sábado, 29 de junio de 2013



CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO CADA QUIEN DEBE MEDIR SUS PASOS

Querida Mariana: el chiste es malo, pero te paso copia. Un niño, pequeño en edad y en estatura, le dice a su papá que verá todas las películas de Pedro Infante. ¿Por qué?, dice el papá, con esa boba ingenuidad que anuncia el final del chiste. El niño dice: “porque tú me dijiste que creciste viendo las películas de Pedro Infante”. Entonces, si el chiste está contado en televisión, aparecen las risas grabadas. El chiste es bobo, pero demuestra dos cosas: los diversos significados de una frase y el eterno deseo de los niños por crecer.
¡Pobre mundo! Bueno, no el mundo, sino quienes lo habitan. Los niños anhelan crecer sin saber que nunca dejan de hacerlo. Más les valdría no hacerlo. Sólo Óscar (personaje principal de la novela “El tambor de hojalata”, de Günther Grass), al contrario de lo que desea medio mundo, aspira no crecer. Cuando cumple tres años decide quedarse en esa edad y con ese tamaño. ¿Un hombre con edad permanente de tres años? ¡Qué maravilla! Igual que la maravilla de novela que escribió el viejo alemán con bigotes de morsa.
¡Pobre mundo!, pobre porque, para evitar la monotonía, a veces, se entretiene contando chistes bobos.
Siempre deseamos que otra vida llegue. La tía Eusebia se murió pensando que días mejores llegarían. “¿Cuándo vas a limpiar tu cuarto?”, le preguntaba su mamá. Ella, la tía Eusebia, decía que cuando comprara la aspiradora. “¿Y cuándo vas a comprar la aspiradora?”. El día que yo consiga trabajo. “¿Y cuándo vas a conseguir trabajo?”. El día que me compres un vestido nuevo. Entonces, en este instante de la conversación, la mamá decía: “Te compraré el vestido el día que arregles tu cuarto”. Así se pasó la vida. Se murió sin tener el vestido nuevo, sin trabajar y sin la aspiradora para limpiar su cuarto.
El otro día vi una fotografía donde estamos Javier y yo. Estamos sentados en la banqueta de la calle de su casa (bueno, de la casa de sus papás, una casa con patio central y dos corredores). La foto corresponde a un Viernes Santo. Esa temporada de vacaciones, él y yo no fuimos con la palomilla, al rancho de Jorge, como todos los años. Tal vez él no fue porque no quiso dejar de ver a la novia. Javier estaba enamoradísimo de una palomita que le gustaba retozar en otros árboles, por esto mi amigo no la dejaba solita (a final de cuentas, el ave hizo su nido en otro árbol). Mientras Jorge, Miguel, Memo y Quique se bañaban en la poza, salían a cazar palomas y tomaban cervezas congeladas en una hielera debajo del árbol, nosotros nos dedicamos (por las mañanas) a caminar nuestro pueblo (él, en la tarde, iba a la casa de la novia, y yo iba a leer un libro al parque central. Teníamos diecisiete años y fue la primera vez que leí “El tambor de hojalata”).
Los niños aspiran crecer, se ven grandes, trabajando en oficinas de quinto piso, conduciendo autos veloces; los padres aspiran a ver crecer a sus hijos. Al final, la vida, en un instante determinado, los hace ver para atrás y ver que ¡crecieron irremediablemente! Entonces piensan que debieron anhelar lo contrario: ¡no crecer! Los niños debieron quedarse niños por siempre para que sus papás tuviesen la dicha de tenerlos por siempre. Porque quienes crecen se alejan. ¿Mirás los amores que han crecido? ¡Se alejan! Los hijos, de igual manera, ¡se van de casa! ¡Ah, qué bonito es llegar a casas donde hay juguetes regados en el patio! Por ahí anda uno tropezándose con el triciclo, con el carrito, con la pelota. Es feo llegar a casa y no hallar más que la soledad tirada a mitad del patio, como si fuese un bolo.
Pero, bueno, ¿qué querés que hagamos? ¡Así es la vida! Nunca estamos conformes con la edad que vivimos. Ya cuando estamos viejos anhelamos el imposible de regresar a la juventud. ¡Qué tontitos somos los seres humanos! Por esto el viejo gurú de los Beatles, el buen John Lennon, decía que la vida es eso que pasa cuando andamos ocupados en otra cosa.
Cuando viajo (muy de vez en vez) me pregunto a cada rato qué hace la gente en mi pueblo. El viernes viajé de rapidín a la ciudad de Tuxtla Gutiérrez y mientras iba de Comitán a San Cristóbal miré, por la ventanilla del camión, a la mujer que cuidaba las ovejas; al hombre que vendía medidas de duraznos en cubetas rojas y amarillas, de plástico; a la mujer que dormitaba en una combi que iba para Comitán; al niño que, en el lodo, jugaba con un carrito de madera; vi la línea de humo que salía de una choza donde, intuí, estaba una mujer echando tortilla al comal; vi dos niños que, con mochila en la espalda, caminaban por un sendero de tierra roja. Cuando llegamos a San Cristóbal miré, en el bulevar, al hombre que, en un patio de tierra, componía una llanta; al hombre que despachaba gasolina; a los dos hombres que, en la esquina, reían y fumaban; a la mujer que cargaba dos bolsas llenas del mandado; a la mujer que colocó un anafre al lado del patio de maniobras de la combi, tal vez para asar la carne de res. Los miré a todos y pensé, ¡pucha!, qué hacía mientras tanto la gente en mi pueblo. Luego que lo pensé, pensé que era un tonto. ¿Qué más iba a hacer la gente en mi pueblo sino crecer? Ellos, todos los que vi, y los que no vi, no tenían más oficio que el de crecer. Ellos no tuvieron conciencia de eso que es obvio. Lo mismo me sucede a mí, cuando estoy metido en el barullo del día no me doy cuenta que crezco. Es necesaria esa pausa que otorga ir en un camión de San Cristóbal a Tuxtla, para ver que los hombres que viajan en autos, a toda velocidad, por la carretera de cuota, a la hora que escuchan música, a la hora que cuentan chistes bobos, a la hora que se detienen para ver el paisaje o para (disimuladamente) orinar detrás de un arbolito, también están creciendo.
¿Para qué los niños piden crecer? No lo sé, ellos no lo saben. No saben que, aunque no lo pidieran, ¡crecerían! La vida no es más que eso, pasar (de la noche a la mañana) de niño a joven, de joven a adulto, de adulto a viejo. Mi querido compadre Pepe, cuando ya tenía más de sesenta años, me decía a cada rato: “¡la vida es un instante!”. A medida que el hombre crece toma conciencia de esta instantaneidad. Somos un ratito, somos un suspiro. Por esto, los sabios recomiendan dejar de ver hacia atrás o hacia el futuro y concentrarse ¡en la vida! La vida no está en lo que fue ni en la posibilidad del porvenir. La vida es esto que está ocurriendo mientras vos leés esta cartita. Por esto, los sabios recomiendan elegir el momento. ¿Vale la pena desperdiciar este instante que tenés en esta lectura? ¡No! No desperdiciés tu vida, entonces. Botá la carta y ponete a hacer algo que justifique tu instante. ¿Sí vale la pena? Entonces embarra cada palabra que te escribo, bebela, restregátela en tu corazón y respirá satisfecha. Porque la vida no es siempre esta nube de agua pura, a veces es una nube llena de lodo y de mierda. Pero, los sabios recomiendan, incluso, que en momentos jodidos los hombres debemos vivir como si todo fuese un simple cordel para colgar la ropa recién lavada. Y digo esto del cordel para colgar ropa porque siempre que veo un colgadero miro que hace viento y creo que esa ropa se mueve con una total libertad, como si estuviese contenta. Sé que es una bobera, pero así lo miro, así lo pienso. Nunca (no sé por qué) he visto un colgadero inerte. Siempre miro que el lazo se mueve tantito (así sea el día menos lleno de viento). Los que saben también recomiendan que nunca estemos en la inmovilidad. Tal vez por esto hay mucha gente que viaja. A mí no me gusta viajar. Pero cuando tengo que hacerlo lo hago como si no fuese una carga sino como la oportunidad de ver qué hace el mundo fuera de casa.
Óscar, el del tambor de hojalata (hoja de lata, diría mi abuelo Enrique), es uno de los pocos seres que pidió lo contrario: ¡no crecer! Y lo logró. Se quedó instalado, para siempre, en los tres años. Tres años que se fueron acumulando conforme crecía. Porque siguió creciendo; es decir, el tiempo no se detuvo. El tiempo sí es viajero. El tiempo no se detiene en algún lugar. A veces como que se cansa, como que se atonta, pero un segundo después, vuelve a echarle julepe y sigue con su carrera interminable. Tal vez los hombres debiéramos hacer una pausa, sentarnos en una banca del parque de San Sebastián, comer una paleta de chimbo, mirar a las muchachas bonitas, y ver cómo es el movimiento del tiempo. Es como el aire. No hay un instante en que se asosiegue.

Posdata: fui a Tuxtla a un acto de entrega simbólica de libros. Antes de entrar al auditorio para tomar asiento, le mandé un mensajito a Mario Nandayapa para preguntarle acerca del libro “Los pasos de Laco”, que es una semblanza del escritor Laco Zepeda. Sí, sí, hermanito, me contestó, está a la venta en la librería del Sabines. Caminé hacia la librería y me topé con una silla en la entrada. Sobre la silla estaba un letrero: estamos en inventario. ¡Chin! Pero, por fortuna, un amigo funcionario de la institución, retiró la silla y le pidió a fulanita que atendiera al sutanito de Comitán. Esa fue la varita mágica que desapareció la restricción de venta. Compré “Los pasos de Laco” y aproveché a comprar otros dos librincillos. Dejé mi tambache a resguardo en la entrada de la biblioteca y llevé el libro de Mario al auditorio. Me senté y leí. Como el acto se retrasó leí completo el librincillo. Como fue un acto de entrega de libros no me sentí mal al leer, era como parte de la escenografía, como el palero que ponen para que todo sea más creíble. ¡Me gustó el librincillo de Mario! Me gustó porque, como dice el Rector de la UNICACH, en la presentación, el entrevistador se diluye y deja que el entrevistado (Laco, Laquito, Lacón) hable y hable. Y como Laco tiene la gracia de hablar con gracia, pues el librincillo fluye como río sabroso, como río en tiempo de estío. Porque (¡ah, bruto!), cómo llovió esa tarde en Tuxtla. Por fortuna yo me trepé al camión a las tres de la tarde y dejé el cielo tuxtleco que presagiaba lo que horas más tarde iba a descolgarse: un aguacero rotundo.
La vida pasa, sucede, mi niña bonita. Los viejos tenemos más conciencia del paso del tiempo. Es lugar común escuchar a un viejo decir que los años pasan más rápido. Sí, el niño cree que todo está muy lejos, pero los viejos saben que el tiempo es una flecha que no se detiene. No importa los muros que coloquemos. El tiempo, así como el aire, se cuela de todos modos. Crecemos (es una pena que no crezcamos con la misma facilidad en espíritu). Crecemos y nos marchitamos. No hay manera de retardar el crecimiento o de detenerlo. Sólo la literatura permite este prodigio. Sólo Óscar puede decidir quedar de tres. ¡Niño maravilloso!
La vida pasa y a cada rato la desperdiciamos. El otro día me topé con un amigo que me dijo: “¡Pinche Alejandro, estás desperdiciando tu vida!”, cuando se enteró que me acuesto a las ocho y media de la noche y me duermo a esa hora. Cuando me lo dijo abrió los brazos, como si con eso me quisiera decir que, en efecto, me estaba perdiendo ¡todo eso! Pero, ¿qué era todo eso? Pues era el campo limitado que nos rodeaba, el parque, la luz, los muchachos, los carros, la bulla. Así como abrió los brazos ahí pudo abrirlos en un antro o en una playa o en un cuarto de motel con una niña bien bonita. Pudo abrirlos en cualquier parte del mundo, arriba de una montaña, a mitad de una laguna o a mitad del espacio. De todos modos, la vida pasa y algo se desperdicia. Yo, vos lo sabés, decidí dedicar mi vida a la lectura y a la escritura, es mi modo de vida, es mi forma de aprovechar este instante que me permite Dios. No desperdicio ni un segundo. Cada que puedo, cada que el tráfago diario me lo permite ¡leo o escribo! Soy feliz haciéndolo. Cada quien vive su vida como quiere. El chiste, parece, está en saber cómo quiere uno vivir. Se trata de no dejarse llevar por la corriente.