viernes, 3 de mayo de 2013



LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA CON UN POCO DE SAUDADE

La fotografía me la envió Israel, quien es de México y está en Portugal. ¿Cómo sobrevive un hombre que tiene nombre de país? Tuve una amiga que se llamaba Italia y, cuando jugaba en su territorio, me encantaba regodearme en Palermo, porque sabía que todos los caminos conducían a Roma.
Por las sombras puedo decir que son casi las doce del día. Israel está sentado en un extremo de la mesa que se aprecia en primer plano. ¿Por qué ninguna bebida? ¿Por qué tan pulcra la mesa? ¡Ni un cenicero, ni un servilletero, ni una portuguesa ofreciendo un té! Imagino que Israel es quien tomó la foto, cubierto con el parasol que permite ver la calle con amplitud. ¡Qué calle tan amplia, tan armoniosa! Al fondo se aprecia un arco. Un arco delimitado por una serie de edificios armoniosos, como hechos con una perspectiva Renacentista. De los balcones cuelgan tapetes que son como banderas. Un poco para decirle a Israel que en cualquier parte del mundo hay fronteras y límites. Pero, ahora, en este instante, Israel es un país lleno de nubes, sin límites.
La silla del frente está vacía. ¿Espera a alguien? Llama mi atención que los caminantes más cercanos se alejan. Ninguno de los tres paseantes camina en dirección a Israel. Ellos caminan hacia el arco. Caminan en un andador generoso. ¡Ah, qué diferencia con la tierra que, por lo regular, abona los pasos de Israel! Acá se ve un hombre con playera blanca y gorro de marino. ¡Claro, la fotografía corresponde a Lisboa! ¡La Lisboa de Pessoa! Lisboa, dicen los que saben, es una ciudad que siempre está naciendo después de las tres de la tarde, su rostro tiene un sabor a puesta de sol, a preludio de marea. ¡Ah, cómo marea el mar a quienes no están acostumbrados a izar la vela más ancha en la verga más oronda!
Israel sabe que hay escritores que mueren en lugares muy distantes. Pessoa nació y murió en esta ciudad. Esta ciudad acumuló sus primeros y sus últimos pasos. Por esto, Israel, ahora, sentado frente a una mesa, frente a un andador, frente a un arco, ve cómo la tarde comienza a renacer en la flor de su mano. “A veces, y el sueño es triste…”, dice Pessoa. Sí, a veces, la vida es triste, tiene un rostro sin ventanas. A veces, la vida se arracima después de las tres de la tarde, por esto, el marino camina con rumbo al mar. Porque en el mar está el cordel y el lastre.
Los negocios que están en las plantas bajas de estos edificios parecieran cerrados. Pero no es así, ¡están abiertos!, sólo que tienen un aroma de saudade. Todo, el cielo mismo de esta ciudad, está lleno de saudade. Por esto, nadie corre, nadie se atropella. Los andarines caminan como si nada tuviese urgencia. Israel, con su cámara, tampoco tiene prisa. Él espera. En algún instante se parará y caminará al lado del marino (a la hora que el marino ya no estará ahí); caminará al lado de la pareja que lleva bicicletas y se sentirá raro, porque en México no estamos acostumbrados a esta armonía, a este cielo sin smog, a este dejarse ir sin prisa.
La mujer que camina en el centro mismo de la fotografía, en el centro mismo del andador, en el centro mismo del cielo, pareciera, muy decidida, encaminarse hacia donde Israel está, pero sé (lo sé) que dos metros antes se detendrá y quedará petrificada como si fuese una estatua de sal, porque, en ciudades que son brazos de mar, todo tiene el prodigio de quedar en suspenso. Porque, si se ve bien, esta fotografía está en suspenso. Todo mundo se quedó quieto cuando el dedo de Israel dio la orden. ¡Que nadie se mueva!, fue el ordenamiento. Y todo quedó en suspenso. El mismo aire de Lisboa se detuvo ante el deseo de Israel. Todo fue para pepenar algo como el canto de un fado. El mismo sol se detuvo y sólo dejó constancia de su paso en la sombra discreta que los caminantes poseen.
Pocos caminan en las banquetas, la mayoría lo hace en la calle. ¿A dónde los autos? ¿Adónde los barcos? Los barcos están en el mar y los autos también. Acá, todo es tierra a la vista, lugar exclusivo para hombres y mujeres que saben vivir. Por esto, Israel se detuvo y no hizo más que ver esos balcones. Balcones y calles que Pessoa vio. “A veces, y el sueño es triste…”. A veces.
Tuve una amiga que se llamaba Italia. Cuando jugaba en sus mares ¡un sol me calentaba! Era un sol tibio, un sol lento.