sábado, 8 de junio de 2013



MOLINO DE VIENTO

Un hombre camina. Este acto, repetido desde hace siglos, es el acto más común del mundo y de la historia. Las dos mujeres que están en el medio plano, tal vez realizan un acto menos usual. Sentarse, parece, no es la posición ideal del hombre (tampoco, ¡perversos!, la posición de tumbarse sobre la cama es la más antigua). La posición erguida es la que define el universo del hombre. Si los planetas tuviesen manos, bocas, órganos sexuales, brazos, muslos y pies, sin duda que no andarían gravitando de un lado para otro, sino que buscarían el sosiego y, en medio del espacio, al lado de los aros de Saturno, se pondrían de pie, y como caballos, cerrarían los ojos, dormirían y soñarían en las mujeres que, sentadas, al amparo de la lluvia de hojas, en verano, admiten que la vida no es más que el tiempo en el que camina un hombre a mitad de una plaza. Ahí, donde pequeñas líneas de piedras de río, piedras bolas, piedras lajas, delimitan los espacios por donde se puede jugar a no pisar la raya o a inventar que la rayuela (avioncito, dirían en Comitán) no sólo es juego de Julio Cortázar, sino también de un enorme cronopio que se llama Javiercito Molina, que muele el viento, en el trapiche de San Cristóbal.
Un hombre camina. Lleva una mano (la derecha, con la que señala, con la que escribe, con la que da vuelta a la hoja del aire) metida en la bolsa del pantalón, un pantalón guango, como si la vida le valiese ídem. Cruza la plaza, la cruza como si fuese una gaviota que decidió dejar el cielo y romper paradigmas en el suelo. Javiercito vuela, vuela con las manos sin desplegar. Porque la otra mano le sirve para detener el periódico, el libro y la chamarra. Los tres objetos le son tan naturales como sus alas: el periódico, porque con él habita el cuarto donde siempre una mujer vela su sueño; el libro, porque la poesía (¡mentira!) no está en el árbol, ni en la nube, ni en la palabra, sino en la huella del hombre que camina a mitad de una plaza. Y la chamarra, porque ya lo dijo el hombre que tiró la cuerda al río: nada justifica al chamán sino el frío de la montaña, del valle, de la esquina donde la mujer ofrece tamales en medio de una nube más caliente que el magma del inicio del mundo.
Un hombre camina. Ese hombre es Javiercito Molina, el poeta, el pájaro que no sueña en las ramas, el tren que no necesita vías, el pantalón guango para la bicicleta que, de pie (como los hombres caballo), dormita en un murete de la plaza. La posición de estar sentados no es la más idónea. El hombre se sienta porque se cansa. Al contrario, el hombre que camina, el que está parado, nos dice que puede ser más alto que una casa de tejas, más alto que una jirafa, más alto que la rondana que está engarzada en la punta de la torre más alta. Javiercito camina, lo hace con una mano adentro de la bolsa. Tal vez algo busca, tal vez algo esconde. Los románticos dirán que ahí lleva palabras como si la bolsa fuese un bulto de azúcar del ingenio de Pujiltic; los estáticos (nunca faltan) dirán que Javiercito camina con güeva. Con huevos, sí, así ha sido la vida de Javier Molina. Sus palabras, de igual manera, caminan por esos senderos de piedras bola que son como huevos, como esas míticas piedras que descansan en el mítico río de Gabriel García Márquez en su mítica Cien años de soledad. ¿Soledad es lo que Javiercito lleva en la bolsa? ¿Qué piensa a la hora que camina por mitad de la plaza? ¿A la hora en que dos mujeres, sentadas, no advierten su mirada de cenzontle, su caminar de garza alborotada, su lento andar de tortuga a mitad del universo? ¿Qué siente al caminar, al volar, al soñar, al amar?
Javiercito camina. No hace más que eso. No más que eso ha hecho durante toda su vida: caminar por en medio de la línea que deja la palabra