sábado, 22 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO EL TREN ES MÁS LENTO QUE EL SONIDO

Querida Mariana: el ejemplo era muy sencillo. Cuando llovía, mi papá me llevaba al corredor del patio, me enseñaba el rayo que cruzaba el cielo y luego, con el dedo junto a su oído, me alertaba y decía que escuchara. Segundos después el cielo se cimbraba con el trueno. Luego, él me explicaba que la velocidad de la luz era mucho más rápida que la del sonido. Yo recordaba siempre la fábula donde corren la tortuga y la liebre y pensaba que la luz era la liebre y el sonido la tortuga. Pero, luego, pensaba que la tortuga (¡lista!) había vencido a la liebre güevona. ¿Podría esto suceder con el rayo y el trueno? ¿Podría el trueno superar al rayo? Me respondía que no. ¡Imposible! Las leyes físicas son inmutables. El amor de mi papá hacia mí fue como ley física: inmutable. Y esto fue una bendición, porque los hombres cambian a cada rato. Vos lo sabés, los hombres cambian de parecer con la velocidad de la luz. He visto muchas parejas que se juran amor eterno, todo para que a la vuelta de la esquina cambien. El amor parece seguir ese apotegma de que “nada es permanente, todo es mutable”. Hoy me querés, ¿mañana? No, no, nada digás. ¡Así es la vida!
La velocidad de la luz y la velocidad del sonido son esencias que están muy por encima de mis capacidades de entendimiento. ¿Recordás el Concorde, ese avión maravilloso que un día lo sacaron de los cielos, no sé bien a bien porqué? Entiendo que esta maravilla hecha por el hombre volaba a mayor velocidad del sonido. ¡Pucha, qué emoción! Vos sabés que siempre soñé con viajar a París; bueno, cuando soñaba soñaba con hacer el viaje en el Concorde. Cuando al Concorde lo mandaron “a volar”, hice lo mismo con mi sueño. ¿París? Mejor caminaría por las calles de este maravilloso pueblo que, si bien no tiene algún Louvre o un río Sena o unos Campos Elíseos, posee el prodigio de la humildad. Sólo a gente de estas tierras se le pudo ocurrir hacer bellas construcciones con algo tan delicado y sencillo como el tejamanil. ¡Dios mío, qué prodigio! La misma emoción me produce ver un trozo de tejamanil que imaginar un avión volando más rápido que el sonido (¡por favor, que algún físico me explique si algo que vuela más rápido que el sonido extravía su propio sonido!). El otro día fui a Las Margaritas y, en una esquina, descubrí una casa con “plafón” de tejamanil. Nunca había visto un “cielo” semejante. Ahora que tan acostumbrados estamos a las losas de cemento, añoro los entrepisos con vigas de madera, los tabancos donde jugué de niño en casa de mis amigos. Esa casa de Las Margaritas debe preservarse. Es maravilloso ver cómo ese desván está hecho con láminas delgadísimas de madera. Soy un hombre poco práctico, no puedo imaginar cómo los carpinteros o los hombres de los aserraderos logran esa casi transparencia. Me asombra el ingenio de los hombres de estas regiones, pero luego dudo, dudo que el tejamanil sea un invento de por acá. El carácter de estas tierras es rotundo, no se nos da lo liviano. Basta ver algunos muebles para saber que acá, mientras más gruesa la tabla, más seguro el mueble. No existe el minimalismo en nuestras líneas y, sin embargo, por ahí se coló ese encanto llamado tejamanil. A veces pienso que algún oriental llegó a estas tierras y nos enseñó a realizar esas transparencias que tanta semejanza tiene con los materiales que en Japón emplean. No hay, de veras mi niña, no hay elemento constructivo más delicado que el tejamanil. Es una pena que ahora ya no se emplee. Abandonamos lo grácil y pepenamos los métodos constructivos obesos.
Abandoné el sueño Parisino y ahora estoy dedicado a embarrar mi emoción con cada ladrillo comiteco. ¡Hay tanto qué desentrañar en el propio pueblo! No alcanza la vida para descubrir cada flor que existe en los patios de las casas. El pueblo ha crecido mucho. El otro día subí al Mirador (donde antes estaba la estatua de tío Belis); desde ahí se contempla cómo el destino ha ido tendiendo una red inmensa de calles y callejones.
¿Cuál es la velocidad que me es cercana? La velocidad con que camino (casi casi como de carreta en camino de terracería). Si amo este pueblo es por su posibilidad de caminar con armonía. En las grandes ciudades el ritmo es otro. En las grandes ciudades todo mundo mete tercera en las banquetas, la gente pasa a golpearte. Tienen prisa por llegar a la escuela, al mercado, a la cita de trabajo. ¡Uf! Acá (bendición Divina) aún es posible caminar sin apremio.
Muchos dicen que el tiempo ya no alcanza. Es cierto. No tenemos la liga de antaño, que estiraba mucho sin romperse. Antes, el tiempo daba para todo y para más. Ahora ya no. Sin embargo, comparado con las grandes ciudades, el tiempo comiteco aún resbala con la misma tranquilidad con que los niños juegan en el parque. Esto lo advierto en muchas fotografías que exponen los artistas comitecos. El buen fotógrafo logra transmitir la calma de este maravilloso pueblo. En muchas fotografías del paisaje urbano comiteco vemos que la gente camina sin prisa, el viento que se enreda en los árboles lo hace casi casi con elegancia. En muchas fotografías aparecen esos pajaritos que llamamos chinitas, toman agua y recogen alpiste como si lo hicieran en movimiento de ballet. La gente que viene de otras latitudes, acostumbrada al vértigo, disfruta el encanto de la placidez. A veces se desesperan porque no saben qué hacer, el día se les extiende como si fuese una ensarta interminable de chorizos. ¡Ah, qué bobos!, dice la tía Pilita. No, no, tía, le explico, no son bobos, no están acostumbrados a vivir estos aires. Pienso que debe ser difícil estar acostumbrado a vivir en el infierno y de pronto, por bendiciones del destino, llegar al Paraíso. Porque esto es nuestro pueblo: el Paraíso. A veces pienso que acá la física, por quién sabe qué designio divino, cae en un bache y la velocidad de la luz como que se ataruga. A veces pienso que la luz camina de modo diferente. Cuando a veces, vos y yo, vamos al parque de San Sebastián y leemos, miro que la luz de la tarde tarda en agotarse. Como que la luz, igual que nosotros, también anda fascinada con ese ritmo de gota que no se decide a desprenderse del pretil, después de la lluvia.
A veces insistimos en adoptar otras formas de ser. ¿Por qué no aceptamos que el espíritu comiteco tiene desván de tejamanil? Lo busco, de manera incesante, en recorridos por calles del pueblo y en fotografías añejas. Es un disfrute sentarse en el corredor de una casa comiteca y ver un álbum de fotografías.
Las fotos son como los vinos, las mejores son las que tienen más años de añejamiento. Como las fotos están hechas de luz caminan más rápido que las palabras. Mi mamá tiene un álbum de madera, con un dibujo pirograbado (se necesita cargador especial para llevarlo de la recámara a la sala). Es un álbum bellísimo, de quién sabe qué año. Basta abrirlo para hallar huellas de su paso por su tierra natal: Huixtla. En esas fotos encuentro a mi mamá de niña, de adolescente y de su vida antes de casarse con mi papá. La veo, como abanderada, a mitad de una calle de Huixtla. Ella, delgadísima (casi como rayo de luz), bellísima, es la abanderada que preside un desfile cívico. Era tan bella (lo sigue siendo) que el Presidente en turno llegaba a casa de mi abuela Esperanza, se sentaba en una silla de madera, en el corredor y, limpiándose la frente con un paliacate, aceptaba el agua de limón (helada), y le pedía a mi abuela que diera permiso a su hija para que abanderara el desfile. Así veo la fotografía donde está mi mamá, lindísima. Porta un quepí, blanco, con cintas doradas. Viste un uniforme de gala, la falda corta, coqueta. Mi madre es delgada, así que sus muslos son discretos. Pareciera que su belleza no corresponde al ideal de esos años donde las artistas más deseadas con como Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe. Pero sí posee el encanto de la mirada de Ingrid Bergman. Aunque ahora que lo pienso bien, creo que mi mamá tiene un encanto único, muy superior al de las artistas de esos tiempos. Mi mamá, tal vez, se adelantó a los tiempos. Era una modelo de estos tiempos, donde las líneas finas imperan en las pasarelas. Ahí están las fotos. En ese álbum me encuentro, porque esas son las raíces más certeras de mi vida.

Posdata: ya un día conté cómo me seduce la idea de la velocidad de la luz. Cuando abro un libro de ciencia y encuentro que el planeta fulano está a miles de años luz y el científico me explica que eso significa que cuando veo la luz de ese planeta significa que estoy viendo una imagen que se generó hace miles de años luz pienso que por ahí puede estar la clave para poder visualizar el pasado. Este tema es complejo, pero parece una posibilidad de futuro. El día que el hombre pueda viajar a velocidades superiores a la de la luz romperá esa barrera del presente y entrará a la puerta de la eternidad. Todo el tiempo será uno. Subiré (ojalá me acompañaras) a una nave, la banda transportadora me llevará hasta mi asiento, que, como gato, se acomodará a mi cuerpo, a fin de que yo esté cómodo; viajaré a una velocidad mayor a la luz. Conforme me aleje de la tierra, en esa misma “medida”, abandonaré el presente de la tierra. Así, cuando esté a una determinada distancia (ya programada), tocaré la pantalla que (en vivo) me dará una imagen de la tierra. Lo que veré estará a años luz, así pues lograré mirar (en vivo) lo que “está sucediendo” en Huixtla, en 1946, por ejemplo. Miraré esa calle llena de polvo y la gente a ambos lados de la calle esperando el desfile. Miraré, a mitad de la calle, a mi mamá, jovencísima, portando la bandera mexicana. Será apenas un punto, pero ese punto será un punto medular en el dibujo de mi ser.
Por esto, mientras llega el futuro, veo las fotografías que me acercan a ese instante. ¿Imaginás lo mismo con tu historia? Será como estar viendo películas en blanco y negro (pero a color) de todo lo vivido. Si alguien desea conocer (en vivo y a todo color) la vida antes de la vida ¡podrá hacerlo! Tendrá que viajar millones de años luz, pero esto no será mucho tiempo, porque las naves de ese tiempo poseerán la posibilidad de viajar a una velocidad que ni vos ni yo podemos imaginar.
¿Complejo? Complejísimo. Tan complejo que ahora mismo, tal vez, estás pensando que, después de dieciocho años volví a tomar trago y estoy borracho. No, mi niña bonita, no me metí tacha alguna; no, no fumé mariguana. Es sólo que como ha llovido mucho y el cielo comiteco se ha llenado de fulgores hijos de la tormenta, recordé que mi papá, cuando llovía, me llevaba al corredor del patio, me enseñaba el rayo que cruzaba el cielo y luego, con el dedo junto a su oído, me alertaba y decía que escuchara. Segundos después el cielo se cimbraba con el trueno. Luego, él me explicaba que la velocidad de la luz era mucho más rápida que la del sonido. Esto es un poco como decir que la luz de tu mirada llega antes que el sonido que sale de tus labios. Por esto sé que ahora me querés, tus ojos me lo dicen, pero un día (¡uf!) todo cambiará. Los seres humanos somos muy dados a cambiar. Los únicos cariños inmutables son los de los padres. Mi padre me quiso como a la niña de sus ojos y su amor sigue incólume; lo mismo puedo decir del amor de mi madre hacia mí. Por esto me gusta ver fotografías donde ellos aparecen. En algunas fotos los encuentro niños, adolescentes. En otras aparezco yo, en medio de ellos. Las primeras fotografías corresponden a un tiempo antes del mío. No obstante reconozco un vínculo más allá de las distancias. Esa posibilidad futura de vuelo que supera la velocidad de la luz la encuentro ahora dentro de mi imaginación. Puedo, sin ningún problema, imaginar que estoy parado en una banqueta de aquella calle de Huixtla y miro a mi mamá, con la bandera, en el centro de la calle, presidiendo el contingente del desfile. Sí, mi niña, me preparo para el futuro, para cuando lograré volar en naves que superarán la velocidad de la luz, que superarán la transparencia del tejamanil.