sábado, 8 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO HAY UN ESPÍRITU QUE SE LLAMA CONTRI

Querida Mariana: mi sobrina Pau baila danzas de Tahití. Siempre que la veo recuerdo al pintor Gauguin y sus pinturas. Cuando Pau era niña llegaba a casa, subía a una silla y declamaba cuatro versos de su invención: “Soy feliz en mi casita / en casita soy feliz /además de mi casita / yo contri soy muy feliz”, y hacía una reverencia. Todos aplaudíamos y ella reía. Nadie preguntaba el significado de esa palabra extraña. Se sabe que los niños inventan palabras, así que medio mundo daba por descontado que eso era un juego de la niña de cinco añitos. Yo siempre oí “con tri”, separado (ayer descubrí que así era en efecto), pero cuando mi prima me explicó que Pau tomó la palabra del inglés “country”, supuse, como medio mundo, que era pegado. Su “miss”, del Kínder Garden, había dicho a sus alumnos que “country” significa país y ella (niña maravillosa) preguntó qué significaba país y su “miss” dijo que era como el hogar. En la tarde, mientras tomaba un vaso de agua de chía, acostada en la hamaca que había en el corredor de la casa, ella escribió esos versos. Contri, deduje, significaba país, hogar. Por esto, cuando veía a mi sobrina, no sólo recordaba a Gauguin, sino también al Tri (la Selección de fútbol) y al grupo musical; y no sólo tenía recuerdos sino que pensaba en los espíritus “contri”; es decir, los espíritus que consideran a la patria como el hogar. Y esto de hogar tiene una gran significación. Quienes nacimos en los cincuenta, del Siglo pasado, crecimos oyendo poemas de Juan de Dios Peza. En las ceremonias de fin de cursos (las de la Matías de Córdova se efectuaban en el Cine Comitán) nunca faltaba la niña bonita, con vestido blanco y peinada con trenzas, que declamaba “Fusiles y muñecas”, poema que cuenta la historia de dos pequeños: mientras la niña arrulla muñecas, el niño juega con armas. El inicio del poema se volvió clásico: “Juan y Margot, dos ángeles hermanos / que embellecen mi hogar con sus cariños / se entretienen con juegos tan humanos / que parecen personas desde niños” (mi compa Enrique siempre vomitó estos versos. “¿Cómo -decía- un poeta se atreve a escribir “parecen personas desde niños”? ¿Qué, los niños no son personas?).
Los versos sencillos de mi sobrina (casi simples) me provocaban nostalgia, porque seguía oyendo la palabra como si estuviera separada en dos sílabas: con tri. A pesar de que -según la mamá- la había tomado del inglés, el concepto de patria estaba dicho de manera sencilla (casi simple), pero luminosa. Pensaba: si fuera niño y la maestra del jardín de niños me preguntara ¿qué es país?, yo diría: ¡con tri! Y no hablaba de echar matracazos en el Estadio Azteca para alentar a los Chicharos y a los de Nigris, ¡no! Tampoco se trataba de escuchar la voz de piedra enmohecida del Alex Lora. ¡No! Se trataba de estar con tri. Pau sabía lo que decía. Contri es la patria y la patria, según Jorge González Camarena, en la portada de los libros de texto gratuitos, era una hermosa mujer morena, de labios gruesos. Los niños estudiantes de los sesenta esperábamos con ansia, el día que el director de nuestra escuela nos repartía los libros para que, al día siguiente, los lleváramos forrados con papel lustre, amarillo. La patria, nos recuerda Jorge Ibargüengoitia, en su novela “Maten al león”, era, también, “una señorita, disfrazada de Patria, que lo corona de laurel”. Por ahí hay fotos en color sepia donde se ve cómo, en las fiestas patrias, una mujer bellísima, comiteca, representaba a la patria. La patria era una mujer, pero un día, Pau la convirtió en algo más sublime, algo como un concepto, como el universo que se guarda en el hogar. ¡Y qué bueno! Porque eso de que una mujer representara a la patria no era muy “higiénico”. Si alguien besaba a esa mujer ¡besaba a la patria! (bueno, eso estaba bien); si alguien enamoraba a la mujer ¡enamoraba a la patria! (bueno, eso tampoco estaba mal); pero si alguien, libidinoso, le agarraba las nalgas o las tetas a la mujer ¡ya no estaba tan bien, porque entonces la patria se miraba mal!
Los niños inventan palabras. Los viejos perdemos la capacidad. Sólo los escritores (quienes continúan abonando el espíritu de niño) siguen, hasta el infinito, inventando palabras. Vos me gustás porque, desde siempre, has sido una inventora de palabras. Tuve un afecto, hace tiempo, que era igual que vos, igual que Pau. A los pocos días de conocernos me dijo que ya tenía el nombre con el que me bautizaría. A mí me gustó la idea, pero le pregunté si era porque no le gustaba mi nombre. No -dijo-, no, te bautizaré con un nombre especial porque con ello diré que sos único. Pucha, ya imaginarás que yo me sentí como guajolote liberado en Día de Acción de Gracias. Cuando llegó el día del bautizo ella vistió con un traje de manta, con olor a manzanilla, se colocó una flor en el cabello e hizo un ritual maravilloso. Mi nombre lo obtuvo de seis conceptos (ella creía en la forma hexagonal, como la forma ideal del universo). Según ella, los seis conceptos elegidos serían como un mantra para mi vida. Ella deseaba que mi nombre fuera la síntesis de seis nubes transparentes para conformar mi cielo (sí, está de más decir que ella me admiraba y, por lo tanto, me quería. Recordá que el principio elemental del amor es la admiración hacia la otra persona). Ella tomó una letra de cada uno de los siguientes conceptos: libertad, belleza, honestidad, trabajo, inteligencia y amor. Ahora que lo escribí me acordé de Belisario Domínguez, quien llamó VATE a una de sus publicaciones porque tomó la inicial de Verdad, Alegría, Trabajo y Estoicismo (ya te conté que uno de mis alumnos de secundaria puso en un examen que VATE provenía de Verdad, Alegría, Trabajo y Erotismo. ¡Pucha, don Belis se hubiera infartado de saberlo!).
Y mi afecto no sólo inventó mi nombre sino que jugó conmigo, mil veces, a inventar palabras. Ella, como medio mundo, preguntaba cómo nacieron las palabras. ¿A quién -preguntaba- se le ocurrió nombrar cama a la cama, vino al vino y pan al pan? Pues sí, tenía razón. Si recomiendan llamar pan al pan y vino al vino deberíamos conocer porqué se llama pan el pan y vino el vino. Entonces mi afecto se rebelaba y decía que ella llamaría de otra manera a la cama y al vino y al pan. Entonces jugábamos. Al inicio (como todo principiante) jugamos sin “soltarnos”. Tomamos el diccionario e imitamos a don Belisario. Buscamos, por ejemplo, la definición de cama y leímos: “armazón de madera o de metal, destinada a que las personas se acuesten sobre ella”. Ella, sentada en el filo del colchón, eligió seis palabras y las escribió en una libretita: armazón, madera, metal, persona, acuesten, sobre, y, de manera prodigiosa, inventó una megapalabra: armamameperacueso. Yo reí, porque se me hizo un trabalenguas maravilloso. Pucha. Imaginé que mi mamá preguntaba: ¿a dónde vas, hijo?, y yo respondía: a acostarme en la armamameperacueso. Pucha, cuando terminara de decirlo ya estaría amaneciendo. Ahora fue ella quien rió, pero luego, se puso seria y me dijo que cama, a partir de ese instante, se llamaba “armamame” y sonreí. Dos segundos después comenzamos a jugar con esa palabra que era como un globo por su posibilidad de vuelo. Ella dijo: ¿te gusta jugar en la armamame?, y yo dije que sí. Jugamos mucho. Separamos la palabra en arma y en mame y reímos. Dijimos que en Comitán (no sé si en otras partes también, debe ser que sí) mucha gente, cuando va a dormir, dice que hará la meme, ¿mame? ¿Armar la mame? De ahí dijimos que el verbo dormir se llamaba mame. Y jugamos. Yo mame, significaba yo duermo; tú mames, significaba tú duermes; ella mame, ella duerme (mami mame = mami duerme). Éramos como niños. Ni me preguntés porqué ella dejó de ser mi afecto. No lo recuerdo. Un día, como todo en la vida, ella comenzó a distanciarse. La vi jugar con otros. Yo me ponía celoso y triste a la vez. La extrañaba, extrañaba sus juegos, pero, parece que ella había descubierto otros juegos más interesantes, juegos donde la armamame era el tablero para jugar “damos chinos”. Comenzó a juntarse con un hombre guapo y, vos sabés que cara bonita mata a palabrita. Un día insistí en hablar con ella. Casi con desgano me “permitió” hablar con ella por cinco minutos, me dijo que sería la última vez que lo haría. Ya no quería nada conmigo. ¿Qué no entendía?, dijo. ¡Ya no quiero nada contigo! Pucha, qué feo sonaban las palabras. Le dije que estaba bien, que entendía. Pero, por favor, solicitaba algo como la última voluntad que les es permitido a quienes morirán ahorcados o fusilados. Ella dijo que yo era un trágico. Sí, le dije, eso soy. Inventemos una última palabra, pedí. Ella hizo cara de fastidio, vio su reloj y dijo que ya habían pasado cuatro minutos. Hice silencio. Como perro miserable la vi y le dije que me regalara una última palabra. ¿Cómo se dice adiós?, pregunté. Ella volvió a ver su reloj y dijo: ¡cinco!, me puso la mano en el hombro, a manera de despedida, se levantó y caminó con rumbo al Teatro de la Ciudad. La vi subir a un carro blanco donde esperaba el hombre guapo, estacionado frente al negocio “La comiteca”. Él echó reversa, metió primera y dio vuelta con rumbo a Elektra, con rumbo a la subida de Guadalupe.

Posdata: ¿quién le puso Tahití a Tahití? ¿Quién fue el primer Gauguin de la tierra? ¿Quién el primer González, el primer Molinari?
Extrañé mucho a mi afecto. Me sentí solo. En el lapso de “duelo” escribí mi primera novelilla breve: “Dios también resuelve crucigramas”. El textillo, sin que esté por escrito, está dedicado a ella, a su capacidad de jugar con las palabras. Hace mucho tiempo que no sé de ella. Ahora vive en otra ciudad. La otra tarde la vi en el parque. Tal vez vino de vacaciones. Caminaba por donde está la escultura de Rosario Castellanos, de Luis Aguilar. No sé por qué, pero al verla algo en mi conciencia me demandó saber la hora. Metí la mano en la bolsa del pantalón, saqué mi celular y descubrí (sí, ya adivinaste) que eran las cinco, adiós.
Siempre le gustó el seis, el hexágono. Si cinco significa adiós, ¿qué podrá significar el seis?
Bendigo el instante en que Dios abrió la mano y soltó tu alpiste en mi jaula. Has sido una bendición para mi vida. A mis cincuenta y seis años de edad no he dejado un solo instante de jugar con las palabras. Ahora vos, como si fueras un maravilloso “Scrabble” llenás mi tiempo de árboles y nubes.
Los niños son juguetones e inventan palabras a toda hora. Ayer le hice una pregunta tonta a Pau, le pregunté por qué había usado la palabra contri en sus versos. Ah, dijo ella, porque no podía pronunciar bien “con ti”. ¿Qué? Sí, dijo, contri es con ti. Pero ¿y lo de country que me dijo tu mamá? Ay, no, eso es una bobera, dijo. Yo escribí los versitos pensando en mi papá: “Soy feliz en mi casita / en casita soy feliz / además de mi casita / yo contri soy feliz”. ¿Ves? Sí, dije, yo con ti, por decir yo contigo. ¡Claro!, dijo ella, y bailó tahitiano, frente a mí, en el patio de la casa. ¡Dios mío, contri, entonces, siempre fue separado: con tri! Yo tenía razón.
Así que no era patria. O bueno ¡sí! Porque el papá también es la patria. La patria no sólo puede ser una mujer. El papá también es el hogar. Por esto digo que cuando pienso en contri pienso en el Tri y pienso en los mercados y en los estadios de fútbol llenos de gente y pienso en los cohetes, la marimba, las romerías y el traguito. Pienso en la patria. Pau nunca lo supo (ni lo sabrá) pero inventó una palabra maravillosa. Casi casi como si fuese Sabines que (según él) inventó Tarumba. Contri es la mujer, el agua, el aire, la tarde en el parque, mi afecto desterrado, vos, el sol, el parque lleno de muchachos, la música. Contri, también, ya lo sé bien, es el cinco; es decir, la línea oscura que pinta el adiós (¡bah, qué trágico soy!). Algún día te diré el nombre con que ella me bautizó.