió a decir Armando, en voz baja. “¿Cómo se les ocurre llegar tan tarde?”, preguntó, ahora en voz alta. “Sí, pues -dijo Rocío-, ya Las Mañanitas van a estar pasmadas”. Como si los marimberos la hubieran escuchado comenzaron a tocar Las Mañanitas, de manera apresurada. Margarita dejó el plato de palmito con rodajas de cebolla en salmuera, se limpió las manos con una servilleta y corrió a abrazar a su marido. Nosotros nos paramos y alzamos nuestras copas. Cuando Las Mañanitas terminaron, los marimberos tocaron una diana diana conchinchín y todos aplaudimos. Emilio hizo una caravana al estilo de los mosqueteros, alzó su copa y la estrelló contra el piso de ladrillo. Armando tomó el micrófono que tenía el del saxofón y dijo: “¡Una bomba para el festejado! Bomba, bomba. Entre abrazo y beso, caricia y apapacho, Emilio pasa su festejo, entre puro borracho”. Y la marimba volvió a somatar otra diana, mientras los invitados celebraban la bomba.
¿Cómo se pierde la llave? Así, con la mano en la cintura. El dueño de la casa, a las siete de la noche, hora en que me despedí, hora en que la calle ya estaba casi desierta y sólo el paso de algunos carros iluminaba las paredes de adobe de las casas vecinas, me dijo: “Se perdió la llave, Alex”. Yo, inocente, pregunté: ¿Pero cómo es posible? Debe haber un duplicado. Armando me quedó viendo, con cerveza en mano, y dijo: “¡Ay, no te pasés de pendejo!”. Yo había disfrutado mucho todas las caballadas que Armando me contó durante cinco horas, ¡cinco horas!
Como ya te diste cuenta, Mariana mía, esto de perder la llave significa que ninguno de los invitados puede salir de la casa. Los invitados podrán retirarse hasta que “la llave aparezca”.
No, le dije a Emilio. Vos sabés que duermo temprano y ya debo irme a casa. Emilio alzó los hombros, ya medio bolo, y dijo: “Ya, ya, estamos contentos que estés acá. Tomá otro té” y, cantando en voz alta esa de “yo sigo siendo el rey…”, con un jaibol en la mano, fue hacia donde Rocío y Manuel bailaban.
Entiendo esta costumbre, pero no la justifico. La llave es un chunche que abre, pero también cierra. En este caso, la llave funciona como elemento que cancela. La amistad tiene como pivote fundamental ¡la libertad! Si vos y yo somos amigos es porque así lo decidimos, de manera libre. Nadie es capaz de obligarte a ser amigo de alguien. ¿Por qué, entonces, en nombre de la amistad, pero con un trato abusivo, alguien atropella el derecho elemental de la libertad?
Quise decirle a Emilio que casi casi me tenía secuestrado y eso no iba a permitirlo. Pero no lo hice porque él y su esposa y los demás amigos bailaban con gusto al ritmo de la marimba, iluminados por el cielo oscuro y fresco de Comitán. Algunos, ya tatarateando, gritaban los gritos que acostumbran los bolos y que tanto se parecen a los lamentos de las urracas que perdieron un anillo de oro.
Caminé por en medio de los setos y chequé la cerradura. La puerta de madera es de mediados del siglo pasado y tiene una cerradura antigua. Oí la marimba a lo lejos, como si yo estuviese en otro espacio, fuera de la fiesta. Porque eso era lo que quería: abandonar el espacio de la fiesta donde había estado contento, pero ya era hora conveniente para retirarse. Me sentí prisionero y me sentí miserable, porque era un amigo quien, con el pretexto de su cumpleaños, me había metido adentro de una celda. “No, no -había dicho Armando-, la llave aparecerá como a las dos o tres de la mañana, siempre es así”.
¡Dios mío!, nunca pensé estar metido en un brete semejante. Una vez, Jorgito, en una banca del parque central, me contó que Tía Maty hacía unos fiestones bárbaros en su casa de La Pila y siempre, siempre, se perdía la llave y todo mundo seguía echando baile y trago hasta que amanecía. Y yo disfruté la historia y celebré la arrechura de los comitecos. Pero ahora, Mariana, que yo era personaje principal del cuento, tenía un sentimiento de impotencia. Saqué mi celular y llamé al maestro Odulio (un amigo albañil) y le pedí llevara una escalera, por favor. Busqué a los chiquitíos que habían servido la botana y ellos, felices con el billete de veinte pesos que les di, colocaron otra escalera sobre la barda donde crece generosa una enredadera. Esperé quince o veinte minutos, sentado en una barda junto a la fuente. El sonido del agua me relajó, un hilo de luz velaba mis ojos. El maestro Odulio me llamó y yo subí por la escalera de los niños. Cuando estuve en el borde superior de la barda, me monté y desde esa altura vi a mis “amigos” bailar y echar trago, felices, llenos de sudor y de emoción, ajenos a mi pesar. Supe, Mariana mía, que mis afectos viven la vida como si ésta fuese un río y dejan que el agua cálida los moje por entero. Yo, ¡qué pena, Dios mío!, no me gusta mojarme, no sé nadar. Supe, niña mía, que pertenezco a otra burbuja. Siempre he sido tímido, apartado de entradas de flores, de tumultos y de manifestaciones. Soy un poco lo que acá dicen “Ish”.
Como si desmontara de un caballo bronco, con temor, pasé mi pierna por encima de la barda y bajé por la escalera de madera del lado de la calle. El maestro Odulio detenía la escalera con ambas manos, había dejado prendidas las luces de su camioneta (camioneta gringa que compró en la frontera, cuando anduvo trabajando en Ciudad Juárez). La calle estaba desierta y sólo pasaron dos carros que se detuvieron tantito para ver cómo un hombre bajaba por una escalera, como si huyera de la casa; como si cometiera un acto ilícito. ¡Dios mío! Me sentí un delincuente, un traidor. ¡Qué tontería! Al bajar de la barda oí como si alguien espolvoreara hojas secas. ¡Era el colibrí! Me dio pena interrumpir su sueño.

Pd. Fiestas hay en todo el mundo, pero como las fiestas comitecas ¡no hay dos! Acá se pierde la llave. ¿Qué le pasa al mundo cuando una llave se extravía? Todo aquello que se guarda bajo llave tiene un significado especial. Se guarda bajo llave el diario personal (para que los demás no se enteren de nuestros sentimientos más íntimos); se guarda bajo llave las joyas (para que a los ladrones les cueste trabajo a la hora de robar). ¿Es correcto guardar bajo llave el corazón de la amada o del amado? ¿Es correcto mantener “en encierro” al afecto cuando el ideal es que la amistad sea como un loro viajando libre por los cielos de Chiapas?
Entiendo lo que hacen los anfitriones comitecos a la hora que encierran a sus invitados y no los dejan salir. Entiendo que es el extremo del cariño; es la forma de decirles que están tan a gusto que no quieren que ellos abandonen la casa. Lo entiendo ¡pero no lo justifico! ¡Cotz para los marimberos y para los que hacen “perdediza” la llave!

jueves, 15 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO QUEREMOS ENREDAR HILOS DE LUZ




Querida Mariana: el poeta Jorge Melgar Durán está malito. Él es Director de “Global”, revista digital donde apareció aquel poema que tanto te gusta. Desde diciembre del 2011 se la ha pasado en hospitales y postrado en su casa. Es una noticia que a Comitán no le hace bien. No le hace bien porque el maestro Melgar es un hombre que ha abonado a la literatura de este pueblo. No es monedita de oro pa’caerle bien a todos, pero muchos comitecos de bien reconocen su trayectoria. A veces, él y yo, hemos tenido diferencias con respecto al proyecto cultural de este pueblo, pero hemos respetado nuestras divergencias y alimentado nuestras coincidencias. Ahora, me cuentan, le cuesta trabajo respirar. ¡Dios mío! ¿Cómo poder darle un poco de aire en este pueblo donde él, como papalote, ha bailado en el aire?
Una tarde, hace no muchos años, una amiga me dijo que conoció la poesía de Raúl Garduño en los corredores exteriores de la Casa de la Cultura. Esa vez, un admirador la había citado en ese lugar. Ella llegó y vio unos paneles colgados en las paredes que tenían fragmentos de poemas de Raúl. El admirador la dejó vestida y alborotada, pero ella no se enojó, al contrario. Estuvo más de una hora leyendo los poemas. Se convirtió en una admiradora de la obra del poeta comiteco. Cuando me lo contó le dije que esos paneles los había colocado Jorge Melgar, siendo Director de la Casa de la Cultura. ¿De veras no te molestó que tu admirador no llegara?, le pregunté. “No -dijo ella- al otro día mi amiga Mariela me dijo que su primo estaba en cama, porque cuando iba a verme, se cayó y se fracturó un pie. Fui a verlo y le llevé un libro con poemas de Garduño, junto con una canastita de muéganos y chimbos. Ambos nos hicimos fans de la poesía de Raúl”.
Y es que uno no sabe qué puede hacer un acto. Jorge fue amiguísimo de Raúl en la infancia y en la adolescencia y, en prueba de fidelidad, siempre ha compartido la poesía de Garduño.
Además, cuando Jorge fue director de la Casa de la Cultura promovió el Primer Encuentro de Teatro Estudiantil. Varios grupos de teatro de escuelas de nivel medio superior se inscribieron y el concurso superó las expectativas. El teatro se llenó todas las tardes y el entusiasmo de los alumnos se manifestó con matracas, para apoyar a los grupos que representaban a sus respectivas escuelas, casi casi como si fuese un encuentro de fútbol. A mí me tocó dirigir al grupo de teatro de la Escuela Preparatoria. Cuando el maestro Melgar vio que el auditorio estaba lleno de muchachos con panderos, botes de tecate llenos de piedras y trompetas de la banda escolar, se acercó y me dijo que los calmara. Le dije que al iniciar la obra todos se calmarían. Así sucedió, cuando dieron la tercera llamada y la obra comenzó, los actores se impusieron y, minutos después, los espectadores se doblaban de la risa con los diálogos de la obra. En esa ocasión ganó el grupo dirigido por mi amigo Luis Felipe Gómez Mandujano.
La Casa de la Cultura no ha realizado mucho trabajo de edición. Tal vez las dos excepciones son Jorge Melgar y Luis Armando Suárez. La gestión de Jorge impulsó la edición de pequeños folletos poéticos. Por ahí todavía anda rondando el número uno, con poesía de María Luisa Macal.
Todo esto te lo cuento porque es una manera de recordar todo el bien que Jorge ha regado en nuestro jardín. ¿Es posible que una palabra lleve aire a su cuerpo hoy minado? ¿Es posible que estas líneas sean como el viento que impulse el papalote de su ánimo? ¿Es posible decirle a Jorge ¡que se levante ya!, que tres meses de andar en cama ya es suficiente?
Querida Mariana, hoy que está malito quisiera decirle al maestro Melgar Durán que me entristece saberlo postrado; quisiera verlo colocar los poemas de Garduño y los suyos en las paredes de este pueblo, porque la poesía hace bien a quienes hacen citas de amor en la Casa de la Cultura. Quisiera hacerlo, pero no lo hago porque no quiero interrumpir su sueño. Cuando despierte ¡lo haré! Le diré, entonces, que me alegra mirarlo sonriente y que agradezco verlo bordando los hilos de luz de este pueblo.


Nota del autor: Mis colaboraciones a El Heraldo de Chiapas las envío con días de anticipación. Esta Arenilla la envié el lunes pasado. Por desgracia, el poeta Jorge Melgar Durán ya no la leerá, porque falleció el día de ayer, jueves 15 de marzo. Como un abrazo para su familia no le quito ni le agrego una coma. La dejo tal como la concebí, como hubiese querido la leyera Jorge. Que descanse en el río de la luz eterna.

miércoles, 14 de marzo de 2012

POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS




Enrique me envió esta foto que tituló: “300 años”. Mi mente tradujo el título: ¡Tres siglos! Y guardé la foto en el usb, porque un siglo es un titipuchal de instantes.
Los montones siempre me agobian. Si veo cientos de personas en un estadio ¡me da cosa!, y me retiro de inmediato. Lo mismo me sucede si miro montones de billetes, de monedas, de piedras, de árboles, de ojos o de piernas. ¡No soporto las aglomeraciones! ¿Quién puede soportar un duchazo de trescientos años?
Pero, más tarde, mi mente comenzó a darle vueltas a la fotografía e insistió en corregir: ¡no son trescientos años! ¡Es más! ¡Dios mío! Es más porque Enrique tiene 56 o 57, yo estoy “andando” en los cincuenta y cinco y los demás (Javier, Pedro, Memo y Jorge) no cantan mal las rancheras. Nuestras edades suman más de trescientos años. Ese mojol es como de treinta y tantos años. Y entonces, al hacer este desglose, el agobio tomó la cara de sorpresa, porque, igual que todas las demás palomillas del mundo, no nos conocemos de hace siglos, pero sí acumulamos más de cuarenta años; más de cuarenta años de vida compartida. ¡No son trescientos años, apenas son cuarenta y tantos! Me di cuenta que no hemos acumulado sino que, juntos, hemos allanado el camino. La amistad no es acumulación sino levedad.
A estas alturas no voy a tratar de definir la amistad, porque todo mundo sabe que es el agua más limpia de nuestros ríos. El viento que se enreda en los árboles no puede contener su aire sin ese pétalo que se llama amistad.
Estoy seguro que esta foto se repite en mil partes a todas horas. Javier, el otro día, me dijo que vio la foto de nuestra generación de Secundaria y le asombró ver que hay dos o tres muertos (más, sí Javier, más, pero recordá: ¡no me gusta el amontonamiento!). Recordamos la película “La Sociedad de los Poetas Muertos”, en el momento en que el maestro lleva a los alumnos de reciente ingreso a donde está la foto de la primera generación y les pide que se acerquen y escuchen. Los muchachos no comprenden, pero, mientras se acercan, el maestro dice: “Carpe diem”, como si fuese la voz de aquellos alumnos, ya muertos.
Enrique me aventó el baldazo de agua fría diciéndome que en esta foto están reunidos ¡tres siglos! (¡más!). Y yo, siempre huraño a los túmulos del tiempo, coloque los años en una línea recta y supe que nuestra amistad está colocada sobre una banda que comienza a principios del siglo XVIII y llega hasta estos años titubeantes del amanecer del siglo XXI; supe, entonces, que los años no se amontonan como si fuesen piedras de pirámide, sino que son piedritas para formar mandalas que se deshacen con el viento.
Sí, Javier, varios de la generación han muerto. Por esto, cuando los de la palomilla nos reunimos, sin saberlo, sin decirlo, hacemos un homenaje a míster Keating, de la Sociedad de los Poetas Muertos, y gozamos el instante, porque en la vida todo es “Carpe diem”.
Sé que esta foto se repite por millones en todos los países del mundo. Ahí están reunidos, en bares, en parques, en jardines, amigos que no han amontonado los años, sino que los han estado diluyendo en aguas comunes.
Sí, Enrique, cuando nos reunimos no hacemos más que hacer un homenaje a todas las palomillas del mundo que, a veces, se citan para llevar un ramo de flores al amigo muerto y luego van a la cantina y piden una cerveza y comen tripitas o carne salada o carraca con salsa bruja y caminan entre las mesas metálicas y meten una moneda a la rocola y escuchan una canción de La Tropa Loca o de Los Ángeles Negros o de Camilo Sesto o de Leo Dan y brindan por la vida, brindan por ¡la amistad!, por los instantes que se acumulan y forman siglos, muchos siglos.

lunes, 12 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TIEMPO ES UNA MAZORCA SIN GRANOS




Querida Mariana: en los años setenta, del siglo pasado, una tarde, Javier y yo entramos al cine y vimos “El topo”. Acostumbrados a ver películas de Capulina, de Tin Tan, de la Tigresa y del Santo ¡nos sorprendimos ante lo que miramos esa tarde!
Ayer, hurgando en la biblioteca de la escuela hallé el libro: “La danza de la realidad”, memorias de Alejandro Jodorowsky, el director de “El topo”. Chileno, nacido en 1929, Alejandro cuenta, en el primer capítulo, su niñez.
Aquella tarde en el Cine Comitán algo como un deslumbre cimbró mi espíritu. Fue como uno de esos rayos inocentes que iluminan el cielo a media noche, pero que, segundos después, te espantan al oír el retumbo que pasa por encima del techo.
De aquella película recuerdo, con gran nitidez, el principio. El topo (vestido completamente de negro), cabalga en medio de montañas de arena. El caballo avanza como grulla en terreno fangoso. El hombre, con sombrero negro, con paraguas negro, baja a un niño desnudo que cabalga junto a él (un niño de siete años) y le dice que entierre su primer juguete y el retrato de su madre. El niño abre un hueco, mete ambos objetos y les echa arena encima. El juguete queda totalmente enterrado, la fotografía de la madre queda parcialmente cubierta, es como un iceberg o como un trasatlántico que no se hunde por completo. Has de entender, niña mía, que, acostumbrados a ver principios donde cantaba Javier Solís o bailaba Tongolele o César Costa manejaba un auto de carreras, este principio de película ¡nos impactó!, casi tanto como si estuviésemos viendo los pechos de Isela Vega. ¿Qué quería decirnos Alejandro con esta imagen?
Ahora que volví a encontrarme con Jodorowsky advierto que muchas de las imágenes de sus películas (“El topo”, “Fando y Lis” y “La montaña sagrada”), las pepenó en su infancia y las desarrolló a través de su vida. Parece que los seres humanos dedicamos la vida a pulir las piedras que recogemos de niños. ¿Por qué entonces, en “El topo”, Alejandro nos avienta en la cara, así como una bofetada, que para crecer debemos enterrar nuestras primeras piedras, esas piedras tan bonitas que alguna tarde recogimos a la orilla de un río con agua cristalina?
¿Por qué El topo hace que el niño, junto con el primer juguete, entierre también el retrato de su madre? Tal vez el enigma se descubre conforme avanza la película, pero yo no recuerdo más. Esa primera imagen se quedó en mi mente para siempre y puso un velo transparente a las demás imágenes de la cinta. Vos sabés que mi memoria es muy endeble, tanto como esos puentes hechos con lazos y pedazos de madera podrida. Esa imagen sirvió para que, desde entonces, me preguntara a cada rato: para crecer ¿debo enterrar mis primeros juguetes?
Hoy sé, querida mía, que el mundo es el topo que nos fuerza a enterrar los carritos y los muñequitos para entrar en este absurdo mundo adulto.
Yo, siempre me rebelé a enterrar esos juguetes, porque decidí preservar los recuerdos de mi infancia, al lado de mi propia infancia. Hoy, coincido con el Libro de los Consejos que sugiere recuperar el niño que uno fue. Por esto sé que no fue tonto dejar intocados mis juguetes impecables. Es una estupidez enterrarlos de niño para desenterrarlos una vez que se está viejo.
¿Era necesario enterrar el retrato de la madre? ¿Es necesario, para crecer, cortar ese cordón umbilical? Esa secuencia, de no más de un minuto, me sacudió como si fuese un ventarrón que botara todas las hojas de mis ramas.
¿Quién era ese tipo que nos presentaba imágenes extraídas de pozos con agua tan pesada? Hoy leo sus memorias y comienzo a descubrir quién es Jodorowsky. La lectura de este libro vuelve a darme un sacudón tremendo. Alejandro, parece ser, está destinado a ser como un tsunami para remover el agua tranquila de mi conciencia. Lo acepto. Asumo el reto.

sábado, 10 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL APODO ES COMO UN ÁRBOL DE MIL HOJAS




Querida Mariana: el poeta Enoch Cancino Casahonda dijo que el apodo comiteco es el más ingenioso de Chiapas. ¡No sé si para Comitán esto es motivo de orgullo, porque, de todos modos un apodo es un apodo! El apodo es un nombre que cancela el nombre. Claro que cuando alguien se llama Eufresio o Casiano, pues, probablemente le vaya mejor su apodo. Un alto porcentaje de personas se disgusta cuando escucha su apodo. Hay otros, por el contrario, que lo disfrutan y lo vuelven una fiesta. El comiteco José Luis Arredondo García, quien es un famoso director de grupos de danza, me pidió un día que no escribiera su nombre en un comentario periodístico que hice acerca de su profesión: “No jodás, Alejandro, poné Pistache, así me conocen en Comitán”. Se sabe, y es extraño, que en este pueblo el apodo es de uso común y, en ocasiones, es una losa que cubre el nombre propio. ¿Por qué nos permitimos este camino fangoso?
El apodo puede tipificarse como un comportamiento extraño de los seres humanos. ¿Qué nos mueve a encaramar otro nombre encima de nuestro nombre? ¿Por qué encimamos esas piedras filosas sobre las piedras bola que de por sí tenemos que cargar toda la vida? Y hago estas preguntas porque el nombre es algo que los padres nos adosan sin pedir nuestro consentimiento; es, por lo tanto, un acto de imposición. Tengo una amiga que se llama Guadalupe y no le gusta que le digan Lupita o Lupe. Y es que si ponés atención te darás cuenta que el sonido no es tan agradable. ¡Lu-pi-ta! ¿Lo oís? Por la fuerza de la costumbre no le hacemos caso, pero escuchándolo con atención suena a pito de tren desafinado: Lupita. Y lo de Lupe suena fuerte, como bolillazo en marimba desafinada. Bueno, no todo mundo opina igual. Hay mujeres a quienes les encanta llamarse así. Y son muchas, porque en este país hay más Lupitas que vendedores ambulantes, y con esto ya dije todo. Hay millones de Lupitas en honor a la Virgen.
En estos días leo una novela de Ítalo Calvino que se llama “El barón rampante” y que cuenta la historia de Cosimo Piovasco, niño que a los doce años de edad decidió encaramarse a un árbol. Toda su vida transcurrió en lo alto de los árboles. No volvió a poner un pie sobre la tierra. Cosimo renuncia a una vida “normal” y adopta un comportamiento extraño. ¿Podés imaginar a un hombre que se pase la vida saltando de rama en rama, de árbol en árbol? Cosimo no baja ni siquiera para orinar ni para…dormir.
Algo de Cosimo tenemos al ponernos sobrenombres. Abandonamos la tierra de nuestro nombre y nos elevamos (o nos elevan) a las alturas donde podemos caer sobre la copa tibia de un árbol de juncia o sobre el corazón de nopal de un espino. Olvidamos poner los pies sobre la tierra de nuestro nombre y nos quedamos en las alturas del sobrenombre. Hay decenas de comitecos que son más conocidos por el apodo que por su nombre; por esto, en el colmo de la exageración, contamos chistes donde ignoramos cómo nos llamábamos originalmente. Y esto, banal en apariencia, nos enfrenta a una realidad: ¡somos exiliados! Abandonamos nuestro territorio y vivimos en un terreno que, también (¡Dios mío!), otro nos impone.
¿Te das cuenta, mi niña arroyo? Los seres humanos vivimos respondiendo a nombres y sobrenombres que nos son impuestos. No poseemos siquiera la posibilidad de llamarnos a nosotros mismos.
El nombre (se supone) es un acto amoroso. Los padres eligen entre miles de nombres aquéllos que van de acuerdo a sus gustos e intereses personales. Y unos padres (¡Dios mío!) tienen unos gustos que si por ellos fuera las calles de Comitán estarían forradas con peluche de color rosado. Así tenemos compas que van rodando por la vida con unos nombres que ¡Dios disculpe el atrevimiento! Tuve un compañero en secundaria, que era un futbolista excepcional, que se llama Ranol. ¡Fácil, los compañeros jodones, dos minutos después de haberlo conocido, comenzaron a decirle vochito, por aquello de la Renault!
En la vida, como Cosimo, vamos de árbol en árbol sin haber tenido la posibilidad de haber sembrado nuestro propio árbol, el que correspondiera a nuestros propios gustos. Tal vez por esto, en la primera novela corta que escribí: “Dios también resuelve crucigramas”, el personaje principal no bautiza a su hija recién nacida. La nombra sólo con la letra D, para que cuando sea grande (piensa él) ella sea quien elija su nombre, para que ella misma ¡se nombre! Esto deberíamos hacer todos los hombres y mujeres, porque el nombre es un elemento vital. No hay un solo ser humano en la tierra que carezca de nombre. Carecer de él significaría cancelar nuestro propio ser. ¡Somos porque tenemos nombre!, porque hay alguien que nos nombra.
Sabés que he dado clases durante muchos años. En ese lapso, los alumnos me han puesto como mil trescientos treinta y dos apodos. Por alguna extraña razón ninguno ha caído en tierra fértil, ¡todos se han secado! Mis amigos de secundaria me pusieron un apodo extraño, apodo que César Robles aún lo recuerda y me lo grita cuando me mira en la calle: Tutushac. La historia es simple. El irreverente de Ramiro Suárez (uno de mis mejores amigos en los años setenta) llegó un día a la escuela. Estudiábamos el segundo de secundaria. Entró al salón, abrió la tapa superior del pupitre de madera, guardó la torta, los cuadernos y nos llamó a tres o cuatro. Hicimos un círculo alrededor de él y, con voz de confesionario, dijo: “Les tengo una muy buena. Ya sé cómo le decían al padre Carlos cuando era niño” y sonrió con esa línea de viento arrecho que siempre tiene. ¡Dios mío, qué pecado! El Padre Carlos era nuestro director y el sacerdote católico más influyente de Comitán. Atreverse a decir su apodo, en tono de burla, era un sacrilegio. Lo que Ramiro estaba a punto de revelarnos era una bomba tan explosiva como la de Hiroshima. ¡Si el padre Carlos llegaba a enterarse, la puerta de la excomunión nos esperaba! “Le decían Tutushac”, reveló y nos quedó viendo. Todos hicieron silencio. Yo, niña mía, tal vez porque me había puesto nervioso ante la revelación, reí. Reí y comencé a decir el apodo en voz alta, cada vez más alto. “Tutushac, ¡Tutushac!”. No podía dejar de reírme ni de gritar el sobrenombre. Los compañeros vieron a todos lados esperando que se asomara el padre y nos jalara de las orejas, nos pateara y nos expulsara del Colegio. Por si las moscas africanas huyeron. Me quede solo con Ramiro. ¿Por qué le decían Tutushac?, pregunté y Ramiro alzó los hombros y corrió a reunirse con los otros, quienes ya jugaban básquetbol en la cancha.
El otro día, ya te conté, fui al Ocotal, en El Triunfo. Ahora que leo a Calvino trato de imaginar cómo será vivir arriba de los árboles. Tarzán, el hombre mono, creció arriba de los árboles y viajaba a través de las lianas, pero ponía los pies sobre la tierra. ¿Cómo será vivir permanentemente arriba de los árboles? Es difícil imaginarlo. No obstante, en la novela de Ítalo, todo fluye como un río. Quien vive permanentemente respondiendo a un apodo es como si viviera, por siempre, trepado en un árbol sin hojas.
Mi amigo Jorge Gómez Solís, el Director del Deporte Municipal, no le molesta que le digan “Negrito”. Muchos de sus amigos lo llaman así y él responde con agrado al llamado. El otro día me dijo que, con la experiencia del puesto público, el pueblo tendrá que reconocer su trabajo y decirle: “Don Negro”. Y es que el Don es un atributo que no proviene de títulos nobiliarios, se gana con el comportamiento en la sociedad.
El apodo, querida mía, es un río que lleva objetos que abandonó la marea. Enoch Cancino Casahonda decía que los apodos más crueles son los que tienen los habitantes de Chiapa de Corzo. Basta recordar los gentilicios para darnos cuenta que hay pueblos que son bendecidos por la mano de Dios y otros que están amarrados al cuerno del unicornio que no vuela. A los comitecos nos dicen “cositías”. Aunque algunos no lo aceptan, la mayoría recibe con afecto el trato, porque sabemos que se privilegia nuestra propensión a usar el diminutivo con cariño. “¿Ya miraste qué bonito está el hijito de la Cande? ¡Miralo, qué cositía más chula!”. Pero no creo que a los de Chiapa de Corzo les guste mucho el trato de “Culospintos” que se les da en todo el estado.
Los comitecos tenemos que reflexionar acerca de esta costumbre. Tenemos que hablar del apodo sin subterfugios, porque es parte de nuestra identidad. Doña Bety Mandujano de Ruiz se ha dado a la tarea de relacionar la mayoría de apodos comitecos. ¿Para qué puede servirnos una lista semejante? El otro día, en una comida con amigos, apareció el tema del apodo. Algunos comentaron que el apodo es un hilo simpático de nuestro bordado, otros, en cambio, dijeron que el apodo es una práctica nefasta porque, en muchos casos, alude a defectos físicos, por lo tanto es denigrante. ¿Qué decir ante el apodo de un señor que le dicen “Eltodojunto”? No sé, pero imagino que los apodos son más frecuentes en los hombres que en las mujeres. El otro día que te pregunté, vos me dijiste que no tenés apodos, que, a lo más que llegan tus afectos, es a decirte apocopes cariñosos.
Es conocido el chiste donde se cuenta cómo un maestro preparatoriano, con un bellísimo cabello ya canado, se presentó ante sus alumnos y dijo: “Como sé que en Comitán son muy dados a poner apodos les digo que me pueden decir Zorro Plateado”. A lo que un alumno, de la última fila, le dijo: “¡Ay, profe, llego’sté tarde, ya le pusimos: Cabeza de culo de tacuatz!”.

Pd. ¿Por qué el mundo insiste en poner apodos? ¿Por qué, como monos, tenemos que vivir trepados en árboles? ¿Qué mecanismo se acciona cuando nosotros nos pensamos zorros plateados y el mundo nos impone otra imagen? En todo el mundo la gente recibe apodos. En plática de cantina o en plática de sala o de café, en la intimidad, las personas se refieren a las otras mediante apodos; sobre todo si los nombrados son políticos o gente relevante. El apodo, en estos casos, tiene el mismo papel de válvula de escape que tiene la caricatura en la prensa. El sobrenombre caricaturiza al personaje. ¿Esto es correcto? ¡Andá a saber! El tejido social es complejo. Lo cierto es que acá en el pueblo medio mundo tiene apodo.

viernes, 9 de marzo de 2012

REMEDIOS DE CASA




Tocaron. Dejé el libro sobre el sofá y salí a abrir. Un niño, con la vista levantada, preguntó: “¿Usted es Alejandro Molinari?”. Cuando dije que sí, el niño extendió la mano con un sobre. Adiós, dijo, y se fue por la calle donde ya corría el viento de las seis de la tarde. Cerré la puerta. Una mujer, de nombre Remedios, me pedía ir a verla. Debajo de la petición, aparecía su domicilio.
Paty me dijo que no fuera. ¿Sabía de quién se trataba? No, no la conocía. Ella escribió, con letra como de agua temblorosa: “Yo conocí a Gabriel García Márquez”. La posibilidad de conocer en Comitán a alguien que conociera a Gabo, me estuvo dando vueltas dos días. Al tercero subí a un taxi y le pedí al taxista me llevara. “Le va a costar cuarenta pesos la dejada”, y agregó que me dejaría a una cuadra porque era imposible subir más. Nos enfilamos con rumbo al cerro que acá en Comitán le llaman de “La Ametralladora”, porque, cuentan, en tiempo de los Carrancistas, ahí colocaron una ametralladora.
“¿Usted lo conoce?”, me preguntó doña Remedios limpiándose las manos con su mandil. No, dije. “¡Cómo!, ¿no es usted el escritor Alejandro Molinari?”, dije que sí, pero que no conocía a Gabo. Claro, traté de aclarar, he leído su… Ella me interrumpió. Con su mano me indicó que me sentara en el borde de la cama, a su lado. El cuarto era pequeño, con un ventanillo por donde se miraba una bugambilia que iluminaba el patio de tierra, donde dormían dos perros flaquísimos. En todos los rincones había un olor como de azafrán, como de sudor de mujer excitada. En la pared de enfrente (todas las paredes eran de tablas de madera, pintadas de color azul) la mujer tenía un oratorio, con una veladora prendida. Al lado de la imagen de bulto de San Caralampio estaba una foto del escritor, la que le tomaron la noche en que recibió el Premio Nobel. Está con su traje de manta blanca.
Ella no dejó que le preguntara. Se paró y fue por la foto de Gabriel y me dijo: “Gabrielito estuvo en mi cama dos veces. Yo soy Remedios, la bella. Usted ha leído su novela ‘Cien años de soledad’, ¿verdad?”. La mujer llevó la foto a su pecho y, como si fuese un bebé, comenzó a acunarla. Doña Remedios es de cara pequeña, con ojos como de zarigüeya y cabello ya todo blanco, casi casi tan blanco como el traje que usó Gabo el día que recibió el Nobel.
Le pregunté en dónde lo había conocido. Acá, dijo, y con su mano derecha acarició el colchón. “En esta cama, Gabriel y yo cogimos como locos. ¡Ah, es tan caballeroso, tan ardiente!”. Pero, le dije, Gabo nunca ha estado en Comitán. Ella me puso un dedo en la boca y dijo: “Es un secreto, él no quiere que se sepa. En cuanto me vio dijo que yo era la mujer más bella del mundo y que sólo porque estaba casado no venía a vivir conmigo. Por ahí tengo el libro con dedicatoria de su puño y letra, donde me dice que la del libro soy yo”. Apoyándose en mi rodilla, se levantó a buscar el ejemplar. Hurgó en una caja de madera, sacó unos trapos viejos, se sentó en el suelo y dijo: “No sé dónde quedó. Los niños, usted sabe, luego andan ‘revoltijeando’ todo”, y en cuanto lo dijo, abrió la puerta y llamó a los dos perros: “A ver, niños, díganme dónde dejaron la novela de Gabriel”. Los perros entraron y se echaron junto a la cama, a mi lado.
¿Cómo te fue?, me preguntó Paty cuando entré a la casa. Bien, dije. ¿Quién resultó ser? Una puta, dije, una puta que conoció a Gabriel García Márquez. ¡Una puta bella, muy bella! Paty me quedó viendo y dijo: “¡Qué amiguitas tenés!” y siguió deshilando un pedazo de manta blanca, casi casi tan blanca como la tela del traje que usó Gabo la noche que pasó a dormir con Remedios, la bella.

miércoles, 7 de marzo de 2012

GABRIEL Y JAVIER


Con mi abrazo afectuoso para Javier Aguilar.


Ayer celebramos el cumpleaños de Gabriel y el de Javier. El de Gabriel fue estruendoso; el de Javier más modesto. Gabriel, en medio de fastuosas celebraciones, cumplió 85 años. Javier, aún joven, cumplió 56.
Al festejo de Gabriel estuvo invitado todo mundo. El rostro de Gabriel es conocido en Londres, en París, en Cartagena, en México, en Tuxtla, en Tokio, en Comitán y en Chamula. Millones de lectores han leído sus “Cien años de soledad”. A mí (disculpen), me gusta el título inglés de su novela más aclamada: “One hundred years of solitude”. Me gusta cómo suena el “solitude”. Como que le quita un poco de carga a la palabra española: soledad. Mario, con quien viví en la misma casa, cuando era estudiante de la UNAM, en la ciudad de México, le decía “Tía Solitude” a la dueña de la casa. Hoy entiendo que Mario, también, prefería la palabra inglesa.
Soledad es, tal vez, la palabra más triste de la lengua española. Siempre que escucho la palabra recuerdo la anécdota que me contaba Efraín acerca de su abuelo. Me contaba que cuando llegaba a la finca del tío Roberto, trepado en un caballo flaco, olía el excremento de las vacas y de los toros que estaban guardados en un corral de piedras. Al llegar a la casa grande, se bajaba del caballo y antes de saludar a los tíos o de lavarse las manos para ir a la cocina a desayunar el caldo de gallina de rancho, corría a la bodega donde guardaban el maíz. Empujaba la puerta y miraba el delgado hilo de luz que se colaba por un ventanillo superior y que era la única línea que iluminaba el interior húmedo del cuarto. “Abuelo”, decía en voz baja y seguía caminando por en medio de la penumbra. Siempre (me contaba) oía la voz de tiuca del viejo que le decía su nombre y lo esperaba con los brazos abiertos y el olor a mierda que siempre tenía embarrado en su silla de ruedas. Yo le preguntaba a Efraín porqué permitían que el abuelo estuviera abandonado como un objeto. En estos tiempos alguien acudiría a Derechos Humanos a denunciar este maltrato y meterían a la cárcel al tío Roberto, pero en ese tiempo ¡qué esperanza!
Ayer, a la hora que me uní al festejo de Gabriel y abrí el libro “Doce cuentos peregrinos” y leí el cuento: “Sólo vine a hablar por teléfono” y, al lado de la ventana, viendo las orquídeas, alcé mi vaso de agua en honor a Gabriel, pensé en el abuelo de Efraín y supe que él encarnó, quién sabe cuántos años, la palabra ¡soledad!
Pensé en Gabriel y no pude evitar pensar en lo solo que debe sentirse el hombre que es festejado en todo el mundo por millones de lectores. ¿Cómo será ser festejado en medio de tanto polvo, de tantos árboles secos y tantos cadáveres que se levantan a media noche a buscar objetos extraviados hace mil años?
Javier fue festejado de manera modesta. Él (no sé si en algún momento leyó “Cien años de soledad”) fue, en su adolescencia, un voraz lector de esos libros de cuarto de página que pertenecían a la Colección Marcial Lafuente Estefania, que narraban historias de vaqueros del Oeste. Siempre llevaba un librincillo de esos en la bolsa de su pantalón. Tal vez por esto, la vida de Javier ha transcurrido en paisajes menos solitarios, menos Garciamarquianos. Los paisajes de Javier han estado llenos de polvo, de un sol intenso y de balaceras. Pero, también, han estado llenos de cantinas donde entran los vaqueros desplazando las puertas abatibles y donde, al lado del pianista, están las coristas, con sus vestidos rojos y sus polleras blancas que ofrecen la posibilidad de subir al segundo piso, a través de escaleras endebles de madera, para entrar a un cuarto en donde, ellas, le quitan al hombre esa cáscara de soledad que es como la tiña, que es como el abrigo permanente. El cumpleaños de Javier fue celebrado de manera más modesta que el de Gabriel. ¡Cien años de luz para el escritor! ¡Cien años de luz para mi amigo!

lunes, 5 de marzo de 2012

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL POZO TIENE SU ESENCIA EN EL AGUA




Querida Mariana: este año será la primera vez que votarás. ¿Por quién votar? ¿Qué candidato garantiza el desarrollo sano de la sociedad? Y digo garantiza porque si escribo la palabra “promete” caigo en un error.
¿Cómo elegimos? Digo esto porque a veces me topo con personas que me paran en la calle y me piden que les recomiende un libro. Yo no puedo recomendar algo, querida mía, porque cada persona tiene intereses diferentes.
Creo que la elección de lectura tiene que ver con el proceso electoral. En la democracia es necesario que existan opciones para que los votantes puedan elegir, dependiendo de sus intereses muy personales. Hay gente que reduce su espectro porque pertenece a un partido político. Se supone (enroques ideológicos aparte) que quien simpatiza con un partido político no tiene más opción que votar por ese partido que resulta congruente con su ideología. Lo mismo sucede con quienes trabajan en el Estado y comprometen su plaza a la hora de votar.
Son las personas de a pie, el que trabaja en su taller mecánico o la que corta el cabello en una estética, quienes tienen la real posibilidad de elegir. Ellos son los verdaderamente libres y quienes pueden cambiar el rostro de un país.
Los potenciales lectores deben optar por el abanico democrático de la inteligencia. Siempre recomiendo que acudan a una biblioteca (creo que para esto sirven estos reservorios de libros) y comiencen a hojear (y ojear) libros de historia, de geografía, de literatura y de cuanto conocimiento se les ponga enfrente. A la hora que un lector toma un libro y lo palpa y lo abre y mira las ilustraciones o lee dos o tres líneas de la novela o se asombra ante un verso, a esa hora la magia del libro ¡ocurre!
El lector debe enfrentarse a su propia experiencia vital: tocar y palpar los libros (o maravillarse ante los libros electrónicos).
¿Y por quién votarás, querida mía? Vos, gracias a Dios, no tenés mayor compromiso que el de aspirar a un país menos convulso. Vos tenés la posibilidad de soñar y advertir un país más luminoso. ¿Es posible, a través del voto, modificar la inercia violenta en que México está metido? ¿Es posible, a través de tu decisión, dar un rumbo más halagüeño a Chiapas?
Mientras exista la posibilidad de elección ¡existe la posibilidad del cambio! El país no camina en la senda correcta. Esto significa sólo una cosa: es necesario abrir nuevas sendas para cambiar el rumbo.
¿Qué me recomienda leer?, me preguntan. Y la pregunta suena como si me dijeran: “¿Por quién me recomienda votar?”.
Vos debés acercarte al abanico de posibilidades y pensar cuál es aquella que garantiza un México más digno, un Chiapas más luminoso.
¿Cuántos millones de jóvenes tienen en su mano la posibilidad?
Hay que hacer una lectura consciente y objetiva. No pensar en la opción que promete un cambio sino en aquélla que garantiza un mejor modo de vida.
Pd. A veces, Mariana mía, el mejor libro para cada lector no está a la vista, a veces está oculto en la parte más alta del librero. A veces, la mejor opción para el país tampoco está visible, permanece iluminada con la tenue llama de la esperanza.

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL POZO TIENE SU ESENCIA EN EL AGUA




Querida Mariana: este año será la primera vez que votarás. ¿Por quién votar? ¿Qué candidato garantiza el desarrollo sano de la sociedad? Y digo garantiza porque si escribo la palabra “promete” caigo en un error.
¿Cómo elegimos? Digo esto porque a veces me topo con personas que me paran en la calle y me piden que les recomiende un libro. Yo no puedo recomendar algo, querida mía, porque cada persona tiene intereses diferentes.
Creo que la elección de lectura tiene que ver con el proceso electoral. En la democracia es necesario que existan opciones para que los votantes puedan elegir, dependiendo de sus intereses muy personales. Hay gente que reduce su espectro porque pertenece a un partido político. Se supone (enroques ideológicos aparte) que quien simpatiza con un partido político no tiene más opción que votar por ese partido que resulta congruente con su ideología. Lo mismo sucede con quienes trabajan en el Estado y comprometen su plaza a la hora de votar.
Son las personas de a pie, el que trabaja en su taller mecánico o la que corta el cabello en una estética, quienes tienen la real posibilidad de elegir. Ellos son los verdaderamente libres y quienes pueden cambiar el rostro de un país.
Los potenciales lectores deben optar por el abanico democrático de la inteligencia. Siempre recomiendo que acudan a una biblioteca (creo que para esto sirven estos reservorios de libros) y comiencen a hojear (y ojear) libros de historia, de geografía, de literatura y de cuanto conocimiento se les ponga enfrente. A la hora que un lector toma un libro y lo palpa y lo abre y mira las ilustraciones o lee dos o tres líneas de la novela o se asombra ante un verso, a esa hora la magia del libro ¡ocurre!
El lector debe enfrentarse a su propia experiencia vital: tocar y palpar los libros (o maravillarse ante los libros electrónicos).
¿Y por quién votarás, querida mía? Vos, gracias a Dios, no tenés mayor compromiso que el de aspirar a un país menos convulso. Vos tenés la posibilidad de soñar y advertir un país más luminoso. ¿Es posible, a través del voto, modificar la inercia violenta en que México está metido? ¿Es posible, a través de tu decisión, dar un rumbo más halagüeño a Chiapas?
Mientras exista la posibilidad de elección ¡existe la posibilidad del cambio! El país no camina en la senda correcta. Esto significa sólo una cosa: es necesario abrir nuevas sendas para cambiar el rumbo.
¿Qué me recomienda leer?, me preguntan. Y la pregunta suena como si me dijeran: “¿Por quién me recomienda votar?”.
Vos debés acercarte al abanico de posibilidades y pensar cuál es la aquella que garantiza un México más digno, un Chiapas más luminoso.
¿Cuántos millones de jóvenes tienen en su mano la posibilidad?
Hay que hacer una lectura consciente y objetiva. No pensar en la opción que promete un cambio sino en aquélla que garantiza un mejor modo de vida.
Pd. A veces, Mariana mía, el mejor libro para cada lector no está a la vista, a veces está oculto en la parte más alta del librero. A veces, la mejor opción para el país tampoco está visible, sino permanece iluminada con la tenue llama de la esperanza.