sábado, 11 de mayo de 2013
CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS DEFECTOS SON COMO UN ÁRBOL
Querida Mariana: mi tía Eulogia siempre dijo que su esposo era el hombre con más defectos del mundo. A mí siempre me sorprendió tal afirmación. El tío era apocado (un defecto), pero no pasaba de ahí. No tenía vicio alguno, era chambeador a morir, ahorrativo, amoroso y responsable con sus hijos, generoso con sus semejantes y no se le conoció algún amorío. Casi casi puedo asegurar que, haciendo a un lado el apocamiento, no tenía defecto alguno.
Hay cosas en el mundo que me sorprenden en su rotundez, sentencias que parecieran cerrar todas las puertas del discernimiento. El tío Pedro siempre asegura que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo. ¡Adió! Esto es una exageración, sacada quién sabe de dónde. ¿Cómo lo puede asegurar? ¿No hubo otro oficio antes? De igual manera creo que la afirmación de la tía era un exceso. El tío era un alma de Dios. Incluso, mi afirmación en el sentido que ser apocado es un defecto también es exageradita. El tío siempre usaba colores oscuros en su vestimenta, llevaba las manos en las bolsas del pantalón y caminaba con parsimonia. Antes de ir a su peluquería pasaba a la casa a tomar una taza de café. Entraba y, sin decir algo, tomaba el pocillo con ambas manos y disfrutaba el café caliente. Lo más que se atrevía a decir era un “¡ah!”, cada vez que tomaba un sorbo del café calientito. Dejaba la taza vacía sobre la mesa y salía de casa, sin despedirse, como metido en sus pensamientos, que nadie sabía cuáles eran. El tío fue de esas personas que son ignoradas a la hora que entran a un restaurante y deben pasar varios minutos hasta que un mesero, con pocas ganas, les tiende la carta. No obstante, hoy puedo decir que tenía una luz especial. Nunca lo vi en un estadio de futbol o en una cantina. Siempre estaba atendiendo las dos pasiones que lo mantenían vivo: su trabajo de peluquero y la colección de sellos postales. Cuando lo conocí ya tenía problemas de visión, así que para su segunda pasión usaba una lupa tan grande como un plato y tan pesada como la caricia de un hipopótamo. Si algún record del mundo podría haber alcanzado no sería el que pregonaba la tía, del hombre con más defectos, sino el de “el peluquero más callado del mundo”. ¿En dónde se ha visto un peluquero casi mudo?
Conmigo sólo habló una vez. Porque un rasgo de su apocamiento era su incapacidad de comunicación, por esto nunca se le vio con amigos. Vos sabés que uno de mis defectos (sic) es la poca memoria que poseo, así que lo único que recuerdo de aquella conversación fue que él me señaló el asiento al lado suyo (él miraba unos sellos postales japoneses) y luego dijo: “todo pasa”. Eso fue todo. Esto es todo lo que recuerdo y no recuerdo que haya dicho algo más. Sí, recuerdo, en cambio que me pasé varios minutos a su lado, tal vez quince o veinte, y no habló más. Esas dos palabras las grabé de tal modo que la tarde de su entierro, a la hora que me despedí de la tía, quien lloraba como llave de agua sin agua, la abracé y le dije: “todo pasa”. Desde entonces, a cada rato invoco la memoria de mi tío pues ante cualquier suceso digo “todo pasa”. Y por esto digo que, tal vez, el apocamiento de mi tío no era un defecto, al contrario, ahora lo veo como rasgo supremo de virtud. Los locuaces y llenos de vida ¡hablan mucho! (tal vez esto sea más defecto). Al tío “apocado” le bastaron dos palabras para hacerme su legado permanente. En cambio, he tenido tíos hablantines de los que ya no recuerdo ni cómo se llamaban.
La Paty siempre me dice: “No te fijas en la colota tan grande que te pisas”, un poco para decirme que estoy lleno de defectos. Bueno, quien esté libre de defectos que tire la primera virtud.
Ahora que escribo, ahora que son las cinco con dos minutos, de la mañana; ahora que sólo la música de Barry White me acompaña, creo que los defectos también son grandes virtudes y viceversa. Por ejemplo, se dice que los comitecos somos bien chismosos y bromistas, esto, algunos, lo consideran como los grandes defectos de nuestro pueblo. Bueno, digo yo, ¿qué pueblo no es chismoso? ¿Qué pueblo no es bromista? ¿No pueden ser nuestras grandes virtudes? ¿De dónde (pregunto) las historias de Rosario Castellanos, de Omar Ruiz y de Óscar Bonifaz? ¿No algo viene de esos defectos virtuosos de nuestro pueblo? Todo lo que aparece en las novelas y cuentos es un poco rama de ese árbol que se llama chisme y broma. Si sigo parafraseando puedo decir: que tire el primer silencio solemne el que esté libre de chismes y bromas (creo que el tío sería el único libre de estas piedras. Nunca lo vi reír). Todos, en mayor o menor medida, andamos metidos en el ajo y nos encanta regodearnos en él. Sinónimo de chisme es el rumor o la murmuración y, para bien o para mal, nuestro barco diario se mueve en las aguas del rumor, que, involuntariamente, da paso a la broma. A mí (lo juro) me ha tocado ver cómo morían tres personas que seguían vivas. Una mañana fui a la tienda de estambres que mi mamá tenía en el Pasaje Morales y oí que una señora decía: “¿Saben que murió don fulano de tal”?, mi mamá y otras dos señoras pusieron cara de ventana sin cristales. Dos segundos después, antes de que llegaran las demás preguntas, don fulano de tal pasó, bien orondo, caminando por el pasaje. A mi mamá y demás acompañantes no les quedó más que echar la carcajada como gorgoteo de guajolote. Las otras dos ocasiones han sucedido a través del teléfono. Una tarde el teléfono de casa sonó, mi Paty contestó. La voz del otro lado dijo: “Fulanito se murió”. Paty me dio la infausta noticia y procedió a marcar el número de otro amigo para ver en dónde iba a ser el velorio. ¿Cuál velorio?, dijo el otro. ¡Mentira! El fulano sigue vivito y coleando. Paty, entonces, dio gracias a Dios. ¿De dónde sale el rumor? ¿De dónde el infundio? ¡Adió!, no me preguntés, yo ¡qué voy a saber! Ya luego, en las fiestas, cuando se recuerda el hecho, el “muertito”, junto con los demás, se “mata” de la risa.
La literatura, que es el espejo más bello de la vida, está plagada de historias donde el rumor y la broma encuentran sus territorios naturales. De esto estamos hechos los hombres y mujeres: ¡de defectos y virtudes!
Siempre he estado a punto de preguntarle a mi tía Eulogia si ella leyó, en algún momento de su vida, el cuento de Gabriel García Márquez que se llama: “El hombre con más defectos del mundo”. El cuento cuenta la historia de un hombre que vivía en un pueblo pequeño, con calles polvosas, llenas de framboyanes, y que tenía tantos defectos (el hombre, no el pueblo) que fue de casa en casa solicitando firmas para ser propuesto como el hombre más “defectuoso” del mundo. El director de la escuela primaria le explicó que el término no era correcto, pero el hombre insistía en decir que si tenía todos los defectos a que pudiera “aspirar” un hombre era ¡un hombre defectuoso! El hombre, que se llamaba Leónidas del Puente y de la Torre, se enorgullecía de todos y cada uno de sus defectos. Era mentiroso, ladrón, embustero, lujurioso, sátrapa, desleal, enojón, perezoso, comía con las manos todas sucias y no cerraba la boca a la hora de masticar, era como un cerdo. Si a esto agregamos que era tan gordo como un hipopótamo, veremos que, en efecto, se había esmerado en poseer todos los vicios y defectos existentes. Cuando terminó de hacer acopio de todas las firmas, la dueña de la tienda de la esquina le dijo que sólo le faltaba una firma, la de don Eurípides, que era el viejo ermitaño que vivía en una cueva, en lo alto de la montaña. ¡Cómo!, dijo el defectuoso, si don Eurípides no sabe leer ni escribir. La mujer le dijo que no importaba, bien podía colocar su huella digital y le prestó un cojín entintado. El defectuoso caminó con rumbo a la cueva y dos o tres metros antes de la entrada, se puso las manos como bocina y dijo: “¿Hay alguien en casa?”. Un viejo con el cabello blanco, que le llegaba hasta mitad de la espalda, se asomó y dijo: “Yo soy alguien. ¿Qué quieres?”. El hombre se acercó y dijo que se llamaba El Defectuoso y explicó su cometido. El viejo rió, se puso las manos en el estómago, en intento de calmar el ataque de risa. “¡Ja! Qué estúpido. ¿Tú dices ser el hombre con más defectos en el mundo?”, entonces dejó de reír y puso una cara como de corteza de árbol. “¡Qué estúpido! Estás frente al hombre que tiene el primer lugar mundial. Ven, ven, estúpido, te demostraré que soy tu padre, ven, ven”, y lo cogió de la camisa y lo llevó hasta la punta del cerro. “Mira. ¿Qué ves?” El defectuoso vio el valle y dijo: “veo el valle”. “Sí”, dijo el viejo y le pasó el brazo sobre el hombro. “Es el valle sin nombre”. ¿Así se llama? “Así se llamaba, a partir del día de hoy se llama El Valle del Defectuoso” y movió su brazo, como si fuese un émbolo, y empujó al hombre que, como piedra, rodó y rodó hasta el fondo. Los huesos del defectuoso quedaron como popote masticado, por niño de ocho años. “¿Ves? -dijo el viejo como si le hablara al montón de huesos fragmentados- soy tu padre, tengo más defectos que tú”, y regresó a su cueva.
Posdata: el cuento de Gabriel García Márquez explica, al final, que, en efecto, el viejo ermitaño vivía en lo alto de la montaña porque asesinó a su esposa y dos hijos años antes. Parece que al defectuoso le faltaba ese defecto.
No creo en la rotundez de las sentencias, del mismo modo que no creo que exista un hombre que reúna todos los defectos del mundo o tampoco un hombre que aglutine todas las virtudes. Ambos hombres (o mujeres) serían seres malévolos. ¡Sí, ambos! Sería una piedra filosa toparse con un hombre ciento por ciento virtuoso (¡Dios mío, sería tanto como toparse con un ángel intocado en la tierra, y esto, querida mía, niña de mi corazón, es imposible! Los ángeles también deben tener alguna mancha para que sean creíbles en sus propios cielos).
Ahora que he recordado al tío sí puedo ver que su defecto no era el apocamiento, sino su exagerada propensión al silencio. No es bueno que el hombre sea tan callado. Una virtud teologal es no exagerar y él exageraba, por eso, ahora digo, que eso era como un defecto. Un defecto enorme, enormísimo. El otro día hablé con uno de sus hijos y cuando le pregunté qué recordaba de su padre, él, tomando un trago de ron, haciendo una cara a la hora que el licor raspaba su garganta, dijo que no recordaba nada de él. ¿Qué -agregó- podría recordar de un hombre que salía y llegaba a la casa sin decir algo? Mi viejo -dijo y vi los ojos de mi primo llenarse de agua- era como un canario sin voz, siempre estuvo como encerrado en una jaula, como si la vida fuese cruel con él, como si, ¡chingados!, tuviera atravesado un muro en su garganta. ¿Cómo, cabrón, quieres que yo tenga un recuerdo de él? ¿A poco uno se acuerda de los pozos sin agua?
Marianita de mi corazón, quise decirle a mi primo Elías que yo sí recordaba algo de su papá; quise decirle que a mí, sobrino en segundo grado, me había hecho un legado; que a mí, me había dejado algo como una piedrita de luz; que me había injertado dos palabras. Sólo dos. Pero no lo hice, Marianita de aire, porque pensé que se pondría celoso y entonces la veneración a su padre sería como un murete de viento, como un hato de cabellos sin luz. ¿Ser callado es una virtud o un defecto?
Igual que mi tío, confieso -lo sabés- soy apocado. ¿Esto es un defecto? ¿Puedo convertirlo en una virtud? Te quiero, no lo olvidés jamás, te quiero. Son las dos palabras que injerto en tu corazón. ¡Te quiero!