sábado, 25 de mayo de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO TODO ES UNA REPETICIÓN.

Querida Mariana: los enamorados se dicen “te quiero” mil veces, mil veces te quiero. Ella o él exigen, de frente o en el teléfono, que el otro o la otra lo digan a cada rato. A veces acompaño a alguna muchacha bonita que responde una llamada telefónica. “Sí, yo también”, dice casi al final de la llamada, pero luego de una pausa escucho que dice: “Sí, te quiero”. Nada digo, pero sé que el otro (o la otra) exigió que lo dijera. La muchacha bonita siente pena decirlo en público, pero, bueno, ante la exigencia del amado (o de la amada) no le queda más que ceder. A final de cuentas, el juego de los amados se concreta en ceder. Cuando uno de los dos deja de ceder ¡todo se tuerce!
La repetición, parece ser, es esencial en la vida. Luis Felipe Martínez, talentoso músico, dijo una vez que todo éxito reside en “el ensayo”; es decir, en la constante repetición. Por esto, los amados “necesitan” decirse a cada rato que se quieren, que se aman. Mientras lo dicen, el amor es como brasa de fogón. Vos y yo hemos visto a los muchachos enamorados. Debajo de un framboyán lleno de flores -pétalo de fuego-, se toman de las manos, ponen los ojos como pepa de chayote a medio salir, y se dicen te quiero, te quiero mucho. “¿Cuánto me querés?”, dice ella. “Mucho”. “¿De acá hasta dónde?”. “Hasta el infinito, de ida y vuelta”. “¿Tan poquito?”. ¡Pucha!, así son ustedes las mujeres, no les alcanza el infinito. ¿De ida y vuelta? Quieren más, siempre más. Quienes llevan más de veinte años de casados ya no están con esas “cursilerías” (dice él). Ya no se ven a los ojos, ya no están todo el día de manita sudada, ya no se dicen “te quiero”, por esto sus brasas son como piedras de la Era del Hielo. Dejaron de decírselo, dejaron de ser fuego. Elena Poniatowska (quien acaba de cumplir 81 años) dice en uno de sus cuentos (“El recado”): Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas, en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…”
La repetición hace que nuestro cerebro se convierta en un trapiche. La mula que da vueltas y vueltas logra sacar el jugo que se injerta en la conciencia. ¡Estamos hechos de repeticiones! El Maestro Cuauhtémoc Alcázar me explica que los músculos tienen “memoria”. Ante tanta repetición en el gimnasio, el músculo aprende, el corazón aprende a decir “te quiero”.
Los comitecos estamos hechos de repeticiones. Y éstas pasan de generación a generación. La única fórmula para vencer el olvido ¡es la repetición! A veces, cuando me reúno con amigos, alguien pregunta: “¿Van a ir al rancho?” y otro, cualquiera, dice, en automático: “¡Como dijo el padre Naty!”. No hay necesidad de decir más. Medio mundo sabe qué cosa dijo el padre Naty. Lo hemos repetido tantas veces que ya forma parte de nuestro ser. Yo no conocí al padre Naty. El otro día que vos y yo fuimos a La Trinitaria y entramos al Museo donde están las fotografías de los personajes importantes de ese pueblo vimos una foto del padre Naty; pero sí sé qué cosa dijo el padre Naty, porque desde siempre, en las fiestas, en las reuniones de amigos y en la calle, he escuchado la famosa frase del padre.
Pero no sólo estamos hechos de repeticiones locales. Mucho de nuestro carácter se ha fundido con lo que nos endilga, a todas horas, la televisión. Algún día tendremos que sentarnos en la mesa de un café (puede ser en el 500 noches) para hablar acerca de Chespirito. Tal vez, sólo digo que tal vez, es el personaje televisivo que más frases nos ha injertado. No sé si esto sea bueno o sea malo. A final de cuentas, también los versos repetidos forman parte intrínseca de nuestro ser y no sé si sea bueno que todo mundo sepa cómo sigue el verso Nerudiano de “Puedo escribir los versos…” o el de Sor Juana Inés de la Cruz que a cada rato mencionamos: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin…” (no, no, no es “sin calzón”, como decía tío Armandito, es “sin razón”). Ahora que el país no anda muy bien, medio mundo pregunta: “Y ahora, ¿quién podrá defendernos?”. ¡Todo mundo sabe la respuesta! Somos (perdón, mi niña) como los perritos de Pavlov y reaccionamos en automático.
La publicidad, lo sabés, funciona precisamente con un mecanismo semejante. En los partidos de fútbol, a cada instante nos endilgan mensajes subliminales que, mediante el proceso de la repetición, van entrando a nuestra mente, como cuchillo en mantequilla (y si digo esta frase sobadísima y común de “como cuchillo en mantequilla”, es porque la he oído cientos de veces).
La repetición funciona a la perfección. Bueno, bueno, ni tanto. Una vez presencié cómo la repetición puede causar tragedias. Pepe, mi compañero de quinto de primaria, llegó hasta donde estaba Armando (que le decían Armando broncas) y le mentó la madre. “A que no me repetís eso”, dijo Armando. El bueno de Pepe se sintió muy machito y repitió la mentada. ¡Ay, Marianita, no te cuento cómo quedó mi amigo!
Nuestros movimientos se vuelven mecánicos cuando repetimos una y otra vez dicho acto. Ahora que escribo en la computadora lo hago con gran pericia. Vos sabés que escribo rápido. Lo hago así porque el acto de escribir lo hago cientos de veces durante el mes.
En el noticiario que dirigía Jacobo Zabludowsky, casi al final, aparecía un comediante que hacía una parodia de Ignacio López Tarso. Cuando terminaba su participación, que era un corrido, Jacobo decía: “Buena rima, Tacho, buena rima”. Esta frase repetida se insertó en el imaginario colectivo y cuando algunos aspirantes a poetas se aventaban sus versos alguien podía parafrasear diciendo: “Mala rima, Tacho, mala rima”.
Los personajes de televisión saben que una frase repetida mil veces hace famoso a quien la dice. Ahora, el payaso Brozo, a cada rato, avienta esa de ¡Órale!, y esta palabra lo identifica.
En Comitán (no sé en otros pueblos) repetir se emplea como sinónimo de eructo. Por esto, nuestras mamás siempre decían que “repetir” era señal de mala educación. Era muy mal visto que alguien, sentado ante una mesa, después de comer un buen cocido, ¡repitiera! “No repitas”, decía mi mamá. Mi primo Pedro, quien vivía en la ciudad de México, y de vez en vez venía de visita a casa, se sorprendía y preguntaba “¿Yo tampoco puedo repetir, tía?” y extendía su plato en intento de que mi mamá le sirviera otra porción. Un amigo me contó que en países árabes es buena costumbre “repetir” después de comer, quiere decir que uno quedó satisfecho.
Mencioné que Chespirito ha modelado buena parte de nuestro léxico. Sus personajes, siempre, hacen uso de la repetición. “Es que no me tienes paciencia”, dice el Chavo. “Si serás, si serás”, dice don Ramón. Y, ya instalados en la línea del colmo, sabemos que el “pi, pi, pi, pi, pi, pi” es el llanto de El Chavo. Sólo los espíritus exquisitos, aquéllos que jamás prenden el televisor, están vacunados contra este virus.
¿Lo anterior es bueno o es malo? No sé. No soy sociólogo, ni sicólogo. Lo que hago es contarte cómo la repetición logra insertar una personalidad en el imaginario colectivo. En los años sesenta hubo un famoso cantante, Pedro Vargas, que al terminar su canción decía: “muy agradecido, muy agradecido”. Los compas de mi generación (y más cascaritas) lo identifican de inmediato. ¿Vos sabés quién decía? “No lo sé, no lo sé, puede ser, puede ser”. Sí, atinaste. Era Capulina, comediante famoso del cine y de la televisión mexicanos.
No me hagás caso, pero parece que esto de la repetición habla de lo elementales que somos los seres humanos. A veces, las muchachas bonitas exigentes, se cansan de escuchar una y otra vez el “te quiero” de sus amados. ¿Qué no es posible que lo digan de otra manera? Las letras de las canciones de ahora son elementales. El vocabulario es reducidísimo, siempre dicen las mismas cosas. Los amantes de la poesía reconocen en ella la más alta nube de la comunicación. Toda poesía renueva el lenguaje, descubre nuevos cielos. Por esto, los Nerudas y los Sabines estarán siempre muy por encima de los Juan Gabrieles y de los Ricardo Arjonas. Pablito Neruda, por ejemplo, en su poema diez dice: “A veces como una moneda se encendía un pedazo de sol entre mis manos…”, mientras don Ricardito Arjona dice: “después de echarme un chapuzón entre tus labios”. Yo sé que vos, bonita, linda, reconocés la diferencia. ¡El mundo de diferencia! Y hay compas que en la radio llaman a Arjona ¡poeta! No mameyes en tiempo de mangos.
Si repetimos es porque se nos agota la imaginación. “Dígame licenciado. ¡Licenciado! Gracias, muchas gracias. No hay de queso nomás de papa”. Parece que nuestra imaginación se reduce a la papa. Nos hemos olvidado del queso, hemos olvidado que hay cientos y cientos de variedades de quesos, que es como decir que hay mil modos de decir te quiero. Los poetas (benditos sean) logran decir te quiero de otros modos. Por esto, fusilándome a Sabines, puedo decir que vos, niña de mi vida, sos “la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy”. Si, niña querida, hay amantes que le dicen a su amada que ella es como su manantial, como su pétalo más tierno, y las niñas se emocionan, tanto como si estuviesen tocando luciérnagas a mitad de la noche. Esto, lo que hacen los poetas, es otro modo de decir te quiero, es otro modo de nombrar la piedra.

Posdata: y sin embargo, después de todo el rollo, los hombres, a la hora en que miramos a la amada, no nos sale más que un “te quiero”. Y ella, la amada, a la hora que escucha esto, no sabe decir más que: “¿Cuánto? ¿Hasta dónde me quieres?”. Somos elementales, mi niña. Después de todo, parece que la naturaleza también tiene sus fórmulas de repetición. Es cierto que cada amanecer es diferente. Desde que el universo nació cada amanecer ha sido único e irrepetible, pero, habrá que admitirlo, después de todo, un amanecer no es más que la salida del sol. Nunca (qué jodido) habrá algo diferente, algo que sea como el asombro de Dios. A mí me gustaría que una mañana, cualquiera, en lugar del sol redondo redondo apareciera un sol cuadrado, por ejemplo, o en lugar de un sol colorado apareciera un sol negro. ¿Imaginás un sol negro que generara una luz azul, azul como el color del vestido que usaste la otra tarde que fuimos al café bar 500 noches? Esto nunca será, porque (qué pena), la naturaleza también agota su reservorio imaginativo.
¿Y qué querés que yo haga? Soy elemental, soy simple, soy como una hoja seca a mitad del camino. Por esto, porque soy como soy y no aspiro a ser más, o ser otro, es que cuando te veo miro en tus ojos como un universo, pero no puedo decir más que un sencillo “te quiero”. Quisiera tener la capacidad de un Sabines (el poeta, el poeta), pero Dios me mandó a ser un simple viajero que no viaja, un simple hombre que, desde la orilla, mira cómo el mar juega con los barcos.
En la escuela nos enseñan a ser simples “repetidores”, por esto hay muchos alumnos que repiten año; por esto hay muchos alumnos que, a la pregunta de cuánto es dos más dos, no les queda más que repetir la respuesta que desde siempre se ha dado. ¿Alguien se atreve a cambiar paradigmas y decir cinco o seis? ¡Nadie! Nuestro mundo no está hecho para los hombres que se atreven a pensar de modo diferente. Todo tiene que ser como debe ser y no como quisiéramos que fuera. Disculpá, soy un simple que no encuentra otro modo de decir te quiero, más que con un simple ¡te quiero!